Flores para el bailarín

Xita Rubert

Julia estaba convencida de que el hombre subido al tejado de la casa de enfrente la miraba; no de modo permanente, pero sí cada ciertos segundos, y entonces, cuando cazaba los ojos también curiosos de Julia, él se quedaba quieto, inmóvil, como si quisiese asegurarse de que ella lo grababa en su memoria en aquella incómoda posición; como si hiciese falta que alguien —no necesariamente Julia— grabase los ojos, la cara, el cuerpo en equilibrio de aquel hombre.

Dentro de casa, Julia terminaba los preparativos. Su cometido era enviar un correo electrónico de último minuto a los invitados, cosa que ella no hubiera hecho, pero que su madre creía indispensable. Mientras escribía aquellas líneas —palabras familiares e impersonales a la vez— un sentimiento incomprensible le impidió continuar tecleando. Su humor antes de las fiestas que organizaban en casa era siempre alegre. Aquel pinchazo de ansiedad no tenía lugar. Para deshacerse de él, miró a través de la ventana. Fue entonces cuando vio a varios obreros en el tejado de la casa de enfrente; hombres que llevarían semanas trabajando en las obras de ese tejado, pero que solo ahora advertía Julia.

Desplazaban pequeños bloques de hormigón, cables de varios colores y grosores, ladrillos — algunos rotos, que manipulaban con más cuidado para no cortarse— y cajas con objetos dispares que Julia no alcanzaba a identificar. Los obreros ponían a salvo todas sus herramientas para que la lluvia no las mojase. Ellos, sin embargo, quedaban empapados. Iban y venían de un lado a otro del tejado, sorteando las tejas irregulares y resbaladizas, siempre con éxito y sin destreza, bajo un cielo inmenso y descolorido.

El obrero que miraba a Julia no llamó su atención porque la mirase, al menos no al principio, sino porque, a diferencia de los demás hombres, era el único que se movía en aquel terreno peligroso con cierta elegancia, esquivaba las tejas movedizas con esfuerzo pero también con discreción, sin grandes gestos que denotasen peligro o alivio por haber evitado un paso en falso, resbalarse, caer. Julia tuvo la repentina certeza de que el hombre conocía la ley dorada del ballet: el cuerpo no lo debía sostener la superficie en que se posaba; el cuerpo lo sostenía otro cuerpo interior e invisible; el esqueleto estaba en secreto control de sí mismo; las piernas pisaban el suelo pero podrían, si fuese necesario, concentrar todos sus músculos y echar a volar. Y —este era el quid de los festivales en los que Julia bailaba— los espectadores no percibían el sufrimiento, no sospechaban el esfuerzo que suponía aquella aparente ligereza sobre el escenario. Julia sabía que esa belleza solo era espejo del dolor, y no de la facilidad, o peor aún, de la felicidad, como creían quienes aplaudían en lugar de llorar cuando terminaba el espectáculo.

Miraba al hombre sortear las tejas con aquella maestría familiar, y deseó poder atravesar la ventana, encaramarse al tejado fustigado por la lluvia, decirle que una espectadora reconocía su arte.

De pronto se le reveló la causa de su extraño malestar. Acababa de resurgir en su memoria el mal trago de hacía una semana. Julia le había dicho a Fernando, de una vez por todas, que quería romper su compromiso, y Fernando había opuesto resistencia activa al «no entender por qué». La razón esencial —razón que no había sabido explicarle hacía una semana, y que se presentaba ahora con total claridad— era que Fernando se creía el único ser sufriente del escenario y, por extensión, de la tierra y de las galaxias. Solo así —se decía ahora Julia— se explicaba su permanente gravedad, sus bucles de mal humor, sus largos discursos sobre sus orígenes en un pueblo extremeño sin nombre, y sobre la «corrupción» que «su alma» sufrió en el ballet de Nueva York: en cualquier rincón del mundo encontraba algo a odiar, algo ideado (normalmente por «el sistema») para hacerlo sufrir concretamente a él, que estallaba en comprometidas y vacías declaraciones políticas. Solo así se explicaba la ausencia total, en los tres años que lo había conocido, de curiosidad, de siquiera consideración de la posibilidad de que Julia —o no necesariamente Julia, sino cualquier otro ser— conociese también el dolor, experimentase frustraciones en silencio, viviese y bailase montada en tejas movedizas, bajo un duelo inmenso, descolorido a veces pero vivo, punzante, hoy.

Fernando ignoraba que todos, bailarines y espectadores, eran esqueletos en guerra sosteniendo cuerpos en paz. Por esa razón, pensó Julia en cuanto se dio cuenta de estas cosas, no era un buen compañero ni un buen bailarín. Al principio, tras cada actuación ella solía acariciarle la cara, era un automatismo: trataba de recuperar algo, a alguien, que no estaba en aquellas mejillas llenas de quejas chirriantes, de frases innecesarias, porque seguramente no estaba en ningún lado.

¿Qué importancia tenía ahora todo aquello? Tan rápido como comenzaron estos recuerdos se difuminaron. Su atención se concentró de nuevo en el hombre del tejado. Ah, no cabía ninguna duda, él sabía que no era el único hombre desdichado y, precisamente por eso, no se le ocurría aburrir a los demás —ofender a los demás— con la expresión odiosa de su dolor, tensando las arterias de los corazones que lo observaban, ya abarrotadas y tensas por sí mismas. En efecto, pensó Julia, cada vez de modo más consciente: solo podía amar a los hombres y a los bailarines que sabían fingir felicidad, porque solo estos adivinaban que todos conocemos el sufrimiento.

Los hombros empezaban a entumecérsele. Por más que desease entregarse a la fantasía de escalar al tejado de enfrente y hablar con los obreros, sabía que debía terminar el correo y acabar de distribuir las butacas de la sala principal. Oía los pasos serenos de su madre en el comedor, el chin-clic-clac de los cubiertos colocándose en la mesa, y hasta un tenue titubeo que reconoció como la melodía del último espectáculo. A su madre se le había quedado grabada en la cabeza y, cuando sucedía esto, siempre la cantaba hasta el final. Julia se permitió quedarse ante la ventana un rato más. Si su madre estaba cantando, eso significaba que no era requerida con tal urgencia en los preparativos.

Fue entonces cuando advirtió la mirada — no solo el cuerpo, o el esqueleto— del hombre. La lluvia insistente que los separaba emborronaba cualquier visión nítida, y ella estaba demasiado lejos para distinguir sus rasgos exactos —la redondez de la barbilla, el cuello corto y robusto de tortuga—, pero lo bastante cerca para reconocer, o intuir, que su pupila estaba fija en la de ella; y no por casualidad, o cansancio, o siquiera curiosidad. Era como si el hombre le pidiese algo a Julia. Era una súplica sin palabras, y por supuesto sin emoción; era la súplica del bailarín, el ruego de la belleza, que pide que se le reconozca. ¿Que se le reconozca por qué? Julia sabía que no debía apartar los ojos del hombre: que, por alguna razón todavía oculta, ella debía ofrecerle su mirada cuando este le entregase la suya. Que el tiempo no importaba, ni el objeto de aquel intercambio. Que debía grabar aquellos rasgos indefinidos, anónimos, en algún lugar de su interior. Julia sentía con intensidad que aquel era su cometido.

—Oye, ¿has terminado el correo? Tu madre se va a matar moviendo esas butacas ella sola.

La voz autoritaria de Jonás volvió a despertar el pinchazo de ansiedad apaciguado. Sabía que su madre tampoco lo soportaba, aquel tono, pero por alguna razón cobijaba a Jonás en casa y se acostaba con él y dejaba que holgazanease en calzoncillos en el sofá por las mañanas, cuando Julia y su madre ya estaban trabajando, ahora que habían vuelto a trabajar, aunque Julia no volvía aún a su casa porque Fernando insistía en quedarse allí hasta final de mes. Cerró los ojos para reprimir una contestación injusta al reproche de Jonás, y se imaginó, como solía hacer, completando pasos de ballet: primera posición, battement, demiplié, primera posición. Mientras bailaba aun sin bailar, Julia olvidó al novio —o entretenimiento, o salvavidas temporal— de su madre, pero cuando devolvió la mirada a la ventana odió repentinamente a Jonás: en el lapso de aquella absurda orden los hombres habían dejado de caminar entre las tejas. ¿Habrían terminado la jornada laboral? Eran casi las siete de la tarde. También a las siete estaba convocada la velada en casa de Julia. Terminó de escribir el correo, lo envió a la lista de invitados y sintió una tristeza sin nombre el día de su cumpleaños.

La tristeza no duró. Nada aquella tarde iba a durar, ni siquiera la lluvia. Pero Julia sentía, contra todo plan y todo pronóstico, que ella permanecería allí, mirando al hombre al que ya no veía. De pronto su cabeza reapareció, era él. Ahora que la lluvia amainaba pudo ver cómo la ropa mojada se le había ceñido al cuerpo. Por el ángulo desde donde Julia observaba solo alcanzaba a ver un faldón del tejado; por el faldón opuesto el hombre ascendía hacia el vértice, de modo que desde la perspectiva de Julia parecía como si el cuerpo del hombre naciese y creciese desde el propio tejado, hasta que llegó a la cima y, de nuevo, comenzó a actuar como el bailarín que era. Algo le debieron decir sus compañeros —algo que Julia no escuchaba ni veía—, porque mientras se acercaba al vértice volvía la cabeza y abría la boca como si gritase alguna contestación imprecisa, o como si les dijese que no los oía bien, que qué decían. A Julia le pareció que le habían encargado recoger una caja suelta en la parte del tejado visible para ella, porque ahora el hombre descendía en busca de esta. Fue entonces cuando volvió a mirar hacia la ventana de la habitación de Julia. La encontró allí, en la misma posición, dispuesta a observarlo coger la caja, dar media vuelta, alcanzar la cima del tejado otra vez y desaparecer del mismo modo en que había resurgido; y, con un poco de suerte, volver a verlo al día siguiente. Los ojos del hombre, igual que hacía un rato, no se concentraban en los de Julia durante mucho tiempo, su principal misión era llegar hasta la caja sin resbalarse por las tejas y, sobre todo, guardando su compostura de bailarín. Como sus movimientos eran lentos, Julia se deleitó observando los brazos, los músculos de las piernas, el cuello en tensión. No sentía vergüenza. No había impedimentos, incomodidad de ningún tipo. El hombre quedaba impreso en su memoria y aquello parecía ineludible, obligatorio. Pero de pronto él ya no le devolvía su atención y, como si mirar con insistencia provocase la mirada del otro, Julia achinó sus ojos y los plantó con violencia en el rostro del hombre. Nada sucedió durante unos segundos, hasta que nació en ella un presentimiento terrible: Julia advirtió la mirada trastocada de él, la boca abriéndose y cerrándose casi contra su voluntad, las cejas en alto sin intención, los ojos fijos en un punto no muy lejano, cada vez menos lejano, pero que Julia no podía ver por mantenerse quieta en la cara del hombre. Ahora que las nubes comenzaban a disiparse y revelaban franjas de cielo, una sombra alargada cubrió la parte del tejado en que se movía el hombre; este hizo amago de agacharse, respondiendo a un impulso demasiado lento, o demasiado complejo al deber mantener sus pies fijos entre dos filas de tejas para no caer. Trató de esquivarla, pero la enorme grúa naranja noqueó la cabeza y, con ella, los brazos, los músculos de las piernas, el cuello en tensión del bailarín. Julia sintió un golpe intenso en la sien. Alcanzó a ver cómo el cuerpo del bailarín resbalaba por la parte del tejado que daba a la casa de Julia, quedaba encallado en el conducto de agua, solo durante unos instantes, antes de desprenderse como si aquel hubiera sido siempre, desde el principio, su fin.

Aproximadamente una hora más tarde, algunos invitados se reían en el salón. Julia no creía que la muerte les fuese ajena —sin duda tenían padres, y habrían tenido abuelos— pero, en general, se habían vestido con demasiado mal gusto —colores demasiado vivos, otros demasiado formales y solemnes— como para creerlos verdaderamente conscientes de la muerte. Los amigos de Julia, los de su edad, siempre llegaban un poco más tarde de la hora acordada, no como los de su madre, puntuales. Uno de los segundos llegó con un ramo de flores enorme, chispeante, y sin que Julia pudiera detener su paso se acercó a ella, se le paró enfrente, demasiado cerca.

— Flores para la bailarina —dijo el amigo de su madre, cuyo nombre no recordaba.

—Son tan bellas que parece que hubiera muerto, como si en lugar de mi cumpleaños fuese mi funeral.

Las palabras de Julia hicieron que la sala, ya casi llena, quedara en silencio. Su madre fue la primera en emitir una carcajada. Esto ayudó al resto a interpretar aquel comentario como el extraño humor de Julia, la hija bailarina de Helena. Julia no había pretendido bromear, pero se unió a la risa colectiva. Luego se fue a colocar las flores a su habitación, al lado de la ventana, a través de la cual miró una vez más antes de apagar la luz. De vuelta por el pasillo alargado, le pareció oír la voz de Fernando entre las demás y atajó por la cocina, donde se paró un momento para decidir si salir a la calle por la puerta trasera que daba al ascensor o volver al salón. Se mantuvo quieta, inmóvil, con una mano apoyada en la repisa de mármol, y escuchó cómo un grupo comentaba la caída mortal de un hombre:

—Justo aquí, en la misma calle, os lo prometo, he preguntado a las personas que estaban ahí amontonadas. Hay policía y ambulancia y demás. Oye, no les digáis nada a Helena o a su hija… Hoy no…

Julia casi sonrió. Sintió ternura hacia aquel ser ingenuo que deseaba protegerlas de visiones e imaginaciones tristes, que aconsejaba a los demás invitados no decir lo que ellas mismas ya, por voluntad propia, callaban y reprimían. Su madre, aunque no solía moverse del salón como sí lo hacía Julia, experimentaba también en ocasiones festivas deseos de huir. Hacía una hora, había oído a su hija pegar un grito desde su habitación, y había acudido inmediatamente. Y Jonás también, pero más lento, murmurando algo, arrastrando los pies por el pasillo, todavía en calzoncillos. Hoy, además del cumpleaños de Julia, en el salón se celebraba el nuevo poemario de Helena, Fernando y Jonás y cientos de otros Fernandos y Jonases abarrotaban el piso recién renovado, en sustitución de lo insustituible, del único hombre que Julia y Helena querían allí, el que no iba a venir, el que bailaba ya sobre otro escenario, tal vez solo o acompañado, con público o sin él, en una casa menos poblada y menos vacía que aquella.

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