Fin de fiesta

Por Gabriela Urrutibehety

Se despertó cuando un rayo de sol le daba justo en un ojo. Le dolían la garganta y

el estómago. Se arrastró hasta el baño y se metió bajo la ducha fría: fue como si le

pegaran una patada en la cabeza. Pensó que iba a vomitar pero no llegó a tanto. De

a poco, el agua le fue acomodando la percepción del mundo. En el espejo vio un

surco negrísimo de rímel que se diluía en sus ojeras. Se refregó la cara con la toalla

y la arrojó al canasto de la ropa sucia. Le pareció que aterrizaba sobre ropa interior

de una desconocida pero dejó para más tarde la tarea de averiguarlo.

El living era un desastre de platos sucios, vasos derramados y restos de comida. Caminó

hacia la cocina zigzagueando para no lastimarse con vidrios rotos o resbalar en restos de

mayonesa. Se tropezó pero logró agarrarse de un sillón. Con una rodilla en tierra vio

que el obstáculo era una sandalia de mujer. Blanca, con tiras finas y una plataforma

altísima. Se sentó en el suelo para probársela: le sentaba perfecta. Se agachó para

buscar la compañera. La encontró detrás de la mesa ratona, calzada en una pierna sin

dueño. Tiró de la pierna: terminaba un poco más arriba de la rodilla.

Le costó desprender la sandalia izquierda del pie. Finalmente saltó la presilla y se la

pudo poner. Tratando de mantener el equilibrio con los zapatos nuevos, con la pierna

ajena bajo el brazo buscó una bolsa de residuos. Las puertas del bajomesada estaban

abiertas, el tarro de basura volteado. Esquivando charcos amarillentos alcanzó el tacho

y puso en él varias latas abolladas y dos ojos, uno celeste y otro marrón. La pierna no

entró aunque forcejeó un rato, por eso sacó de un cajón otra bolsa negra más grande y la

arrojó allí.

Con la mano derecha se sirvió un vaso de agua y con la izquierda cargó con detergente

la esponja amarilla y verde. Como una topadora tiró en la pileta los cubiertos que

ocupaban toda la mesada. Se le fueron dos dedos meñiques, uno con las uñas pintadas

de violeta. Logró rescatarlos antes de que le taparan la cañería.

Buscó la pava para hacerse un café. La encontró en la maceta del helecho que le había

mandado la tía Roberta. Le costó un poco desprender la oreja que estaba aferrada a la

tapa con una sustancia chiclosa y casi se hace un tajo tratando de desprenderla con un

cuchillo. Trató de recordar si su madre sacaba los chicles del guardapolvo del colegio

con alcohol o con hielo. Decidió seguir con el cuchillo porque hielo no debía quedar

más y de sólo pensar en la palabra alcohol sentía náuseas. El chicle y la oreja que tenía

pegada salieron disparados en el tercer golpe y quedaron bajo una silla de jardín que no

reconoció. Primero se imponía un café, después ya vendrían la escoba y el trapo de piso,

se dijo.

Tazas limpias quedaban dos en la alacena y esa sorpresa le alegró la mañana. Juntó

cuatro dientes, un pezón muy oscuro y dos narices antes de dar con el frasco de café. Elolor que se derramó por todo el departamento la puso en órbita y la devolvió al mundo

cotidiano.

Tres brazos –dos desnudos y uno con una manga estampada en naranja y azul- estaban

apoyados en la pared del lavadero, muy acomodaditos. Creyó recordar que había tenido

un impulso de limpiar cuando se fueron los últimos pero que el sueño la venció y dejó

todo a medio hacer. Sin embargo, sospechó que había sacado una bolsa llena de platos

descartables –gran invento- y varias cabezas. Seguramente ya el encargado se habría

llevado todo, lo que significaba que no volvería a pasar hasta el día siguiente: tenía todo

el tiempo del mundo para dejar la casa impecable.

Corrió un torso y dos penes y se acomodó en el sillón rojo a mirar el mediodía. El

estómago se le movió de sitio y lo sintió en la garganta en cuanto las nalgas rozaron la

tela. Inspiró y espiró varias veces y los pulmones lograron que el reflujo bajara y

volviera a su lugar. Cerró los ojos y unos cuadraditos de colores empezaron a flotar en

la oscuridad. Sintió que eso era bueno. Volvió a inspirar y los brazos se le abrieron solos

empujados por las costillas. Los sostuvo en el aire, colgados de las palmas hasta que un

calambre le cortó a la altura de la mitad del bíceps derecho. Las manos se

desparramaron: una, sobre un almohadón, la otra sobre algo viscoso y frío. Una nueva

oleada le puso el hígado a la altura del pecho, pero eso le alcanzó para atajar los

tímpanos que amenazaban iniciar un chirrido.

Abrió los ojos y aparecieron las uñas de sus pies sobre la mesita ratona. Separó el dedo

gordo y, a través de esa fisura, enfocó el ventanal. Desde esa posición, lo que se veía

más allá del vidrio aparecía algo desacomodado. El paredón al que daba su balcón era lo

suficientemente bajo como para que se adivinara algo de la calzada y una vereda de la

calle transversal. Aplanó los párpados para volver a enfocar. El borde del balcón

deglutió la copa de un jacarandá.

Inspiró. Espiró. Inspiró. Espiró.

Lavandina y puerro: eso creyó discernir como parte de la ráfaga que le llegó desde la

derecha. Se felicitó por la lucidez que le permitió analizar la composición del olor antes

de que se fuera por la ventanita de la cocina. Le quedó un resto pegado en la rodilla

izquierda pero no terminó de darse cuenta si se trataba de aceite de máquina o penicilina

en descomposición.

Inspiró. Espiró. Inspiró. Espiró.

Abrió el ojo derecho. De un manotón, logró que la vereda se aplastara contra el marco

del ventanal y se deslizara, como un moco pegajoso, hasta derramarse en la alfombra.

Sin pararse, pateó unas esquirlas de adoquín que terminaron contra el zócalo del

pasillito del baño.

Dos broches de colgar la ropa planearon con un repasador adosado y, cuando se

instalaron sobre el paredón, salió por el balcón el mueble que tenía las copas y barriócon la ventana del 6° piso del edificio de enfrente. Dos nubes arrastraron un paragolpes

oxidado hacia la izquierda, sacándolo de foco. No creyó necesario moverse para ver a

dónde caía.

Un chillido creció hasta apoyarse en el cielorraso, entre dos moscas y un agujero con

forma de hernia umbilical. El olor estacionado en la rodilla saltó hasta el picaporte de la

pieza.

Parpadeó para acomodar la vista pero sólo logró que la distorsión se apoltronara lo más

oronda.

bajo como para que

Sus pulgares iniciaron un movimiento espástico simultáneo marco del ventanal y se

desl y las uñas pintadas salieron al balcón coloreando de verde el espacio visible.

del balcón deglutió la

Cada tanto, un objeto –un cactus, un tendedero, dos sifones, una tortuga, tres apliques

de luz, una manguera– cruzaba el telón verde en fuga hacia arriba o abajo o en espiral

hacia un interior que, como le dolía la cabeza, no podía definir.

zócalo del pasillito del baño

Desde afuera llegó un bocinazo. La musiquita de Crónica, alerta, último momento.

Muchaaaachooss. Como un gusano se arrastraron los dos tímpanos hacia afuera, por el

laberinto de los pabellones auriculares y el zumbido creció hasta acolchonar la

habitación entera y dejarla en silencio total. Dos reverberaciones alteraron un poco el

estado de privación fónica, pero no duró tanto como para preocuparse.

Sintió que estaba deshidratándose y que tendría que caminar hasta la cocina a buscar un

vaso de agua. O tal vez un poco de hielo o incluso unas rodajas de pepino para los

párpados, como se ve en las películas.

por el balcón el mueble

Pero el cielorraso empezó a descascarse y por el agujero de la lámpara se empezó a

colar una gota de agua

y después otra

y otra más.

hacia arriba o abajo o en espiral

Cuando se transformó en un chorro continuo pensó que

le dolía la cabeza

estaba muy bien dejarse ir hacia donde la corriente quisiera. Lo primero que se leescurrió fue el páncreas. El hueso esfenoides cayó como plomo sobre los mosaicos y el

viento que removió la cortina lo arrastró hasta que se lo chupó la rejilla del baño.

Se despertó porque el justo en

                                                                      los ojos.

Después, el ventrículo izquierdo del que colgaba algo parecido a una hilera de pestañas

empastadas de rímel se dio a la fuga

El hueso esfenoides cayó como plomo sobre los mosaicos y el viento que removió

la cortina lo arrastró hasta que se lo chupó la rejilla del baño.

Tuvo un minuto –quizás una hora- de indecisión: tal vez podría empezar a angustiarse o

buscar alguien que le indicara cómo proceder. Pero decidió que todo estaba bien.

¡¡¡MEJOR QUE MEJOR!!!

Y se fue dejando escurrir, diluir,

frav///ar ,

                           mi?@&ar,

                                                      d3rr2aMar

feliz,

has

ta

q

u

e

Top