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Juan Carlos Díaz

Samanta Schweblin. Kentukis. Barcelona: Literatura Random House. 2018

La sociedad en que vivimos nos conecta de muchas formas: consumimos la cultura de países distantes, nos unimos en redes sociales y podemos hablar y vernos con personas que están al otro lado del mundo. Sin embargo, al mismo tiempo tenemos la impresión por momentos de que esta sociedad globalizada no nos une tanto como habríamos pensado. La infinidad de puntos de contacto con otros en el mundo virtual ofrece un acercamiento también con las personas de carne y hueso que están cerca de nosotros, pero la atención a las pantallas que prometen mostrarnos el mundo no necesariamente alimenta esta cercanía; más bien, parece a veces generarle retos, o al menos obligarnos a construir nuevas dinámicas para relacionarnos. Especialmente ahora, en estos días de aislamiento y reuniones virtuales, estas dinámicas de contacto con los demás nos obligan a reinventar nuestras posibilidades de cercanía.

Esta problemática, más aún con sus giros de los últimos meses, ofrece grandes posibilidades de reflexión que nos muestran nuevos ángulos de análisis sobre la configuración de la humanidad en esta época de sociabilidad no presencial. Es esto lo que hace Kentukis (2018), novela de la escritora argentina Samanta Schweblin. La novela plantea una propuesta similar a la de varias novelas de José Saramago, en que se imagina una variación de algún elemento característico de nuestra sociedad para pensar en cómo ese cambio afectaría  nuestra forma de relacionarnos, nuestra humanidad. Pero el cambio propuesto por Schweblin es menos radical que aquel, por ejemplo, de Ensayo sobre la ceguera (1995). Acá podría encontrarse otro aspecto característico de la apuesta de Kentukis: su punto de partida es de tipo tecnológico, por lo que podría decirse que la novela hace una apuesta de ciencia ficción, menos afincada en ambientes futuristas y más centrada en analizar nuestra relación con un gadget específico, inexistente pero fácilmente imaginable.

La situación narrada en Kentukis es la siguiente: se han puesto de moda globalmente unos pequeños aparatos electrónicos llamados, justamente, kentukis. Estos aparatos son muñecos que representan distintos animales, decorados, pero todos más o menos del tamaño y forma de una sandía. Tienen una cámara, están conectados a internet y tienen llantas para desplazarse siguiendo las órdenes de un control remoto; han sido creados para que, mientras están en la casa de alguna persona, sean controlados por otra desde cualquier lugar del mundo. Algunos usuarios escogen ser “amos” de los kentukis, compran el artículo y le dan entrada a sus viviendas. Otros deciden “ser” los kentukis y por lo tanto compran una licencia que les permite tomar el control de uno de estos aparatos y ver a través de su cámara en los hogares de los amos. Reflexiona Alina, uno de los personajes de la novela: «no era más que un cruce entre un peluche articulado y un teléfono… Era un concepto viejo con tecnología que también sonaba a vieja. Y así y todo, el cruce era ingenioso» (26). Toda la situación planteada en Kentukis se percibe tan cercana, que podría ocurrir en cualquier momento. Así, la propuesta de Schweblin, además de su similitud con las de Saramago, se acerca a las que hacen algunos capítulos de la serie Black Mirror. Alguien podría estar fabricando estos kentukis actualmente, no requieren ningún tipo de hardware que no esté ya al alcance de cualquiera; podemos imaginar la aparición de estos artículos tecnológicos en cualquier momento y reflexionar sobre cómo afectarían nuestras dinámicas sociales y privadas, sobre cómo contribuirían a mezclar ambas cosas, a que pasen a ser indistinguibles.

La novela se sitúa en ese espacio abstracto que es internet, en el que se pueden perder un poco los límites del lugar físico en el que se encuentra cada individuo. Pasa cuando tenemos una videollamada con alguien, por ejemplo. ¿Qué le ofrecen los kentukis a sus usuarios entonces, si la tecnología utilizada, como piensa Alina, no tiene nada de novedoso? Podríamos ampliar esta pregunta a la siguiente: ¿qué nos ofrece la novela respecto de esta situación hipotética? Para responder a la primera podría decirse que les ofrece a los usuarios justamente la posibilidad de participar de esos espacios yuxtapuestos que internet permite, de espacios híbridos en los que se funden dos lugares, en ambientes que van más allá de la situación simulada propia de una llamada. Los usuarios que viven dentro de los kentukis pueden ver el hogar de los otros en los momentos en que esa llamada virtual ya ha terminado. Se decide entre presenciar la intimidad de alguien más o compartir la propia.

Además, se supera el performance inicial que significa entrar a un espacio de comunicación por video, se amplían indefinidamente los fragmentos de cotidianidad que se ofrecerá a ese otro a quien se le ha abierto la puerta. Los kentukis desdibujan ese espacio en que se encuentran ambas personas, el “amo” kentuki y la “mascota” kentuki, hacen que cada uno de estos esté duplicado en su cotidianidad, sea virtual y material al mismo tiempo. Llevan al extremo esa presencia virtual que tienen otros en nuestras vidas en esta era digital y de redes. Y bien podemos imaginar a los usuarios abriendo la puerta a esta forma más de fragmentar el espacio que habitan, de virtualizarlo.

Lo anterior nos lleva a responder la segunda pregunta, porque la novela nos ofrece eso precisamente. Nos hace pensar en las relaciones que tenemos actualmente con esas distintas posibilidades de lo digital. Algunos querríamos entrar a las casas de otros, penetrar su intimidad, incluso en lo más anodino de esta; otros querríamos, más bien, abrir las puertas a quienes quieran entrar, ampliar esa posibilidad del performance. Y lo más interesante que podemos encontrar en ese experimento de reimaginación de la realidad que ofrece Kentukis es que nos muestra que incluso si varias cosas cambian, finalmente nada cambia demasiado. Estamos ya inmersos en este espacio virtualizado que nos rodea y los millones de usuarios de estos juguetes tecnológicos (los que, insisto, podemos imaginar comprándolos masivamente), solamente dan un paso más. Ocupan largas horas de su tiempo en la realidad simulada que les brinda el juguete, pero no alteran significativamente sus vidas al hacerlo, más allá del tiempo empleado en la interacción directa con estos nuevos artículos.

Más bien, cuando los personajes deciden romper el pacto, cuando deciden salir de la regla de juego establecida con la compra de los kentukis y contactar a ese otro antes anónimo, es ahí cuando les ocurren cosas que terminan afectando más notoriamente sus vidas. Emilia, la mujer mayor que, en Lima, tenía su estudio lleno de fotos de su “ama” de Alemania es puesta en evidencia, lo cual rompe las dinámicas espaciales y de tranquilidad que había construido; Enzo, en Italia, decide proponer a la persona dentro de su kentuki que entren en un contacto “real”, por teléfono, y daña así la placidez en que había entrado su relación; Alina, tal vez el personaje más importante en la novela, aquel que nos brinda las reflexiones más cuestionadoras, es expuesta por su novio, que rompe el pacto de anonimato al hacer su instalación artística: revela las imágenes de ella y de la persona que estaba al otro lado de su kentuki.

Justamente Alina ya se había preguntado por ese uso anodino que se les daba a estos dispositivos: «¿De qué se trataba esa estúpida idea de los kentukis? ¿Qué hacía toda esa gente circulando por pisos de casas ajenas, mirando cómo la otra mitad de la humanidad se cepillaba los dientes? ¿Por qué esta historia no se trataba de otra cosa? ¿Por qué nadie confabulaba con los kentukis tramas realmente brutales?» (189).

Alina se encontraba en un letargo profundo mientras acompañaba a su novio en su residencia artística. No encontraba sentido en nada y la relación comenzó a enrarecerse. Entonces ella, que había imaginado erróneamente a un viejo algo pervertido al otro lado de su kentuki, decide justamente dejar salir esa brutalidad, abrirse a algún tipo de perversión. Mutila al muñeco, lo quema, lo expone a material pornográfico que asumía que ese otro querría estar viendo, aunque sujeta al muñeco de tal manera que no pueda alejarse de la pantalla.

El aletargamiento inicial de Alina pareciera no ser el único, aunque solo ella reflexiona sobre este. Los personajes de la novela parecieran estar buscando algo que animara sus vidas, que las enriqueciera. De esta manera, la duda que plantea ella frente a los kentukis pareciera ser la duda que plantea la novela: las personas los adquieren con una esperanza de cercanía que no tarda en desvanecerse. Lejos de un tono trágico, estos dispositivos, adquiridos con expectación, desembocan en la inercia de las vidas de los usuarios: lo nuevo es pronto lo cotidiano. Incluso una situación sórdida como un caso de secuestro y trata de mujeres, que un par de usuarios de kentukis habían logrado detener momentáneamente en la zona limítrofe entre Brazil y Venezuela, retomó su curso tras la breve intervención. Los kentukis no lesionan de forma tajante el contacto entre las personas y las dinámicas siguen su curso.

La excepción a esta regla que la novela parece mostrar es justamente la de Alina, que decide intervenir de forma extrema su situación, alterar violentamente su entorno para despertarse de su letargo. Y por esto debe pagar las consecuencias, al final se entera de que su contraparte kentuki era un niño de unos siete años. Ella, que decidió correr el riesgo del anonimato, debe pagar el precio social –y personal– por la transgresión efectuada a través de ese anonimato, que además fue expuesta públicamente.

La apuesta de la novela, que fractura la narración para acercarse a la perspectiva de tantos personajes, en tantos lugares del mundo, es consecuente con esta reflexión general sobre la forma en que nos conectamos. Una historia como la de los kentukis sugiere ser contada desde la multiplicidad de las experiencias. Debido a esto los lectores de Schweblin podrían extrañar elementos tan logrados en sus obras anteriores y tan impactantes como la construcción de atmósferas sugerentes, angustiantes, en las que la realidad se desdibuja. Podría pensarse, por ejemplo, en ese lugar denso, inasible, en que ocurre el diálogo entre Amanda y David en Distancia de rescate (2014), o la forma en que lo inexplicable, con trazos de ominoso, se cuela en la cotidianidad de los personajes en cuentos como «Pájaros en la boca», «Conservas» o «Nada de todo esto». Este tipo de atmósferas, en todo caso, parecieran depender de una voz narradora que pueda tomarse el protagonismo, construir poco a poco su atmósfera y sus espacios, lo cual se aleja de la apuesta de Kentukis. Esa construcción de atmósferas de otras entregas cede el paso entonces a esta novela que plantea una dinámica polifónica y en la que el contraste de situaciones y lugares nos transmite esa multiplicidad, pero al tiempo ese letargo del que solo Alina parece ser consciente.

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