4 poemas

Rafael Courtoisie

Meditación acerca de la naranja

Cabe en la mano.
No es su peso módico lo que asombra, ni su condición esférica que comparte con muchos otros seres del universo (planetas y lunas, gotas de angustia en el pensamiento) lo que primero convoca la atención.
Es verdad que la mirada se detiene siempre en ese color tan cierto, tan definido, tan bello, en ocasiones más vivo debido a colorantes artificiales y conservantes potencialmente cancerígenos, tóxicos, lo que reduce aquella tan saludable costumbre de las abuelas de dejar secar las cáscaras en tiras, en un lugar apropiado de la cocina, para emplearlas después en una infusión o agregar segmentos a la yerba del mate.
Esa sana costumbre de otrora es incierta, insegura hoy.
Uno de los aspectos más significativos de la naranja es su piel, su piel que imita a la perfección la piel humana, sus poros, su incipiente celulitis, su hermosura al tacto, la calidez del color que ven los ciegos al tocarla.
Bien haríamos los videntes, quienes aún poseemos la maravilla y el horror de la vista, en cerrar los ojos para acercarnos con las yemas de los dedos al alma superior de la naranja, que reside en su piel.
Busquen una naranja (ésta es una buena época para encontrar los mejores especímenes de esta fruta viva).
Cierren los ojos.
Acaricien.
Tienen un ser vivo en sus manos.
Sostienen un secreto que proviene del Jardín de las Hespérides.
Vibra sutilmente su piel, y debajo de la piel los gajos, y dentro de los gajos el jugo, y disuelto en el jugo un pensamiento bueno, un deseo como de vivir, de gozar, de estar despierto.
Sigan tocando: ¿sienten en el interior la presencia extraordinaria, apretada, de las semillas?
Una constelación de naves marinas, de embarcaciones diminutas, repletas sus bodegas de mensajes, embarcaciones que están diseñadas para navegar lo profundo de la tierra, el humus, hasta germinar y, con suerte, convertirse en brote, en tallo, en árbol y, al fin, multiplicar esas tetas redondas que caben en la mano y cuyo jugo, en el futuro, renovará el misterio de otros, las ganas de vivir, el goce de sentir sed.

 
 
 
 

Meditación temprana sobre el apio

La hermosura del apio, su cabellera verde al tope de ese río de juncos verticales, hace pensar que, más allá del género gramatical, se trata de una hembra taxativa.
El apio es una mujer verde, vegetal, alta, delgada, múltiple, flexible pero hasta cierto punto.
Si se le exige en exceso, antes de obedecer, se parte.
Se rebela ante la estúpida mano masculina que, exenta de delicadeza y cuidado, pretende someterla en la cocina.
Se quiebra antes de ser doblada por completo.
No admite yugo o esclavitud.
El apio es una mujer desnuda, libre en la murmuración de la huerta.
Sólo la sabiduría y el deseo, en su punto justo, en su exacta medida, hacen que ceda, goce y deleite.
Pletórica de tallos invaginados, presenta tegumentos curvos hacia dentro, sin cerrarse del todo, como si ocultara un secreto y buscara exhibirlo a la vez.
Esa desnudez elegante, crespa en su parte distal, no parece poseer las formas globulosas tan comunes en las hembras de otras especies.
Algo gatuno y botánico, esa sugerente invaginación de cada junco, el haz de tallos que convergen en el nudo central y blanquecino, glúteo, justo sobre la línea oscura de la tierra, como si las caderas y nalgas del apio disfrutaran del roce afectivo con el humus, definen la femineidad y la estrella, la condición esotérica del sexo.

 
 
 
 

Una piedra de sal

Sobre la mesada, sobre el mármol veteado de la cocina un témpano absoluto, una joya, un diamante se disuelve.
«El ciego sol se estrella/ en las duras aristas de las armas», dice Manuel Machado en un poema exacto sobre el Cid. (Manuel es el hermano de Antonio, o Antonio es el hermano de Manuel, como bromeaba Borges).
Pues el ciego sol se estrella en esta piedra de cristal de cloruro de sodio y alegría, en este témpano donde el halógeno y el alcalino matrimonian, maridan, se enlazan “para siempre” hasta que los separa una gota, una sola gota de agua, una tormenta, un diluvio o un litro, da lo mismo.
“Para siempre”, en ocasiones, dura poco.
Quien divorcia al cloruro del sodio es la humedad ambiente, las soluciones acuosas, el viento de la envidia, los humores de la carne cortada, la savia de los pétalos de lechuga, las lenguas decididas de la espinaca, las inmensas plumas de las acelgas aladas sumergidas en la olla.
La linfa de la calabaza, el pensar humano en la preparación del caldo, el significado de la sopa, la entropía del guisado, el entrevero de esmeraldas comestibles o arvejas vespertinas, la albúmina nívea y los secretos amarillos encerrados en la yema, en la gema del huevo de gallina, hacen que el grano de sal, como entidad o ser individual, unívoco, desaparezca.
En su lugar queda solamente el sabor, el eco transparente, una sola nota del manjar del pentagrama, la música que se escucha con la lengua.
La luz, al atravesar la piedra de sal, se abre, los flecos de la luz forman el espectro visible y el invisible.
En la parte invisible están las palabras.
En las palabras, el alimento del poema.
El poema tiene gusto a mar, a lágrima, a sudor sagrado.

 
 
 
 

Música íntima y lavándula vera

El silencio de sábado muy temprano hace amanecer la música en los seres domésticos, animales y plantas que habitan en la domus, en la casa (parva domus, casa pequeña, corazón grande): les doy de beber –en la oscuridad que ya comienza a retroceder– con una regadera de metal, de las antiguas, amplia y de pico en ángulo, a las dos lavandas que dispuse en el frente de casa: una enorme, otra un poco más pequeña, pero firme como una guerrera azimutal, señalando aquella estrella que nos guía en el empíreo, al fin de la madrugada, y señala el comienzo del día.
Ambas, florecidas vehementes, sus espigas esotéricas conforman una suerte de trigo violeta cuyo poder no se transforma en harina de pan para comer con la boca, sino en fortaleza que alimenta los buenos pensamientos, el puño cerrado y abierto en sístole, en diástole, del corazón con que vivo («cardo ni ortiga cultivo», decía José Martí; cultivo una lavanda sana).
La lavándula vera, así su nombre latino adaptado a la prosodia castellana por la oportuna introducción de una tilde (probablemente procede de Linneo, pero no puedo asegurarlo con certeza), ahuyenta los espíritus aviesos, no los deja penetrar en la casa, los aleja o al menos, en parte, los inhibe. Rechaza o morigera los hechizos de la pulsión biliar o estulta proveniente de quienes debemos amar de todas maneras, porque son hermanos y hermanas en la vida.
Lavándula vera: trigo raro.
Además, su fragancia, cuya música atrae la voluntad de los gorriones, hace bailar las piedritas del jardín, aplicadas, jocundas.

 

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