Nado suspendido
Ella era simplemente (…) una imagen desdibujada flotando
en la oscura transparencia de las aguas tristes y solitarias de su pecera.[1]
Maria Judite de Carvalho
1.
Hay días, como hoy, que parecen contener todos los días; en los que el tiempo se detiene para digerir lo que ha devorado. Me quedo suspendida. Quisiera decir que este es el principio de mi historia, que hoy puedo narrarme; aunque ya no supongo como cierto lo que dicen, que es mejor iniciar en el comienzo; o que Godard tenía razón y las narraciones tienen inevitablemente un principio, un medio y un final; simetrías perfectas para dar sentido a los actos, una realidad estructurada, posible de ordenar. A veces a las historias se les amontonan las partes, se convierten en pedacería. Pasan a ser una idea; pero es complejo saber cómo relatar las ideas; Maria Judite de Carvalho logró hacerlo, una bendición o maldición que la acompañó por décadas en el olvido.
Qué bellos cuentos los de Maria Judite, ideas alargadas sin inicio ni fin; historias o flechas de Zenón avanzando indefinidamente por los aires, apresadas en la imposibilidad y el tiempo. A veces me pregunto si ella se sentía así, empujada solo por las estaciones; atrapada en una pecera como las que aparecían de vez en cuando en sus relatos; adentro lo mismo de siempre visto a través de su mirada caleidoscópica, transformando el mundo. Alguna vez hice un recuento mental de escritoras que habían recurrido a la metáfora de la pecera en sus narrativas; a muchas las he olvidado, a unas cuantas todavía las recuerdo; Lygia Fagundes, Clarice Lispector, Maria Judite. Pececitos rabiosos dentro de esferas traslúcidas, casas llenas de agua, inundadas como barcos náufragos o arcas fallidas; las recuerdo en su transitar acuático, viendo el exterior en un nado inmóvil y constante.
1.
Este día ha durado muchos siglos; hace calor, paseo desnuda en la cocina con la libertad que otorgan los muros; el fin de la tarde da una profundidad extraña a los objetos, una tristeza circunscrita a este acuario personal. Me siento en el sillón de la sala, estoy cansada; toco la cicatriz en mi frente. Ya no tiene la carne abierta, el rojo profundo de la sangre coagulando; ahora es una línea blancuzca, rosada a veces. Mi piel tarda en regenerarse y siempre quedan marcas, me encariño con rapidez a ellas, al camino traspasado por la herida; a su presencia en mi rostro. La piel continúa cerrando pero el área está siempre sensible; en la frente un surco como en el campo.
Hace años pisé un paisaje amplificado a las orillas de la carretera, aquí el maíz, el tomate, brotes pequeños del temporal. Mamá me guiaba, conocía mejor que yo el terreno; no era raro que llegara a casa con cajas que le regalaban en el camino, llenas de pepinos, berenjenas, sacos de frijol esperando ser limpiado. Inmensas plantaciones, desapareciendo por momentos a la distancia; en la tierra huecos con semillas eclosionadas, reventadas; hendiduras para siembra con las que entendí que las cosas necesitan del vacío para nacer.
1.
A veces me extravío en territorios mínimos; en departamentos de dos cuartos, en edificios de muros rotos. Leí que los peces también se deprimen; van y vienen entre los cristales de las peceras no porque hayan olvidado que han pasado antes por ahí sino porque no hay otro rumbo; el espacio se cierra encapsulándolos. Me confundo entre recuerdos que abandonan sus formas, revelándose como animales en cautiverio, renunciando a su labor de huella y brújula. No me reconozco en las fotografías de infancia ni en los espejos; a cada instante otra; nadie me dijo que en las búsquedas uno sale casi siempre con las manos vacías. Dejo que mi cabello crezca solo para cortarlo; permito que las cosas sucedan para arrancarlas de raíz.
Pierdo la calma y me entrego al miedo; recuerdo a Ana Cristina Cesar en su desnudez ligera saltando de la ventana de un edificio, defenestrada, en su momento último de ave; el sol en su piel, la piel sobre el asfalto. Cerca de ella los árboles de octubre en Copacabana, extendiéndose en la cartografía del subsuelo.
Cavilo en la ciudad y en su tierra; en las muchas raíces que se entrecruzan o se esquivan formando un tejido inmenso debajo de nosotros. Una enorme red que sostiene a la urbe; sobresaliendo en troncos y raigambre, rompiendo la gruesa capa de cemento que les han colocado encima. Urdimbre secreta sobre la que edificamos el mundo; sobre la cual también lo destruimos.
1.
Me desdibujo entre el alba y la puesta del sol. Repito la fecha actual; apilo mi ropa en un montón que va creciendo de a poco. El desorden, dicen, es lo único que marca el pasaje del tiempo; a veces es bueno dejar que se expanda para saber de cierto el cambio. Hacer tangible el tiempo tendrá algo siempre de hipnosis. La vida se va en las obsesiones; en la catástrofe de lo que no puede ser comprendido ni habitado.
El trabajo de On Kawara es magistral en el empeño, en el afán escultórico de sus ojos sobre el mundo. Todo él era un proyecto, un inicio de obra perpetuo, observando la vida como un trabajo metódico; registrando su andar, haciendo presente que los modos de hacer arte implican también modos de entender la vida.
One Million Years, una de sus piezas más importantes, está compuesta por dos partes; la primera «For Those Who Have Lived and Died», comprende desde el 998,031 a.C hasta 1969 de nuestra era; la segunda, «For the Last One», comienza en 1980 y termina en 1,001,992. Página tras página, están escritos todos los años.
Además de componerse por los libros, la pieza ha ido tomando voces prestadas para leer las cifras que contiene. Éstas son grabadas por una mujer y un hombre distinto cada vez, encerrados por varias horas en una pecera, en una cueva de cristal; y entonces la génesis a cada instante; la Historia grabada en papel y sonido, invocando a todos los que nos antecedieron y a todos los que vendrán; fusionándolos en una amalgama, en un tejido cifrado. Detrás de los números desaparecen los elementos concretos, las personas, rostros, nombres, lugares; seres que nacen y mueren en menos de un cuarto de página.
Hay quienes afirman haber experimentado una especie de trance al estar leyendo la obra de On Kawara. Las fechas se dicen en voz alta, una tras otra, y el pasado se vuelve tan desconocido como el futuro; se unen en el hueco, en el signo desprendido de su significado.
Solo queda la afirmación del tiempo;
la meditación se prolonga, el presente se incrusta unos segundos a través de la voz. Calculan que tardarán cien años en grabar las dos partes divididas en diez volúmenes de One Million Years.
En ese lapso las voces almacenadas se desprenderán totalmente de su dueño original, se separarán de los labios que las articularon, de la vibración de las cuerdas vocales que las hicieron posibles; serán una misma entidad conformada por cientos, miles de voces sin cara.
1.
La primavera pasó sin advertirla. Las flores se abrieron y abrazaron al color bajo un intenso sol dorado que imagino. Una primavera perdida para siempre; voy a buscarla entre los escritos de E.E. Cummings, en su poesía verde vibrante, en su poesía de polen; su manía de pájaro entre el follaje ilumina las horas.
Vivo por las cosas mínimas. Me gustan, por ejemplo, las figuras que dibuja el sol sobre mis sábanas cuando amanece; las manzanas verdes partidas en trozos largos y simétricos; el dinero que encuentro sin buscarlo en los abrigos; la ropa limpia, recién lavada; el rastro que dejan algunos perfumes amaderados en el aire; las arrugas en los ojos cuando la gente sonríe; los dientes rectos y también los desordenados; la trenza gris que se forma con el cabello de mi abuela; el olor del pan que como por las tardes. Me gusta la respiración singular que permiten los puntos y coma; leer sobre ciencia como si fuera literatura y confiar en la literatura como si fuera ciencia.
Me acerco a la ventana, afuera el cielo se ve terso después de la lluvia. A veces quisiera escribir algo que valiera la pena recordar; otras deseo solo la contemplación apacible, el nado suspendido. Entonces me llega a la mente Pessoa, cuando escribió: «¡Seamos simples y tranquilos,/ Como los arroyos y los árboles/ Y Dios nos amará haciendo de nosotros,/ Bellos como los árboles y los arroyos,/ Y nos dará verdor en su primavera,/ Y un río donde afluir cuando acabemos!»[2]
1.
Estoy decidida a practicar la quietud; persigo el texto simple, el discurso en calma; existo en el gesto estático y eso es suficiente.
Dejo atrás el pasado; dejo atrás el presente; dejo atrás el futuro.
Me despido de las cosas poco a poco, de todos los recuerdos que salen de las sombras para convertirse en tormenta. Se ha roto un dije de ancla, un collarcito delgado que rodeaba mi cuello, lo tomo como una premonición y no puedo evitar sentir tristeza; qué absurdas las cosas que se rompen sin aviso, que no resisten la fricción de la piel expuesta. Observo el collar entre mis dedos, desfallecido por el uso y los años; un ancla rota muy cerca de las líneas de las manos, encerrando el destino.
Abandonar las peceras, los anclajes, entregarse al naufragio de aguas hondas; a la deriva de las posibles combinaciones de todos los mañanas. Hay días que parecen contener todos los días, en los que todo ocurre al mismo tiempo; me imagino que así se sienten a veces los navegantes, atrapados en la vorágine, en monstruos naturales más grandes que cualquier dios. Contra ellos nada sirve más que la espera; con un poco de suerte se tocará eventualmente tierra firme, pero sabemos que llegar a costa siempre deja marcas.
Algunos antropólogos afirman que lo que nos hizo humanos, eso con lo cual adquirimos el privilegio (o la ingenuidad) de llamarnos civilización no fue el manejo del fuego ni de las herramientas, tampoco la cocción de los alimentos o los rituales fúnebres; hablan, en cambio, del primer fémur roto y curado. Aquel hueso en partes que logró soldar.
Me abstraigo y pienso en este cuerpo nuevo lleno de cicatrices; en esta alma fisurada, más verdadera y mía.
[1] Ela era simplesmente (…) uma imagem qualquer apagada, a boiar na escura transparência das águas tristes e solitárias do seu aquário.
[2] Sejamos simples e calmos,/ Como os regatos e as árvores,/ E Deus amar-nos-á fazendo de nós/ Belos como as árvores e os regatos,/ E dar-nos-á verdor na sua primavera,/ E un rio aonde ir ter quando acabemos!