Una pipa con anillo de plata

Leonardo Gil Gómez

Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme

Rodolfo Walsh, “Esa mujer”

Suena el teléfono. Valencia, que es hábil para reconocer a la gente por sus gestos, anticipa que el que habla en la tele es un militar y el otro un periodista. Beben whisky a sorbos calculados y conversan. Las voces de la pantalla compiten con el repiqueteo del teléfono, pero a Valencia no le importa; conoce la trama, la ha visto en decenas de películas: el militar guarda un secreto y el periodista quiere revelarlo al mundo. El teléfono se detiene y deja oír la conversación con claridad: ellos hablan del cadáver de una mujer que probablemente el militar tenga.

«Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer» dice el militar, nervioso. «¿Qué más?» pregunta el periodista, removiendo el hielo en el vaso. «Le pegó un tiro una madrugada».

El periodista también oculta algo. Su actitud le recuerda la fila de tipos que lo entrevistaban, años atrás; aquellos que no ocultaban su enemistad, se creían más listos que él y preguntaban con sospecha. ¿Ya habló con las familias de los caídos?, ¿no le preocupa cruzar la línea y actuar como los subversivos? Las manos le sudan, así que deja el control remoto en la mesita de noche, junto al teléfono, y se arrellana en la cama dispuesto a ver toda la película.

El militar evade las preguntas, habla de la seguridad del Estado. Valencia recuerda la única vez que usó esas palabras: en la cara del mismísimo presidente, a quien le insistió en Consejo de Guerra que las operaciones militares no podían ser un medio para fines políticos. Mientras el Estado Mayor defendía un ataque definitivo a una guerrilla diezmada, él se oponía, alegando que la masacre radicalizaría a los pobladores simpatizantes. Los réditos políticos a corto plazo, dijo acompasando sus palabras con golpes en la mesa, no serían nada comparados con el crecimiento de las guerrillas en los años venideros. Lo acusaron de cobarde, de defender la criminalidad cuando debía blandir el brazo fuerte del Estado. Aquel desafío le costó el retiro.

Con cada cambio de escena, el televisor baña de luz la habitación: azul, blanco, rojo y otra vez azul. El teléfono repica nuevamente y lo trae del pasado al cuarto, a la película. Valencia coge al vuelo una idea: el periodista tiene unos papeles, datos, nombres que el militar quiere.

A Valencia lo destituyeron hace casi treinta años. Fue un escándalo nacional, un auténtico choque de sables, titularon los medios; no se habló de la operación militar. Al final, una jugosa pensión y la posibilidad de dedicarse a la historia, a la academia.

De nuevo el teléfono. El televisor pasa anuncios comerciales. Contesta ofuscado, pero pronto cambia su tono de voz:

―General. Seré breve. La semana entrante viajo a Bogotá. Me gustaría recoger por fin los restos de mi hermano.

Valencia toma el control remoto y pone en silencio el televisor.

―Fernando, he estado muy enfermo. La semana pasada tuve una cirugía y todavía me encuentro convaleciente. Tendrás que ir solo.

―¿Y cómo hago entonces para que me lo entreguen?

―No te preocupes. Lo tengo arreglado. Está en el mausoleo del Batallón.

―¿El de la 116, en Bogotá?

―No. En Santander, en Bucaramanga.

La voz del otro lado calla y por un rato solo queda el zumbido de la llamada de larga distancia. Termina la pausa comercial y Valencia pone el televisor a bajo volumen. Sentado al borde de la cama, la llamada le parece tan inoportuna como antes. Fernando dice algo y en la tele el militar se asoma al zaguán con un fusil en las manos, paranoico. Vuelve, se excusa ante el periodista y continúan. El fusil desaparece, quizás detrás de un asiento, una mesa. Fernando insiste, pero Valencia contesta con monosílabos tratando de seguir la entrevista. Sí, una carta, dice automáticamente. Piensa en el mausoleo. Se lo imagina caminando por el batallón con la carta firmada por él custodiada en el bolsillo del saco de paño, a la altura del corazón. Luego se imagina la carta entregada al comandante de brigada, la autorización para abrir el sobre lacrado.

Treinta y seis años custodiándolo, advirtiendo a cada nuevo comandante la importancia del sobre, la autoridad de su sello. Es mucho tiempo para callar, para soportar en silencio las acusaciones de la prensa, de sus enemigos que usaron a la familia para cuestionarlo. Ahora Fernando podrá quitarle ese peso de encima. Ahora, ¡pero cómo pudo sepultarlo ahí!, le reclama Fernando en el teléfono.

―Esa misma pregunta me la hicieron aquí.

―¿En el ejército?… ¿Con quiénes habló?

―No te preocupes por eso, ha estado a buen resguardo estos años. Tendrás que arreglar el viaje, te lo entregarán en una urna que yo mismo compré. Una vez que abras el sobre, quedará aclarado. No tendrás problemas para llevártelo.

Mira la hora, pone de nuevo en silencio el televisor y escarba el cajón de la mesita de noche buscando sus pastillas. Fernando habla de su itinerario de viaje. Valencia escucha y asiente; después de dar vueltas por la casa, se toma las pastillas en la cocina. Los primeros años fue fácil: nadie hacía preguntas, los guerrilleros se enterraban donde habían caído. Luego la guerrilla declaró que con el cadáver de Camilo Torres no había ocurrido lo mismo, que había sido secuestrado por el ejército. Ese fue otro escándalo y los pocos que sabían intentaron presionar a Valencia. Las noticias corrieron hasta que un día Fernando mismo publicó una carta abierta en la prensa: si era cierto que el ejército tenía el cuerpo de Camilo, debía ser devuelto a su familia de inmediato; si lo tenía la guerrilla, condenaba el uso de su nombre y su memoria con fines propagandísticos. Valencia le contestó con una carta privada, escrita de su puño y letra: cuando las circunstancias del país cambiaran, lo devolvería con gusto. Las preocupaciones de Fernando eran las mismas que lo motivaban a él a mantenerlo oculto. Le daba su palabra.

Mantuvieron una estrecha correspondencia hasta que la salud del general empezó a deteriorarse. Ahora que habla al teléfono, de pie frente al mesón de la cocina, sabe que el tiempo se agota y debe cumplir. Intenta averiguar qué hará Fernando con el cuerpo, pero no obtiene respuesta. Después de un rato calla. Recuerda sus visitas nocturnas al mausoleo, los golpes de pecho; imagina una conversación que hubiera cambiado el curso de la historia.

―¿Cómo sabré que es él?

Valencia camina a la habitación, agotado. La conversación con Fernando ya no le interesa. Se recuesta despacio en la cama y sube el volumen del televisor mientras dice:

―En el sobre hay un certificado médico y en la urna una copia.

El periodista mira por la ventana el brillo de la ciudad después de un aguacero. Luces amarillas que se mueven en las avenidas, un letrero de Coca-Cola, y en el edificio de enfrente las letras de un anuncio de televisores se encienden una tras otra: H-I-T-A-   -H-I. La voz del militar hace que el periodista se vuelva hacia él; rechaza otro trago de whisky y se sienta a escuchar: «Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada».

Fernando se despide. La semana entrante todo estará aclarado. Valencia le ha perdido el hilo a la película; el militar bebe, hablan de un atentado, un cementerio, el cadáver de esa mujer y un gallego asqueroso. Pone el teléfono sobre la mesa de noche y nota que ha dejado la gaveta abierta. Mete la mano hasta el fondo, sin apartar la vista del televisor y toma la pipa. Se recuesta de nuevo. Luego eleva la pipa a la altura de su vista, tratando de encajarla en la escena de la pantalla. Cuando lo llamaron, aquella tarde de febrero de 1966, preguntó por sus objetos personales, sabía que solo por ellos podía reconocerlo. Una patrulla había abatido a cuatro guerrilleros en Patio Cemento. Fue una emboscada, pero respondimos rápido, mi coronel; logramos abatirlos cuando uno de ellos se lanzó sobre un soldado caído para quitarle el fusil. Entonces yo disparé, herido como estaba, mi coronel. ¡Dos tiros! uno en el hombro y otro en la barriga, mi coronel. Luego se devolvieron tres a recogerlo y también a ellos les dimos. Sí, mi coronel, ya los requisamos. El de los dos tiros tenía una pistola y cartas en los bolsillos, escritas en otros idiomas. Sí, mi coronel, una pipa. Con anillo de plata en la embocadura, mi coronel, sí.

Dos días después, Valencia estaba identificando el cuerpo. Era él, flaco, barbado, le faltaba la solemnidad de la sotana. Llevaba un mes sin noticias de él, salvo ese comunicado en el que anunciaba su retiro de la iglesia, su ida al monte.

Ahora piensa en lo extenso y voluble que puede ser el pasado, en la certeza de acontecimientos que durante años se atrevió a negar; en lo que tuvieron de inevitable, de irónico. Toda la vida había evitado la palabra “destino”, pero ahora no encontraba una más precisa. Destino, dice, mirando la pipa; luego calla y busca refugio en los comerciales del televisor.

Valencia tenía apenas unos meses de vida cuando su propio padre llamó de urgencias al médico de confianza para que curara al nené de una meningitis aguda. Desde entonces los lazos entre las dos familias se hicieron cada vez más estrechos y sus hijos estudiaron en los mismos colegios. Fue en los juegos de infancia que su amistad con él se hizo estrecha; las correrías por el barrio La Merced, las citas en el Parque Nacional y esa difícil relación con las mujeres. Lugares y personas que ahora son imágenes, murmullos, cosas que bien podrían ser inventadas. Piensa en Camilo como quien trata de reconstruir una fotografía en la memoria, pero las piezas no encajan. Su mente se llena de cosas que no saltan a la vista: un muchacho tímido, curioso, compasivo.

La religión y las armas fueron las causas de su primera distancia: Camilo se fue al seminario y luego a Bélgica a estudiar, mientras él hizo carrera militar. Se escribían con frecuencia. Pero fue años después, en las arenas de la política, donde su amistad se puso a prueba. Entonces se reunían en oficinas y hablaban del mundo como un estado de cosas en el que las ideas se oponían. Cada uno veía rumbos distintos para el país y ambos habían jurado poner sus ideas al servicio de las instituciones; los dos se daban consuelo cuando llegaban a la misma conclusión: pensaran lo que pensaran, cumplían órdenes. Ese era su servicio.

Solo cuando vio su cuerpo deshecho comprendió que ese mundo había dejado de existir, o que tal vez nunca había existido.

Valencia se arropa en la cama, acariciando todavía la pipa entre las manos. No tarda en recuperar el argumento de la película; ahora el militar le explica al periodista lo que hizo con el cadáver de la mujer: «Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese cómo se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente». Él también. La tarde que lo identificó se hizo dibujar un mapa por el topógrafo de la brigada. Volvió dos años después con un grupo de forenses que juraron callar y trasladó los restos al mausoleo que había mandado construir en el Batallón.

Hacía ya cinco años que su salud le impedía visitarlo, pedirle perdón como si realmente aquellos dos disparos hubieran salido de sus manos… y perdonarlo. A veces se consolaba recordando sus encuentros, las misas uno que otro domingo, las conversaciones. Durante años lo guardó como un secreto privado y ahora dejaría de pertenecerle. ¿Qué haría Fernando con el cuerpo? ¿Lo enterraría en Estados Unidos, de donde lo había llamado?, ¿lo enterraría en Colombia, donde su nombre crecería como el símbolo que durante años evitó que fuera? La certeza de perderlo para siempre se apoderaba del general Valencia. Los años pasaron, pero el país no había cambiado. Aquel ataque al que se opuso en su momento fortaleció a la insurgencia, como lo había predicho. El tiempo, que le había dado la razón, ahora le quitaba la única certidumbre que le quedaba: no podía visitarlo, pero sabía dónde estaba y ese secreto lo fortalecía. Cinco años sin ir al mausoleo, limpiar el polvo de la lápida y arrancar las hierbitas que crecían con insistencia; y ahora no poder al menos estar allí por última vez, despedirse.

Piensa en llamar a Fernando, pedirle que lo entierre en Bogotá, donde pueda visitarlo, dedicarle su fervor como antes. Él puede ayudar, lo mantendrían en secreto de nuevo. Tan fácil como tomar el teléfono y marcar de vuelta el número… Deja la pipa en su regazo y toma el teléfono. El periodista grita: «¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!», y el militar, con medio rostro en la penumbra y el otro medio bañado por la luz amarilla de la ciudad, parece cansado, remoto.

Valencia toma el teléfono y marca. El periodista sale del apartamento del militar, ve de reojo el fusil contra la puerta y sale sin despedirse.

―General Rojas, le llamo por lo del sobre.

Una voz somnolienta del otro lado del teléfono trata de recomponerse, como si le fuera impropio el tono con el que habla.

Valencia guarda la pipa en la gaveta mientras espera a que Rojas comprenda.

―Sí, el lacrado.

El periodista espera frente al ascensor, da un último vistazo a la puerta del apartamento del militar y ve cómo el triángulo de luz en el suelo se recorta rápidamente. Justo antes del portazo, al periodista le gritan: «Es mía. Esa mujer es mía».

―Destrúyalo.

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