Tres poemas

Laura Ramos

1

Durante las épocas antiguas, para concentrarse en el estudio, los seres bípedos escurrían remolachas. Para poder escurrir una remolacha, que sale seca de la tierra, es importante haberla mantenido sumergida en agua durante setenta y dos horas, aproximadamente [aproximadamente quiere decir hora arriba hora abajo]. Los seres bípedos se encargaban de despojar a la tierra del fruto amoratado y esperaban. La espera es, precisamente, la gran virtud de quien estudia. Una vez sumergidas en agua, se iba saliendo la aridez de la carne y comenzaba la marisma. Las remolachas son porosas y por eso se empapan. La espera era más bella que el estudio propiamente dicho. Una vez pasado el lapso, los seres bípedos hacían uso de sus extremidades superiores girando con brevedad la remolacha húmeda sobre sus tercos dedos. Tiempo después se fabricaron molinillos de color verde que centrifugaban y aquel baile ridículo dejó de producirse. La sociedad avanza, dirían posteriormente los antropólogos. A mí me resultó un retroceso. Ahora que ya no estaba seca se colocaba sobre unos tucos de madera de roble y se prensaba. El tuco de madera de roble, que estaba barnizado con aceite, se encontraba agujereado en la base. Al prensar el fruto húmedo, salían chorretones límpidos de líquido rosa fosforito. De cada espera podían extraerse una media de cuatrocientos noventa y tres litros de líquido rosa fosforito. Parece mucho y en efecto lo era porque los seres bípedos se dedicaban a pasear libros por la universidad y raramente los leían, mucho menos estudiaban. El líquido se dejaba empapar en unos filtros alargados que luego se introducían en cáscaras plasticosas teñidas de un color bastante similar al de la remolacha húmeda. Eso daba un total de mil novecientos setenta y dos recipientes de líquido rosa fosforito de remolacha húmeda que los seres bípedos llamaron subrayador. Me pediste las fuentes de la historia. Tus manos deslizaban la punta trapezoidal sobre las letras impresas de La poética. Te dije que poco importaban las fuentes siendo verosímil el discurso. A las ocho cerró la biblioteca. Nos casamos siete años después. Luego, el divorcio y ese nuevo novio tuyo tan feo y tan tonto.

 

2

Así es. Recogiendo las manzanas una a una y volcándolas en la cesta. Hay muchas maneras de llevar a cuestas una cesta de manzanas. La cestería es una de las grandes artes sagradas de los habitantes de Nonú; también la alfarería y el forjado de vidrio. Se suele decir que la arquitectura de Nonú es una cosa inútil. No vientos no lluvia no seísmos. También se dice que es inútil la sintaxis [sin embargo, con ella te nombro], el bordadillo de los trapos de cocina [sin embargo, tus manos] y el color de las aceras [sin embargo, tu baile]. La traducción inmediata es: la belleza es inútil. Los habitantes de Nonú no entienden lo que significa «la belleza es inútil». Señalan al techo y dicen: dioses, etc. Todas las maneras de llevar a cuestas una cesta de manzanas permiten hacerlo llorando. También es compatible portear cestas de manzanas con la risa, no así con la furia. Los habitantes de Nonú no se enfadan nunca para no agriar la materia prima, cuando portean cestos de manzanas. No flotan, las sujetan con las manos y las elevan. Se necesitan unos brazos fuertes. No estar enfadado: como dije, se amargaría la sidra. Por los grandes toneles azules se pelean las mejores manzanas. Seleccionar manzanas para mallarlas es igual que buscar amor en una fiesta. Estar enamorado no es compatible con portear cestas de manzanas, pero sí con mallarlas y esperar a que fermenten. Estar enamorado es esperar. El proceso es profundamente melancólico. Cuando lloran, recogen las lágrimas en dedales. En Nonú hay exceso de dedales. La costura no está entre sus artes sagradas. Los dedales que hay en Nonú son de cerámica. De los dedales sale, efectivamente, el vidrio. El vidrio de Nonú está hecho de sal. Las maestras vidrieras lo forjan; es curioso que tanto el hierro como el cristal se forjen. Lo fuerte y lo frágil son la misma cosa si se les aplica calor. Dónde está Nonú, preguntas. Esto es incluso menos creíble que aquello de las remolachas. ¿Me estás llamando mentirosa? Siempre me has parecido un ser extraordinario. A veces no tengo nada que decirte. A veces pienso que me preocupa lo que pienses de mí. No ser inteligente. No ser divertida. A veces pienso que soy patética [vid. entrada diccionario] si me entiendes. Pero siempre quisiera decirte: estoy aquí, toma esta fruta, hay una flor, qué cosa bella. Que existamos a la vez y no tener nada que decirte.

 

5

«Ann Deverià sfiorava le perle della sua
collana –rosario del desiderio –».

Alessandro Baricco, Oceano mare

Laura se enamoró de la cuenta de un collar azul, ubicada en el centro de la noche. Se aproximó tibiamente a sus azahares, inclinando su cuerpo sobre el suelo: quizá lo pudo ver, en sí el abismo. Quizá lo pudo ver, pero no supo. El cuerpo le molesta [a ella] suave en su avance precavido hacia la cuenta, brilla silenciosa y rueda, traviesa, por el suelo. El cuerpo le molesta [a ella] estoicamente, fuerte como un pórtico de agua. Como una columnata hidráulica que a presión se urge hacia el vacío, tan frenética que hubieran parecido sobre el agua dibujarse dos mosaicos, como un ciervo en un tapete ya dormido. El cuerpo la contiene con ternura, la mira avanzando hacia la noche. Un vestido y teñido de azafrán un pelo púrpura. Qué sensación agradable, de pronto, la de habitar su cuerpo. Lo oscuro siempre engaña a los sentidos, y aquella noche la única luz posible rebota dulce sobre la cuenta azul. Una canica. De pronto, de las columnas de agua a presión comienzan a deshacerse miles y miles de esferas chicas, chiquitísimas, apenas un garbanzo seco que rebota, y toda la luz que pudo haber, toda la luz se multiplica. El sonido es igual al de su madre volcando el bote de legumbres [en un descuido], la noche del siete de noviembre, Laura tiéndeme la escoba, por suerte no se ha roto nada [granizo, o similar]. Un millón doscientas noventa y cuatro, y un cerebro, un cerebro atónito que mira [¿mira?] a través de los ojos de la amante. Rebaño de cabras rosas, nostalgia, sudor. Tantas cuentas tendidas por el suelo que parece un pajar sin sus agujas, la única cuenta de collar azul perdida entre el caer estrepitoso de las otras, tantas otras que van dibujando a su paso el rastro exacto de la dirección en colores fríos en colores cálidos que no se pueden capturar, y los ojos de Laura revisando el horizonte. Cómo saber el color si el color se lo debemos a la luz, cómo digerir con la pupila tanta cantidad de esferas, todas ellas similares, que ruedan, traviesas, por el suelo, y se chocan, como las cuentas de un collar –rosario del deseo–.

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