París

Marco Antonio Campos

Yo fui de los estúpidos, de los grandes estúpidos
que creí en los años de juventud, que París era
el centro del centro del mundo. A lo largo del siglo veinte
poetas y escritores y artistas de la América hispana
me hacían imaginar que París era
el punto y cruce de la revolución estética.
Pero en estadías en la ciudad a menudo encontré sólo
poetas y escritores y artistas de América Latina
trepados en bohardillas anémicas y malolientes,
menoscabándose en el infortunio, para un día venturoso,
más por milagro que por obra, convertirse
en el émulo sufriente de César Vallejo
o en el lesivo Oliveira de Rayuela.
¿Cuántas veces yo mismo no dormí en cuartos
de media muerte o acorté cada franco para que
el estómago no royera el intestino, con el fin
de llegar al otro día para sobrevivirme?

Más allá de eso, del París mísero y lluvioso y de los
amaneceres gélidos de invierno con un gris deslucido,
resguardan mis ojos todo lo que hubo
y no me deja. Aún me allego, perviven en mí
mil y una cosas, dos mil y un instantes de la bellísima ciudad:
los castaños verdes bajo el pálido crepúsculo
en el septiembre tibio desde los puentes del Sena,
jardines con veredas y prados meditabundos,
calles parleras del Quartier Latin y Le Marais,
las dos películas diarias de la cineteca, cuadros de museos
para actuar el personaje, librerías al punto, paseos
a lo largo de Saint-Michel o a lo largo de Campos Elíseos,
perspectivas altitudinales desde el barrio de Montmartre,
cafés históricos donde leía o escribía poemas desgastados
en mesas sin lustre a cuadro ciego, la soga de Nerval
bajo ningún farol en la calle de la Vieille-Lanterne,
ah las tumbas con lágrimas de Vallejo y Modigliani.
Pero la vida, debo ser sincero, la buena vida, no.
Pero el Libro y el Poema, desde luego no.
Ni siquiera lo pregunten:
                                           definitivamente no.

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