Equipaje de mano
Vine a Estados Unidos, hace ya un par de décadas, porque quería ser poeta. Llegué con planes de pasar en Ohio uno o dos años, trayendo conmigo una única maleta que contenía mis libros preferidos, el borrador de un poemario propio y algo de ropa de abrigo, equipaje a todas luces insuficiente —como en seguida supe— para sobrevivir en los despiadados inviernos del Midwest. No vine a este país porque creyera que Estados Unidos fuera un lugar especialmente acogedor para la poesía. Mi motivación era otra: romper el cascarón de una vida que no solo presentaba nulas oportunidades laborales una vez terminada la carrera universitaria, sino que además ofrecía, desde mi punto de vista, pocos alicientes interesantes que pudieran inspirar la escritura poética. No sé si tenía razón en creer que vivir en el extranjero me llevaría a ser mejor poeta, o si era poco más que un delirio propio de una veinteañera con aspiraciones literarias, pero lo cierto es que a los dos libritos que había escrito durante mis años de estudiante universitaria en Alicante siguió rápidamente un tercero, Correspondencia atrasada, escrito durante mi primer año en la universidad de Ohio State, en la ciudad de Columbus. Cuando llegué, alquilé un minúsculo apartamento cerca de la universidad, un estudio viejo y deslucido con más cucarachas que muebles y ninguna decoración. Recuerdo que había un vistoso teléfono rojo y negro sobre una cómoda con el que me comunicaba con mi familia, en una época en que algo llamado “internet” estaba empezando a dar sus primeros pasos y aún no teníamos correo electrónico. Decidí decorar las paredes desnudas de mi apartamento con los poemas que traía en la maleta, borradores impresos para un futuro libro. Los colgué con chinchetas y los releía una y otra vez, obsesivamente, unas veces en silencio y otras en voz alta. Practicaba entonación y decidía qué palabras o qué versos enfatizar según mi estado de ánimo cada día. Aquellos poemas se convirtieron en los paisajes sobre los que descansaban mis ojos: el texto que hablaba del mar me hacía evocar la costa alicantina que tanto echaba de menos; los que hablaban de mis amigas, me ayudaban a imaginarlas y a recordar nuestras risas y confidencias, mitigando así la soledad de los primeros meses. Los poemas que escribí entonces contenían la brutal nostalgia de aquellos momentos, en que alejada de familia, de amigos, incluso del idioma propio, añoraba de manera enfermiza el mar y sentía una intensa sensación de asfixia en aquella ciudad enclavada en el centro de Ohio y a miles de kilómetros de la costa más cercana. Me refugié en la poesía vertiendo en ella el torrente de sentimientos que experimentaba día a día, las lecturas que hacía, la saudade, la angustia existencial y la incertidumbre sobre el futuro que me acompañaban constantemente, pero también el resquicio de felicidad que brotó del enamoramiento, algo que inesperadamente me sucedió entonces. Todo ello tomó forma en Correspondencia atrasada, poemario que envié a un premio y resultó ganador, publicándose poco después con la editorial Pre-Textos, un salto importante sin duda para una poeta novel y que habría de suponer un acicate definitivo a mi impulso de escribir.
Curiosamente, a pesar de la dureza de la separación de mi país de origen, creo que el aspecto que más ha moldeado mi escritura poética, siendo al mismo tiempo el más significativo y el más beneficioso, ha sido la distancia de España. Aunque pueda parecer paradójico, creo que escribo mejor desde una distancia que no es solo geográfica, sino que implica también un cierto estado mental. El resultado —al menos en mi caso— es una mayor libertad desde el punto de vista creativo, la no necesidad de congraciarse con nadie y el mantenerse al margen de polémicas, sin tener que declararse como perteneciente a uno u otro de los grupos que, especialmente durante los años 90, polarizaron el panorama poético de nuestro país llevándolo a veces hacia un callejón sin salida, donde o se escribía con o se escribía contra la corriente dominante. La mirada de quien estaba fuera, como en mi caso, era otra. Mi mirada era la de una poeta joven que leía poesía ajena a su tradición, que experimentaba, que frecuentaba festivales poéticos multiculturales en México, en la República Dominicana, en múltiples rincones de los Estados Unidos, entrando en contacto con una gran variedad de propuestas poéticas a través de un inmenso abanico de estilos y escrituras. La poesía española siguió siendo para mí una referencia, sí, pero tan solo una más entre las muchas otras voces que me fascinaban. Descubrí que la distancia, el viaje, liberan la mirada poética, llevándonos a buscar una escritura que quiere salirse de lo reduccionista del espacio conocido para plantear cuestiones más amplias, intentando llegar a lectores de todas partes y toda raíz. Al mismo tiempo, el ser extranjera y vivir en un entorno al que no sentía pertenecer plenamente me llevó a la autorreflexión, a la articulación de una voz poética que explora la observación de mí misma como un pez fuera del agua que aprende a respirar en el nuevo espacio. La urgencia de saber quién soy y cuál es mi lugar en el mundo ha emergido y emerge repetidamente en mis poemas, forzándome continuamente a considerar mi identidad, teniendo en cuenta todas las piezas del puzle que componen y se alían para tejer mi escritura poética:
En la oficina de inmigración,
al rellenar formularios
quieren saber el color de mis ojos.
También el de mi pelo. Por último
me ofrecen varias casillas para que indique
sin más rodeos, cuál es mi raza: ¿Blanca?
Sería difícil resumirles la historia de España
y explicarles que no soy blanca ni negra,
que estoy hecha de sangres y de pueblos distintos;
que mi nariz es judía, mis rasgos tal vez árabes
y mi apellido, Moreno, posiblemente castellano.
(…)
La visita a lugares distantes y el retorno a lugares familiares tienen en mí un mismo efecto: la meditación sobre la naturaleza de la existencia, los resortes que mueven el universo, y en última instancia, la relación del yo poético con ese universo: «Un banco a la sombra, la madera húmeda, los pájaros./ Te preguntas cuál es tu lugar en el mundo./ Sigue rezando por ti la cigarra».
Retrospectivamente, creo que el ambicioso plan trazado a los veinte años de hacerme poeta ha dado sus resultados. Hoy cuento con un buen puñado de libros que he tenido la suerte de poder publicar, algunos estudios sobre ellos, algunos premios, y con un modesto pero fiel grupo de lectores. Imagino que de haber permanecido en España después de terminar la carrera universitaria, o de haber regresado tras algunos años, habría continuado escribiendo, puede que con buena fortuna. Puede que para ahora estuviera mejor conectada en los círculos poéticos, que incluso hubiera conseguido premios de mayor renombre, o que mis poemas se entendieran mejor por el público español. O tal vez no. Lo cierto es que no sé cómo habrían sido los libros que habría escrito desde la permanencia, esos libros que nunca verán la luz y que quedarán para siempre en el espacio de lo que hubiera podido ser. Solo sé lo que he aprendido escribiendo desde el margen, desde esta distancia que habito y que me permite mirar con claridad, equivocarme y seguir, y ante todo escribir desde una total libertad y con un punto de serenidad en los que me reconozco. La poesía sigue siendo el equipaje de mano que llevo conmigo a todas partes, y sin el cual no me encuentro ni consigo interpretar el mundo que me rodea. Es a través de la escritura que intento superar mi relación de amor-odio con la distancia geográfica de los lugares y personas que amo, aprovechando al máximo la libertad creadora que mi condición de habitante entre dos mundos me proporciona.