La mano izquierda
Fíjense en la mina de grafito. Observen la superficie pulida y brillante como un colmillo de leche. Diecisiete centímetros recién afilados, marca Faber Castell, propiedad del menor de los Gimeno, Agustín. Tiene cuatro años, mirada ligeramente estrábica, naturaleza inquieta, mal despertar.
Agustín sujeta el extremo del Faber Castell con el puño cerrado, el pulso le tiembla igual que un enjambre de avispas pero aun así practica un movimiento certero, fatal. Alrededor, los compañeros de segundo de Infantil gritan horrorizados. No estaban preparados para ver algo así: la punta del lapicero atravesando piel y tejidos hasta clavarse en el dorso de una mano izquierda, la mano de la señorita Alba, justo en el intersticio entre el dedo índice y el pulgar.
Alba intenta no mirar, es muy impresionable, con dificultad se agarra la mano perforada y prueba a mover los dedos solo para constatar que el butrón no afecta a la movilidad. De momento, al menos, no se ve sangre. El propio lápiz, clavado como un arpón en el lomo blanco de la ballena, tapona la herida aunque poco a poco los bordes se empiezan a amoratar. Los niños se arremolinan asustados, algunos lloran, el coro de gritos se propaga a través de las paredes hasta alcanzar la garita de Basilio, el conserje, sobresaltándole cuando a punto estaba de acabarse el crucigrama.
Alba sale del aula con expresión de terror. Todavía no se lo ha dicho a nadie, pero en realidad no le duele absolutamente nada.
“Debería dolerme”, piensa. “Debería sentir la punta seccionando algún tendón, un capilar”, se repite mientras Basilio la coge del brazo para llevarla a las urgencias del centro de salud. “Un pinchazo, un escozor, lo que sea”, barrunta en silencio cuando la enfermera, una chica joven con aparato en los dientes y el rastro aún reciente de un pendiente en la nariz, se le acerca y, de un tirón, desentierra el lápiz con la punta homicida intacta. A continuación, limpia el cráter negro con una gasa empapada en agua y jabón y aplica abundante crema antibiótica en el dorso violáceo e inflamado. Su aspecto recuerda más a un órgano que a una extremidad.
“¿Y dice usted que no siente nada?”, le pregunta el doctor Guzmán, el médico de guardia. Tiene un pelo frondoso, muy rizado. A Alba le recuerda a un cantante famoso, Bruce Springsteen quizá. El medico coge la mano y presiona con fuerza sus pulgares sobre la herida. Alba lo sigue con la mirada, impasible. “Verá, existen distintas causas que pueden explicar una pérdida de sensibilidad. Normalmente suele ocurrir porque hay algún nervio lesionado. ¿Ha oído hablar del síndrome del túnel carpiano? –le dice el doctor- “Luego, hay otras causas más complejas: diabetes, accidentes cerebrovasculares, problemas en la médula espinal…”. El doctor para, acaba de detectar la agonía en los ojos de Alba.
“No se preocupe, haremos pruebas para ir descartándolo todo. Lo único que me mosquea es que todas esas causas que le digo suelen provocar entumecimiento, hormigueo, la sensación de sentir las manos como si fuesen corcho, pero usted dice que no siente nada, nada de nada”. Alba mira su mano izquierda, oculta bajo capas de vendaje y esparadrapo. La mira como miraría a un intruso que acabara de colarse en su portal. En su cabeza no deja de rumiar la misma pregunta: ¿cómo le contará a Manuel todo esto?
Al cabo de una semana, la mano empieza a recobrar su fisionomía. La inflamación ha bajado y la piel vuelve a tener el mismo tono níveo, casi transparente, que Alba acostumbra lucir durante los meses de invierno. Solo queda un rastro de la puñalada infantil: una mancha subterránea, gris y oscura, una cicatriz de alquitrán, a medio camino entre el dedo índice y el pulgar.
“¿Estás preparada?”, pregunta Manuel. Alba asiente y con la palma izquierda abierta, los dedos estirados, se acerca a la vitrocerámica. Una vez delante de la placa, mira al óvalo central, incandescente desde que Manuel giró la rueda a la potencia máxima. Con decisión, Alba planta la mano sobre el aro al rojo vivo. Un segundo, tres segundos, diez segundos. Cuando la cuenta llega hasta veinte, retira la mano del fuego y muestra a Manuel la palma púrpura, cuarteada. “Nada”, le dice, antes de volver a sentarse en el sofá.
Quizá la reacción habría sido otra, puede que más efusiva, si esta no fuese la quinta prueba en lo que llevan de semana. Habían probado a sumergirla en agua hirviendo y congelada, la habían atravesado con una aguja de punto, la habían torturado con pinzas de la ropa hasta dejarla casi sin circulación. Un día Manuel sugirió utilizar un martillo, pero en el último momento la sola posibilidad de hacerlo le provocó a Alba un inmediato temblor de rodillas y una bajada tensión.
Llegados a estas alturas los experimentos empezaban a ser demasiados, en especial porque todos se resolvían con idéntico resultado. La mano izquierda de Alba seguía sin poder sentir y las pruebas médicas tampoco arrojaban ningún dato concluyente. Después de descartar la lesión, la diabetes, los problemas de médula espinal; de someterse a análisis, a placas y radiografías; una vez rebuscado sin éxito en sus huesos, en sus nervios, en el confuso laberinto de su masa cerebral, las posibilidades de explicar racionalmente su insensibilidad eran cada vez más remotas.
“¿Pero tú sabes si empezaste a no sentir a raíz del accidente con el lápiz o antes?”, le había preguntado Manuel en algún momento y Alba no supo contestar. No lo tenía nada claro, ¿y si en realidad había sido algo progresivo?, ¿y si el ataque de Agustín solo sirvió para constatar una pérdida que ya había comenzado tiempo atrás?
“Por lo menos no es la mano derecha…”, la intentó calmar por teléfono su madre. Un consuelo más bien flojo, incluso para una diestra redomada. “Es mejor que lo asumas cuanto antes”, le sugirió también. “A partir de cierta edad el cuerpo siempre se rebela”.
Alba, sola en el sofá, observa ese pedazo hasta ahora suyo y de repente tan inexplicable: los dedos largos y estilizados, las uñas cortas y sin pintar, la mancha indeleble de grafito, una ampolla tersa y lechosa en el mismo centro de la palma fruto de la quemadura que ella misma se acaba de provocar. Por primera vez piensa en la posibilidad de no volver a sentirla nunca.
Lo intentó. De verdad que lo intentó. Alba puso todo de su parte para seguir adelante como si nada, para obviar ese peso muerto, ese miembro absurdo capaz de moverse y de acariciar sin sentir una sola chispa de vida, pero la ausencia era demasiado grande. Así que ella la acabó llenando de preguntas. “¿Y si esto es por mi culpa? ¿Y si es por comer mal, por beber poca agua, por tumbarme de cualquier manera? Mi madre siempre lo dijo, las malas posturas son terribles para el riego sanguíneo. ¿Y si me merezco esto que me pasa?, ¿Lo merezco?”.
Con el paso de los días empezó a adoptar una fea costumbre. Cada vez que se sentía triste o intranquila, en esos momentos en los que notaba cómo la ansiedad se le anudaba a la garganta como una correa áspera, ella descargaba su ira contra aquel apéndice defectuoso, le clavaba las uñas, lo pellizcaba hasta provocarle heridas, moratones oscuros. Casi un mes después del incidente del lápiz, la mano izquierda ya no parecía una extremidad, ni siquiera un órgano, era una bestia apaleada. Una criatura miserable con la piel irritada, llena de costras y cardenales, casi gris.
En clase los niños a menudo la observan entre curiosos y asustados. Cuando Alba se acerca y apoya en sus pupitres la mano inerte y morada, como una medusa arrastrada hasta la orilla, se debaten entre las ganas de tocarla o echarse a llorar. “¿Lo he hecho yo?”, le preguntó una mañana el menor de los Gimeno, Agustín, con sus ojos demasiado juntos, la frente alicaída. Alba le acarició el mentón con la mano buena y negó con la cabeza. “No es tu culpa. Es como un superpoder, no siento nada”, dijo y toda la clase arqueó la boca de emoción.
“¿Podemos probar?”, preguntó Agustín, incapaz de contenerse ante semejante descubrimiento. Alba extendió los dedos, los dejó caer boca arriba en una de las mesas centrales. Los niños la rodearon como si fuera el cuerpo muerto de un roedor y, primero con pudor, luego con saña, empezaron a golpear la piel blanda, todos a la vez, eufóricos.
La mujer no habla mucho pero tiene otras virtudes. Por ejemplo se ríe con facilidad. Cuando lo hace cierra los ojos y sus párpados se pliegan como una cortina teatral. Es la nueva novia de Mario, el compañero de oficina de Manuel. Les dijo su nombre en el portal pero Alba no lo recuerda. Eso sí, desde que entró en casa no deja de escrutarla, Alba observa embobada sus párpados, esas arrugas finísimas que se le hacen al reír, los imagina como pétalos suaves y templados. No es la primera vez que le pasa, le ocurrió igual en la última visita al doctor Guzmán. Mientras el médico le sugería nuevas pruebas, Alba era incapaz de abandonar la idea de tocarle el pelo, de rastrillar con sus dedos malheridos cualquiera de esos mechones que ella adivinaba sedosos y abullonados. ¿Por qué?, ¿cómo saberlo? Quizá la mano, hambrienta de caricias, empezaba a construir sus propias fantasías.
Alba se mueve diligente entre la cocina y el salón. Con la excusa de darle los últimos retoques a la cena, intenta zafarse como puede de los comentarios bobos y sin gracia de Mario. Por muy amigo que sea de Manuel siempre le ha parecido una persona insoportable. Odia su mirada suficiente, esa manera vulgar de chasquear la lengua antes de hablar, odia su humor inoportuno. “No le des más vueltas a lo de la mano, mujer. Piensa en lo que te vas a ahorrar en manoplas para el horno”, le dijo mirándola como una rata soberbia.
Poco antes de sentarse a la mesa, alguien llama al teléfono. “Es para ti, del colegio”, dice Manuel, pero Alba se extraña, no es normal que la llamen a estas horas. Al otro lado de la línea, la jefa de estudios intenta ser breve, conciliadora, le dice algo sobre los padres de segundo de Infantil. Utiliza la palabra “psicólogo”. Desde fuera, Manuel y sus invitados no logran escuchar nada, pero sí captan el momento exacto en que la expresión de Alba parece deshacerse en el agua.
“Me obligan a cogerme una baja”, reconocerá luego, con la cara lívida, el puño izquierdo enroscado como un caparazón lleno de durezas. “Mira el lado positivo, a lo mejor puedes aprovechar para cambiar de profesión. Cultivar cactus, por ejemplo”, bromeará Mario para aliviar la tensión, pero nadie se reirá. Más tarde, cuando ya hablen de otra cosa, de política, de televisión, Manuel buscará la mano de Alba bajo la mesa, le construirá un refugio cálido entre las suyas, le acariciará las uñas, la curva de los nudillos, la mano fría. Helada. Izquierda. Ni siquiera él se dará cuenta del error.
Hace unos días Alba empezó a usar guantes. Un solo guante, en realidad, negro de terciopelo, lo utiliza incluso mientras cocina, mientras se lava los dientes, mientras juega en el ordenador. Parece una tontería pero esa fina tela negra ha logrado mantener a raya la tentación de pellizcarse. Así, cubierta, la mano izquierda se ha transformado al fin en algo ajeno, un postizo práctico e inofensivo.
Es con ese guante con el que Alba agarra la bolsa del supermercado. Ha comprado más vino que de costumbre y un par de kilos extra de ciruelas. Últimamente lo hace mucho, carga las bolsas de más, ventajas inesperadas de la insensibilidad. De camino a casa atraviesa un pequeño parque, nada excepcional, pero la mañana es demasiado larga como para desaprovechar posibles distracciones, así que se sienta en un banco y, relajada, observa cómo la luz del mediodía rebota en la superficie esmerilada de la fuente central.
Alba mira la fuente y por un momento se le ocurre poner a prueba sus fantasías táctiles, pero esta vez intenta ser ella quien las controle. Voluntariamente en su cabeza trata de imaginar, de reconstruir, el roce suave y húmedo del agua sobre el mármol. Es como un ejercicio de mentalismo, Alba centra su atención en la fuente con tal intensidad que ni siquiera advierte la presencia que, silenciosamente, acaba de aparecer a su lado.
Tiene el pecho amarillo, los ojos vivos y oscuros. Un pequeño pájaro carbonero pasea por el asiento del banco cuando, al toparse con la mano izquierda de Alba, empieza a remontarla confundiéndola quizá con una vieja rama. El animal atraviesa confiado el guante inmóvil y cada tanto se para a hurgar, puede que buscando una semilla. Tras un buen rato de búsqueda infructuosa, el carbonero aburrido se pone a cantar –“ti-ti-tee”, “ti-ti-tee”-. Solo entonces Alba lo descubre.
Pese al ligerísimo sobresalto, el pájaro no se marcha. Alba intenta permanecer quieta, para no asustarlo ralentiza su respiración. Admirada por la sencillez y el brillo de su diminuto acompañante, persigue con la mirada sus pasos distraídos, observa cómo las patas firmes y puntiagudas se apoyan con ligereza sobre el terciopelo inanimado, cómo la punta del pico martillea ansiosa el vello artificial, siente el cosquilleo tan agradable. Un momento, ¿Lo siente?, ¿lo imagina? La verdad, no sabría diferenciar. La sensación, como un calambre, se expande y empieza a circular a tal velocidad que es imposible saber dónde nace. El pájaro camina, da un paso, dos, Alba nota cómo la piel reanimada cede ante su levísima presión, casi podría describir el peso, el calor. ¿Es esto real? No sabe qué responderse, pero justo cuando el animal escapa, probablemente en busca de ramas más fértiles, Alba siente su cuerpo entero envuelto de capilares vibrantes.
Casi sin parase en los semáforos, Alba vuelve corriendo a casa. Cuando entra, Manuel está en la cocina, frente al fregadero, pelando unos ajos para hacer vichyssoise. A través de la ventana, una luz cruda ilumina su espalda. Estrena un jersey de lana naranja, regalo de las últimas navidades.
Alba respira profundo y, haciendo el menor ruido posible para no estropear la ocasión, tira con cuidado del guante y descubre su mano izquierda. La piel, aunque más recuperada, todavía luce las cicatrices arrugadas de algunos cortes y arañazos. Alba se acerca al fregadero, apoyando apenas la punta de los pies, y cuando ya está a solo unos centímetros de Manuel, estira los dedos y coloca la mano izquierda en el mismo centro de su columna vertebral.
Un segundo, tres segundos, diez segundos, Alba se concentra y al llegar a los veinte ahí está, empieza a sentir las hebras ásperas de la lana. Enseguida, la mano baja por la espalda como una araña delicada y Manuel, sorprendido, se deja hacer. Los dedos cruzan los límites de la ropa, empiezan a caminar trémulos sobre la piel caliente. La palma débil y malnutrida, la palma muerta y revivida, la palma marcada como un preso por un niño de cuatro años se arroja sobre la espalda desnuda. Un segundo, tres segundos, diez segundos. Alba respira fuerte, hunde las yemas agrietadas. Veinte segundos, veinte cinco, treinta. Alba se concentra, intenta domesticar sus dedos caprichosos, aprieta. Cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta. “Amor, me haces daño”, se queja Manuel, pero ella no lo escucha, solo empuja, empuja hasta que le tiemblan los dedos. Cincuenta y cinco, sesenta. “Para”, grita él. Alba aprieta los dientes, aparta la mano izquierda, bajo ella la piel roja, suplicante de Manuel, la huella en la espalda de sus cinco dedos como cinco flores cortadas.