Ustedes se lo pierden
—Primero una roja, ¿y ahora una estúpida caja violeta?
Novak se levanta de la silla y en la espuma de la bronca patea el escritorio y engancha su pie con un cable, que tironea el monitor de su computadora hasta estrellarlo contra el piso.
—¿Por qué?, ¿alguien me puede decir por qué?
Novak se agacha, levanta el monitor, vuelve a dejarlo en su lugar. Por un momento, lo mira, la grieta que atraviesa la pantalla es un tronco de árbol intensamente ramificado, pero a él no le importa, se da vuelta y mira a sus compañeros porque:
—¿Por qué a Vizzio le traen todas esas cajas y a nosotros nunca nada, eh?
Los compañeros no responden. Con las espaldas rectas, las manos sobre los teclados, las pupilas fijas en sus monitores, sin parpadear, parecen parte del decorado. Novak se muerde la piel de los labios, como si eso lo ayudara a pensar mejor, y a continuación se aferra al escritorio para trepar a la silla.
—¿Por qué nadie dice nada? ¿Por qué nunca nadie dice nada?
Novak pasa de buscar la mirada de sus compañeros a buscar, en el techo, la cámara de seguridad que, como el Dios de los oficinistas, debe verlo todo, saberlo todo.
—¿De qué tienen miedo, eh? Hablen, por favor, digan algo…
Se queda en silencio cuando una secretaria, esbelta silicona tallada, pelo teñido de rubio, labios de un rojo sexual, traspone la puerta de blindex con una caja verde en sus manos. Novak pega un salto y cae al piso con un ligero rebote. Se sienta y arrastra la silla para quedar frente al escritorio. Acomoda biromes, lápices, correctores, sellos, almohadillas, cortapapeles, y endereza la espalda; apoya las manos sobre el teclado y fija la vista en el frente, en los vidrios astillados de la pantalla. De reojo, mira hacia el cubículo de Vizzio, que parece relajado, aunque, como él, ahora mantiene firme la postura del buen oficinista.
La secretaria taconea y con un ligero vaivén de caderas pasa junto al cubículo de Novak, tan cerca que él alcanza a sentir su perfume almizclado. Pero ella sigue de largo y solo se detiene junto a Vizzio. Con una sonrisa de felicitaciones se inclina para apoyar la caja sobre el escritorio. De regreso a la puerta, el vestido de lycra se le pega a las caderas, estira la tela, revela que no lleva ropa interior. Vizzio, por su parte, no la mira, concentrado en estirar los brazos, alzar la caja y sopesarla. Novak no deja de morderse el labio mientras ve cómo Vizzio suma la caja verde, así como está, sin siquiera abrirla, al tótem que ya forman la caja roja, la violeta y la blanca. Después, ve cómo su compañero apoya las manos sobre el teclado y tipea algo breve, una sola palabra que bien podría ser un gracias o un simple recibido.
Todo parece volver al tedio habitual de un mediodía de lunes hasta que a Vizzio le traen una nueva caja, del tamaño de las anteriores pero de un azul tornasolado. Novak simula desinterés mientras imita los movimientos de Vizzio, mientras hunde sus dedos en las letras del teclado y tipea: AZUL. Después, estira los dedos, retrae un poco las manos y espera. ¿Debió haber escrito CAJA AZUL? Su furia está por volver a entrar en ebullición cuando se da cuenta de que las rajaduras… Debe ser por eso.
No, no es justo, se dice mientras aparta la silla del escritorio y se pone de pie. ¿Y qué se hace cuando algo no es justo? Justicia, eso se hace. Se acerca al cubículo más cercano y con cuidado desenchufa el monitor. Su compañero, ¿cómo se llama? ¿Maldini, Baldini?, es un eunuco de cejas depiladas y barba a lo Papá Noel, incapaz de hacer o decir nada. Al levantar el monitor, Novak ve que Baldini, o Maldini, arruga apenas en su frente las líneas de la curiosidad.
—Perdón —le susurra Novak—, ya sé que es injusto, pero así es la vida.
Acomoda el monitor en su escritorio, lo enchufa, lo enciende. Se ubica en la silla, las manos sobre el teclado y tipea: CAJA AZUL. Espera. Nada. Novak vuelve a levantarse de la silla para dirigirse, esta vez, al cubículo de Vizzio.
—Quiero una caja —dice con las cejas en dirección a las manos de Vizzio, inmóviles sobre el teclado.
Pero el otro lo ignora. Se queda quieto, no tipea. Novak entonces lo agarra de las solapas de la camisa y tira hacia arriba. Lo hace poner de pie, y después lo empuja para ocupar su lugar. Con los dedos histéricos, tipea sobre el teclado de Vizzio: CAJA AZUL. ¿O debería pedir de algún otro color que no hayan traído? CAJA AMARILLA, tipea, pero nada. Vizzio, de pie junto a él, mantiene un silencio ausente que Novak etiqueta como despectivo y hasta burlón.
—¿Qué?, ¿por qué no puedo querer una caja para mí?
Novak, otra vez furioso, se levanta y estrella el monitor de Vizzio contra el piso. Después, levanta la cabeza hacia el techo y busca la pupila titilante de la cámara con un gesto algo provocativo. Vizzio, en tanto, vuelve a acomodarse en su silla y tipea algo que Novak no alcanza a ver. La secretaria vuelve entonces a escena con una nueva caja, ahora de un anaranjado brillante, que parece irradiar algún tipo de luz. Vizzio, la cara lavada de toda expresión, la recibe y la acomoda en su escritorio haciendo crecer la pila de cajas. ¿Cómo puede ser, si el monitor, si yo…? Novak se arranca la piel del labio y la escupe por sobre sus hombros. De un único y rápido movimiento desenchufa el teclado y lo arroja con fuerza al piso, lo que deja las manos de Vizzio escribiendo en el aire, mientras las teclas, cucarachas de prolijas quitinas alfabetizadas, escapan rebotando en todas direcciones.
—¿Qué?, ¿nunca soñaron con una caja propia? —Novak gira sobre sus pies, mira a sus compañeros, busca sumar complicidad a su reacción—, ¿acaso ustedes no sueñan?
Vizzio apoya las manos sobre la madera de su escritorio, los dedos abiertos sobre un teclado imaginario. Tipea unas letras imaginarias y aún así le traen como recompensa una caja rosada. Ya con el labio ensangrentado, Novak aprieta el brazo de Vizzio y lo levanta de la silla. Por un momento parece dudar entre estrellarle la cabeza contra el piso, como un monitor más, o dejarlo ir, pero después se decide y lo empuja hasta su escritorio.
Novak ubica a Vizzio en su silla, le endereza la espalda y le apoya las manos sobre el teclado como si se tratara de un maniquí. A continuación, le fuerza los dedos para obligarlo a tipear la palabra CAJA. Esperan. Novak espera, la vista de a ratos entretenida en el techo, la lengua aplastando la gota de sangre que engorda en su labio.
El sol del mediodía le imprime estrías plateadas al papel gris. La secretaria taconea envuelta en su vaporosa marcha, pero al ver a Vizzio en el escritorio de Novak se detiene, cierra los ojos como si quisiera contener unas inevitables lágrimas. Novak mira a Vizzio, que mantiene inmóvil su postura de oficinista ejemplar, y pregunta:
—¿Qué le pasa?
Pero después vuelve a mirar a la secretaria, que ahora sí llora, y las estiradas fronteras de rímel en sus mejillas.
—¿Qué pasa? —Novak le pregunta a ella.
La secretaria, sin responder, avanza despacio, arrastra los zapatos con un crujido arenoso. Ya no mueve las caderas ni sonríe. Se acerca a ellos, deja la caja sobre el escritorio, da media vuelta y se retira. A Novak ahora su perfume le parece algo fuerte, demasiado almizclado, la esencia destilada de la vulgaridad. Aunque ya no le importa ni la secretaria ni el perfume. Mira fijo la caja, la levanta, la huele, la sacude cerca de su oreja para escuchar algún sonido que lo ayude a descifrar lo que hay en su interior. Mira al techo, ¿la cámara lo enfocará bien con su caja? Agarra el cortapapeles y lo clava sobre la junta de cinta adhesiva. Vizzio cierra los ojos, los aprieta con fuerza como si quisiera escapar del cubículo, de la oficina, del mundo entero. Cuando Vizzio se levanta de la silla y sale corriendo de la oficina, a Novak le parece que correr así es de cobarde, y que es difícil que a un cobarde le importe la justicia. En cambio, a él sí le importa la justicia, porque él no es ningún cobarde. Con el mango del cortapapeles encerrado en el puño levanta la vista, la fija en sus compañeros.
—¿Quién quiere ver lo que hay en mi caja? —dice con un tono de voz algo musical, pero nadie responde ni se mueve.
Extendiendo el placer que implica todo momento previo, Novak termina de cortar la cinta y levanta despacio las solapas de cartón. Cuando baja la vista hacia el interior de la caja, una mueca de lascivia le atraviesa la boca, una electricidad inédita le sube por el cuerpo.
—¿Y…? ¿Vienen o no vienen a ver?
Como todos siguen quietos, Novak vuelve a acomodarse en su silla, y sin despegar la vista de su caja, sonríe:
—Ustedes se lo pierden.