El material humano o la autoficción de un escritor impertinente

Julie Marchio

El verbo “investigar” y su sustantivo “investigación” son para mí el hilo de Ariadna de la corta novela El material humano publicada en 2009 por el escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, un aspecto hasta ahora poco tratado en los numerosos artículos académicos que se interesaron en esta obra. La ficción toma como punto de arranque un hecho real que marcó la historia reciente de Guatemala: el descubrimiento fortuito en 2005, a raíz de una explosión, del Archivo Histórico de la Policía Nacional (AHPN) almacenado en un edificio de la zona 6 de Ciudad Guatemala, un antiguo hospital militar que sirvió de centro de detención y de torturas durante el conflicto armado, un espacio conocido también como la “Isla”. El descubrimiento de esta documentación histórico administrativa que contiene más de 60 millones de folios que cubren un período de más de un siglo (1890 hasta 1997) –según los expertos encargados de su clasificación, conservación y digitalización–[1], constituyó un verdadero destape de la memoria en la sociedad guatemalteca que hasta ese momento se había caracterizado por una política de “borrón y cuenta nueva” en nombre de una supuesta “reconciliación nacional”, a pesar de las recomendaciones formuladas por la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH) en su Informe de la Verdad “Guatemala, Memoria del Silencio” (1999).[2] De ahora en adelante, este archivo custodiado por la Procuraduría de Derechos Humanos significaba para las víctimas y sus familiares la posibilidad de establecer una verdad completa –incluyendo los nombres de los responsables a diferencia del informe de la CEH que había decidido mantener el anonimato– y de reunir pruebas materiales –cuya existencia siempre fue negada por los militares y la Policía– con el fin de enjuiciar a los culpables. Y para éstos, en cambio, el archivo hacía peligrar la impunidad de la que se beneficiaban hasta entonces.

La portada de la novela presenta una reproducción de un documento sacado de este archivo, una fotografía de un hombre –irreconocible por las múltiples mutilaciones que conoció el soporte tachado y desgarrado– encima de la cual aparece dos veces la palabra “investigación” con dos grafías diferentes, la primera mecanografiada y la segunda con letra manuscrita. Desde el umbral del texto que cumple con una función programática, la repetición ya parece remitirnos a la polisemia alrededor de la que se construye el texto, entre investigación policial e investigación jurídica, entre represión del pasado y construcción de la memoria histórica en el presente. Pero, todavía falta un tercer registro, la investigación científica que aparece bajo los rasgos del narrador protagonista Rodrigo Rey Rosa, un escritor guatemalteco deseoso de “conocer los casos de intelectuales y artistas que fueron objeto de investigación policíaca –o que colaboraron con la policía como informantes o delatores– durante el siglo XX” (12). Dicho de otro modo, el AHPN se sitúa en la encrucijada entre represión, memoria e historia.[3] Y como lo recuerda el historiador Arturo Taracena, historia y memoria no sólo distan de ser sinónimos sino que más bien suelen entrar en competencia, sobre todo en el caso de la historia del tiempo presente:

La historia explica al mundo, pero no necesariamente lo redime, mientras que la memoria sí tiende a hacerlo. Ese es el poder de esta última y, al mismo tiempo, la trampa para quienes acudimos a ella como fuente histórica. La memoria debe de ser un puente para la historia de calidad y no sustituirla (“Historia” 6).

Precisamente me parece que la novela se articula en torno a una relación de fuerzas entre historia y memoria en la interpretación del pasado. Así entiendo el forcejeo que se da entre el personaje escritor intelectual por un lado y los archivistas encargados de transformar las entrañas del horror en lugar de memoria por el otro. Ya desde las primeras páginas, el narrador protagonista se sitúa en una posición de exterioridad con respecto al activismo a favor de los derechos humanos desarrollado por el personal del archivo –familiares de víctimas, sobrevivientes, exguerrilleros o miembros de diferentes ONGs cuyo objetivo es reunir pruebas para que la justicia pueda condenar a los responsables y resarcir a las víctimas y sus parientes–. De hecho, no sin un deje de ironía, el Rodrigo Rey Rosa de la novela se imagina que éstos lo “veían como a un turista o a un advenedizo incómodo” (14). Los separan a la vez este largo período de exilio voluntario que conoció el personaje escritor durante los años más sangrientos del conflicto armado y la clase alta a la que pertenece en la sociedad guatemalteca[4] –dos aspectos que coinciden con la biografía del autor de carne y hueso–. Si bien se presenta a sí mismo como un simpatizante de los movimientos de izquierda y tiene empatía para con los afectados por el Terrorismo de Estado, su proyecto al acercarse al archivo no se funda en el compromiso político sino en el simple deseo de saber y comprender. Ni siquiera su interés se orienta hacia el período específico del conflicto guatemalteco sino que quiere rastrear las relaciones que mantuvieron los intelectuales de su país con el poder a lo largo del siglo XX como ya lo dijimos. A pesar de la imposibilidad de llevar a cabo su investigación inicial dado el estado de caos en el que se encuentra la documentación allí almacenada, explica –no sin cierta provocación– que:

Comencé a frecuentar el Archivo como una especie de entretenimiento, y según suelo hacer cuando no tengo nada que escribir, nada que decir en realidad, durante esos días llené una serie de cuadernos, libretas y hojas sueltas con simples impresiones y observaciones (14).

Y finalmente, afirma que después de tres meses de visitas diarias “las circunstancias y el ambiente del Archivo de la Isla habían comenzado a parecerme novelescos, y acaso novelables” (14). Por lo tanto su intención es convertir al material humano contenido en el archivo en material histórico o material ficcional, es decir tratarlos en ambos casos con distancia, una noción que se aleja de la de memoria caracterizada por su carga afectiva y emocional. Y la distancia cobra rápidamente un cariz crítico que algunos podrían considerar impertinencia con respecto a los discursos ideológicos que se enfrentaron durante el conflicto armado y que siguen imponiéndose en la posguerra, también en el espacio del AHPN. En efecto, el Rodrigo Rey Rosa personaje no duda en poner sobre el tapete aspectos muy polémicos con respecto al papel de la guerrilla por ejemplo. De este modo, se atreve a cuestionar en el presente sus estrategias del pasado:

Durante una sesión dedicada a las preguntas, cometí el error de hacer la siguiente:

Dado el hecho de que la base de la pirámide social guatemalteca son los indígenas, podía justificarse una lucha revolucionaria en su favor; pero como la mayor parte de los campesinos mayas son analfabetos, puede deducirse que no compartían la ideología marxista de los líderes revolucionarios. A la hora de tomar la decisión de cambiar “el escenario de combate” –después de la experiencia vietnamita y conociendo la nueva estrategia contrainsurgente de “quitar agua al pez”– era natural pensar en el posible riesgo de una reacción del Gobierno que decidiera el exterminio de amplios sectores de la población indígena. ¿Fue esto –el hecho de poner en peligro de exterminio a ese sector particular de la población– objeto de debate? (46)

El narrador tampoco duda en recordar los actos de secuestro a los que se libraron algunos grupos revolucionarios guatemaltecos para autofinanciarse y se interroga asimismo sobre la censura ejercida por algunos archivistas que mutilan ciertos documentos al arrancar páginas o tachar nombres, quizás se pregunta para sí mismo el personaje, con el fin de ocultar sus propias responsabilidades durante el conflicto. Y como, era de esperar, esta actitud políticamente incorrecta con respecto al pasado revolucionario lo lleva a ser excluido del archivo de la Isla custodiado en parte, por exguerrilleros. Así justifica el director de la institución la suspensión del narrador:

Me explicó también pormenores del “malentendido” que causó la suspensión de mis visitas al Archivo; habló de resquemores, de “canales”; de problemas de confidencialidad y celos profesionales, de asuntos de seguridad. No convenía por ejemplo –me dijo–, que al referirme a lo que hacía en el Archivo, yo usara la palabra “investigación”. Nadie, aparte del equipo de la Procuraduría propiamente, tenía autorización para hacer allí ninguna clase investigación. Entre los miembros del equipo, había estudiantes de historia, de ciencias políticas, de leyes, que habían solicitado permiso para usar documentos del Archivo en sus tesis o trabajos de campo, y todas las peticiones habían sido denegadas por el jefe (87).

Dentro de ese espacio que documenta la represión y que está ahora a cargo de los exguerrilleros, el narrador parece denunciar la imposibilidad de “investigar”, o sea la imposibilidad de distanciarse de los moldes ideológicos de la guerra para intentar acceder a una visión quizás más compleja del pasado, más allá de la bipolarización propia de la Guerra Fría y de la “teoría del sándwich”.[5] Por lo tanto parece afirmar que la historia no tiene cabida en el AHPN.

Pero, esta actitud abiertamente provocadora no se limita a poner en entredicho algunas vertientes del pasado revolucionario sino que tiende a la deconstrucción de los discursos institucionalizados en general. Es el caso de la figura de Miguel Ángel Asturias al recordar que en los años 1920 el futuro premio Nobel hablaba de la “degeneración del indio” (ver 114), aspecto consabido pero que sigue siendo tabú en Guatemala. Pasa lo mismo con la Revolución de octubre: el narrador no duda en seleccionar fichas del AHPN que muestran que los gobiernos revolucionarios ejercían también la vigilancia de la población (ver 21-34). Esta impertinencia asumida no sólo parece incomodar a los archivistas que acaban por denegarle la entrada sino que tuvo un impacto negativo en algunos lectores. En 2011, el periodista y escritor guatemalteco Arturo Monterroso publica en la revista Centroamericana de Milán un artículo titulado “Yo, el protagonista. La autoficción en una novela de Rodrigo Rey Rosa” en el que da a entender que la figura del narrador escritor ocupa demasiado espacio en la narración y que finalmente el motivo del archivo se convierte en un simple pretexto para abordar aspectos de la biografía del Rodrigo Rey Rosa de carne y hueso bajo el manto de la ficción. Huelga decir que no comparto este punto de vista. ¿Por qué recurrir a la autoficción para hablar de las batallas de la memoria del conflicto armado en el presente? ¿Será solamente como aparece sugerido en el artículo mencionado una manera de satisfacer una demanda del mercado vinculada con un efecto de moda? En mi opinión, El material humano que construye el relato a través del lente y del discurso de un personaje escritor guatemalteco que es el doble ficticio del mismo autor se interroga sobre el papel que desempeña la figura del intelectual en el contexto de posguerra y en la Guatemala actual. No en balde la escritura de la novela adopta la forma muy abierta de un diario compuesto de cuadernos y libretas que conforman los diferentes capítulos y subcapítulos. El lector se convierte en testigo del proceso de elaboración de la investigación / novela en curso. Allí, el narrador escritor va seleccionando y copiando de manera antojadiza, siguiendo la lógica del azar, fichas de identificación del AHPN, consigna apuntes de su investigación estableciendo listas de las profesiones de las personas fichadas, hace estimaciones y apunta las principales faltas de ortografía que cometieron los funcionarios de la Policía Nacional. Y en un mismo plano, en los mismos cuadernos, mezcla –sin transición– los documentos del y sobre el AHPN con detalles de su vida diaria (encuentros y desencuentros amorosos, cenas con editores y escritores) entrecortados con citas de numerosos autores como Voltaire o Borges y artículos de prensa, entre otras cosas. Esta escritura experimental cercana al collage o a la miscelánea –que constituye sin duda un guiño intertextual al Borges publicado por Bioy Casares citado varias veces en la novela– contribuye a desacralizar el archivo en general y el Archivo de la Isla en particular que se convierte en un material de trabajo bajo la pluma del escritor narrador aunque éste no deja de reconocer la importancia innegable del mismo, muy al contrario. Esta construcción híbrida tiende también a quitarle el brillo a la figura del intelectual de clase acomodada por el cotejo entre el horror contenido en el archivo y la futilidad de la cotidianidad de un escritor que vive en unas cómodas condiciones sociales que remiten a la imagen de la torre de marfil. Es que la novela no es complaciente con nadie, ni siquiera con el autor personaje que se presenta a sí mismo como un “diletante” (169).

“La narración se dispersa” avanza Augusto Monterroso en su crítica (126). Pero, finalmente ¿qué es lo que busca el narrador autor con esta escritura abiertamente provocadora que parece no tener rumbo fijo y reproducir la estructura del laberinto al que se ve asociado el AHPN desde las primeras páginas (recordemos que la persona encargada de hacerle la visita del archivo se llama Ariadna)? Como lo confiesa, “como en mi caso, nadie está ahí [en el archivo] de modo completamente desinteresado o inocente” (86). Yo diría que esta escritura errante constituye la metáfora de la búsqueda del lugar de enunciación de la (parte de la) intelectualidad guatemalteca en ese período de posguerra. “La única crítica de este poder es quizá la Historia: pero como la historia se escribe desde el presente, y así lo incluye, no es probable que pueda hacerse una crítica imparcial” (55) apunta el narrador en su diario citando a Borges. Esta frase nos recuerda el cambio epistemológico efectuado por la historiografía en los años 1960 al avanzar que cualquier interpretación histórica depende de un lugar discursivo que orienta la investigación, lugar llamado por Michel de Certeau “el lugar social del historiador” (ver 79-80). ¿Desde qué posición el intelectual de posguerra mira el pasado reciente del conflicto armado y cuál es su papel en el presente? Para zafarse de esta difícil interrogante, muchos historiadores cuyo país conoció una historia traumática en un pasado reciente prefieren orientarse hacia un período lejano en los años de transición política (ver Fernández Vega 53). Recordemos que el conflicto armado no parece ser el objeto específico de la investigación llevada a cabo por el autor personaje. Sin embargo, ésta viene a ser finalmente la cuestión que atraviesa el conjunto de la novela, lo no dicho que alimenta la escritura del intelectual a pesar suyo. Su impertinencia no remite solamente a una actitud crítica con respecto a las memorias en pugna en el presente sino que constituye una manera de afirmar, siguiendo la etimología del término, que él no pertenece a ninguna de las dos ideologías imperantes durante el conflicto, de asumir una posición más compleja. Al final de este recorrido inconcluso, el Rodrigo Rey Rosa de papel se topa con el Minotauro de sus propias contradicciones y de las contradicciones del pasado en general. A través de un autorretrato poco halagador, muchas veces irónico, que lo acerca más a un antihéroe que a un Teseo, el narrador escritor reivindica una posición en la sociedad que no responda a la lógica binaria: se puede pertenecer a la clase privilegiada, leer y frecuentar a los autores de la República Mundial de las Letras y asumir posiciones de izquierda.[6] El secuestro de su madre por la guerrilla es uno de esos nudos contradictorios:

Debo decir que la posibilidad de que los secuestradores de mi madre fueran guerrilleros y no policías no dejó de desagradarme, pues, aunque nunca tuve vínculos directos con ninguna de las organizaciones revolucionarias, mis simpatías estaban con ellas y no con el Gobierno, y este hecho hacía reconocer que, ideología aparte, entre las filas insurgentes teníamos “enemigos naturales” (91-92).

Otra figura muy paradójica del relato es la del Director del Gabinete de Identificación, Benedicto Tun, un indígena que termina convirtiéndose en uno de los funcionarios al servicio del aparato represivo de la Policía Nacional, una figura que pertenece a la zona gris según el concepto avanzado por Primo Levi. Finalmente, el Rey Rosa de la novela parece reclamar su derecho a la libertad de palabra, a la independencia de pensamiento para superar la lógica dual de las batallas de la memoria, sin ser tachado de revisionista o derechista. Esta novela rompe por lo tanto definitivamente con la figura del intelectual comprometido y la escritura testimonial que constituía un arma de la lucha por la Liberación durante la crisis centroamericana. Werner Mackenbach explica que, a partir de los años 1990, incluso la literatura testimonial ya no tiene esta pretensión a ser la voz de los sin voz: “La literatura se emancipa (una vez más) de la revolución” (“El testimonio” 421). Si el intelectual cumple finalmente con la misión de publicar un libro que permita dar a conocer al gran público la existencia del AHPN y su importancia indiscutible, o sea si pone su pluma al servicio de la causa de la Defensa de los Derechos Humanos, lo hace desde una perspectiva abiertamente crítica y autocrítica. Parece afirmar de este modo que la ética no corre forzosamente parejas con el compromiso político.[7] Al final de esta incursión en el laberinto del archivo, se pregunta si realmente le tocaba a él escribir un libro sobre el importante descubrimiento de esta documentación:

Me pregunto si en realidad he jugado con el fuego al querer escribir acerca del Archivo. Mejor estaría que un excombatiente, o un grupo de excombatientes, y no un mero diletante (y desde una perspectiva muy marginal), fuera quien antes saque a luz lo que todavía puede sacarse a la luz y sigue oculto en ese magnífico laberinto de papeles (169).

¿Tiene derecho el intelectual ladino no comprometido a hablar del conflicto armado del que se mantuvo alejado a la vez física y políticamente? En mi opinión, su legitimidad viene precisamente de la distancia que conserva a la vez con las víctimas y los actores del conflicto de cuya voz no intenta apropiarse nunca. La autoirrisión es otra herramienta que le permite narrar su encuentro con el horror pasado desde otra perspectiva. Varias novelas centroamericanas abordan igualmente las batallas de la memoria desde una mirada distanciada. Es el caso del salvadoreño Horacio Castellanos Moya en Insensatez (2004) o de la guatemalteca Carol Zardetto en ConPasión absoluta (2005) cuyo/a protagonista principal es un/a intelectual ladino/a de clase media/alta que no se ha involucrado en la guerra de su país. Si bien, como lo explica Valeria Grinberg Pla, el primer texto “cuestiona la posibilidad de una identificación empática del intelectual con el sobreviviente” (s.p.), el segundo insiste en el sentimiento de culpa que habita a la escritora protagonista por haber vivido el conflicto desde fuera y la necesidad de llevar a cabo un duelo propio (ver Marchio 236-239). El guatemalteco Rafael Cuevas logra también un distanciamiento en 300 (2011), una novela que toma también como punto de partida el descubrimiento del AHPN, recurriendo a una multiplicidad de miradas y posiciones encontradas sobre el conflicto armado que forman un concierto de voces disonantes. Al establecer una cartografía de las batallas de la memoria en Guatemala, invita al lector a reflexionar más allá de la teoría de los dos demonios que justificó el terror de Estado y que sigue alimentando el debate actual.[8]

Si bien el intelectual de El material humano se sitúa en una posición de exterioridad, de “impertinencia”, esa historia traumática es también suya. Y quizás esto explique que no haya logrado escribir lo que él considera una novela, un texto que no sea una recopilación de apuntes de una investigación frustrada (ver 169), por el peso de la memoria que también lo atrapa.[9] Finalmente, me parece que Rodrigo Rey Rosa ha producido una obra bastante atrevida en su acercamiento al pasado reciente. Va bastante lejos en la transgresión ya que denuncia la tiranía de la memoria que se niega a ceder paso al trabajo histórico y a la ficción. Como lo explica Beatriz Sarlo,

[…] el ‘deber de memoria’ induce una relación afectiva, moral, con el pasado, poco compatible con la puesta a distancia y la búsqueda de inteligibilidad que son el oficio del historiador. Esta actitud de deferencia, de respeto congelado frente a algunos episodios dolorosos del pasado puede hacer menos comprensible, en la esfera pública, a la investigación que se nutre de nuevas preguntas e hipótesis. Del lado de la memoria, me parece descubrir la ausencia de la posibilidad de discusión y de confrontación crítica, rasgos que definirían la tendencia a imponer una visión del pasado (56-57).

Quizás sea éste el reto que debe enfrentar el intelectual de la posguerra, encontrar su propio lugar de enunciación, más allá de los moldes establecidos.

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Obras citadas:

Albizúrez Gil, Mónica. “El material humano de Rodrigo Rey Rosa. El archivo como disputa”. Centroamericana 23(2) (2013): 5-30. Impreso.

De Certeau, Michel. L’écriture de l’histoire. Paris: Éditions Gallimard, 1975. Impreso.

Fernández Vega, José. “Dilemas de la memoria, Justicia y política entre la renegación personal y la crisis de la historicidad”. Revista Internacional de Filosofía Política (RIFP) 14 (1999): 47-69. Impreso.

Grinberg Pla, Valeria. “Memoria, trauma y escritura en la posguerra centroamericana: una lectura de Insensatez de Horacio Castellanos Moya”. Istmo. Revista virtual de estudios literarios y culturales centroamericanos 15 (julio- diciembre 2007): s.p. Web.

Jossa, Emanuela. “Adentro y afuera: lugares y fronteras en la obra de Rodrigo Rey Rosa”. Cahiers d’Études Romanes 28 (2014): 33-46. Impreso.

Mackenbach, Werner. “El testimonio centroamericano contemporáneo entre la epopeya y la parodia”. Kamchatka (6 diciembre 2015): 409-434. Web.

Mackenbach, Werner. “¿Puede hablar el victimario? Refracciones e intersticios de la memoria en Centroamérica”. Revista de historia 36 (1er semestre 2019): 41-59. Impreso.

Marchio, Julie. “Memoria, duelo y olvido en Con Pasión absoluta de Carol Zardetto: una tensión entre ética y estética”. Eds. Roland Spiller et al. Guatemala: Nunca más. Desde el trauma de la guerra civil hacia la integración étnica, la democracia y la justicia social. Guatemala: F&G Editores, 2015, 211-241. Impreso.

Monterroso, Arturo. “Yo, el protagonista. La autoficción en una novela de Rodrigo Rey Rosa”. Centroamericana 20 (2011): 119-127. Impreso.

Perkowska, Magdalena. “La infamia de las historias y la ética de la escritura en la novela centroamericana contemporánea”. Istmo. Revista virtual de estudios literarios culturales centroamericanos 22 (enero-junio 2011): 1-25. Web.

Rey Rosa, Rodrigo. El material humano. Barcelona: Editorial Anagrama, 2009. Impreso.

Sarlo, Beatriz. Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión. México: Siglo XXI Editores, 2006. Impreso.

Taracena Arriola, Arturo. “La experiencia de un historiador en la Comisión de Esclarecimiento Histórico de Guatemala”, Ed. Anne Pérotin-Dumon. Historizar el pasado vivo en América Latina. Santiago de Chile: Universidad Alberto Hurtado, Centro de Ética, 2007, 1-21. Web.

Taracena Arriola, Arturo. “Historia, memoria, olvido y espacio”. Istmo. Revista virtual de estudios literarios y culturales centroamericanos 25-26 (julio/diciembre 2012 – enero-junio 2013): 1-11. Web.

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[1] Los documentos ya digitalizados del Archivo Histórico de la Policía Nacional son consultables en línea: http://archivohistoricopn.org. De ahora en delante hablaremos del AHPN.

[2] Como lo explica el historiador guatemalteco Arturo Taracena que también fue miembro de la CEH: “En definitiva, la memoria oficial en Guatemala, continúa propugnando la desmemoria, estimulando los silencios y fomentando las explicaciones bipolares con el objetivo de no asumir las recomendaciones políticas de la CEH [Comisión de Esclarecimiento Histórico] y de mantener el estado de impunidad. […] La ‘reconciliación’ a la que llaman los sucesivos gobernantes finalmente es un eufemismo para el olvido” (“La experiencia” 20).

[3] El título es otro elemento del paratexto que juega con los tres registros antes mencionados en torno al término “material”. Si bien éste se entiende comúnmente en su sentido jurídico e histórico, la expresión “material humano” se refiere de manera implícita a los nazis que designaban de esta manera [Menschenmaterial] a los deportados de los campos que no eran aptos al trabajo y que por lo tanto estaban condenados al exterminio. En la novela, el horror se materializa literalmente, toma cuerpo en el archivo como lo descubre el narrador escritor al toparse con un sobre que contiene fragmentos de piel humana (ver 34).

[4] Mónica Albizúrez analiza detenidamente los indicios que revelan la clase popular del personal del AHPN en la novela (ver 15).

[5] El historiador Arturo Taracena define de esta manera la tendencia a explicar únicamente el conflicto armado guatemalteco que duró más de 34 años de manera binaria, como un enfrentamiento entre el Ejército y los movimientos revolucionarios apoyados por los dos grandes bloques, sin tomar en cuenta el papel de otros sectores de la sociedad (ver “La experiencia” 8).

[6] Caballeriza (2006), otra autoficción de Rodrigo Rey Rosa, muestra cómo la figura del escritor que pertenece a la clase adinerada guatemalteca por el padre no se reconoce en ese mundillo que practica la corrupción y la violencia de manera impune. Finalmente, como lo explica con razón la estudiosa Emanuela Jossa, su obra en general se caracteriza “por un movimiento constante, en distintos niveles, entre adentro y afuera, entre la extraterritorialidad y la pertenencia a un espacio preciso y cabal. Este movimiento de alejamiento y acercamiento, con sus inevitables contradicciones, es un rasgo que caracteriza tanto la escritura de Rey Rosa como su misma personalidad y su trayectoria intelectual” (33).

[7] Magdalena Perkowska ha mostrado que gran parte de las novelas centroamericanas abiertamente críticas con los movimientos revolucionarios en la posguerra, consideradas por muchos estudiosos como “estética del cinismo”, no han renunciado a la ética (ver 6).

[8] Werner Mackenbach explica que “esta novela parece darles el mismo estatuto a las memorias de las víctimas, los indiferentes, los traidores, los victimarios equiparando así al asesino con el asesinado, el torturado, la violada, el desaparecido. Sin embargo, mi hipótesis es que el efecto en el lector es diferente. La multiplicidad de las voces evita una identificación fácil con ninguna de las voces. Más bien crea un efecto de distanciamiento y cuestionamiento de la legitimidad de las voces y con esto una reflexión sobre lo relatado y su relación con los acontecimientos que permite ver la complejidad de los acontecimientos, el carácter contradictorio e infiel de las memorias” (“¿Puede?” 52).

[9] Notemos que el intelectual personaje de Insensatez de Horacio Castellanos Moya tampoco logra escribir la novela que se propone sobre el conflicto armado guatemalteco. Aunque se encuentra en una posición de exterioridad, también se ve abrumado por el peso de la memoria.

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