Ejercicios para exorcizar a tu niña interior

Elisa Ferrer Molina

Sabina Urraca. Las niñas prodigio. Logroño: Ed. Fulgencio Pimentel. 2017

¿Hay mayor temor que fallarle a la niña que fuiste? Crecer con presiones autoimpuestas, ser incapaz de superar a la pequeña que sufría por alcanzar la perfección, que ansiaba llegar al colegio para destacar, que esperaba todo de sí misma, que rebosaba ambición. Crecer y asumir que nunca te vas a convertir en la niña actriz que emociona en la pantalla. En la niña atleta con un diez perfecto en las barras asimétricas, en Nadia Comăneci en Montreal, 1976: la espalda recta, la postura impecable, el paso limpio de una barra a otra ejecutando piruetas imposibles.

La primera novela de Sabina Urraca (San Sebastián, 1984) va de esto, de crecer. Y es, también, una novela exorcismo. Se invoca a Nadia Comăneci, a Drew Barrymore, a Punky Brewster, Shirley Temple, Christina Ricci o a Marisol para exorcizarlas, o para hablar de todo lo contrario: de niñas corrientes, inseguras, con miedos, deseos, pensamientos oscuros, extraños, alejados de lo que la ficción nos ha hecho creer que piensan las niñas. Una novela sobre la infancia. Mejor: una novela sobre el peso de la infancia cuando uno ya es adulto. O, al menos, intenta serlo.

A través de una primera persona tajante, repleta de desfachatez, con un lenguaje directo, sin florituras ni barroquismos; a través de una mirada sórdida, cómica, cargada de dramaqueenismo, lucidez y angustia, se desgrana la historia de la vida de una mujer desde su infancia hasta la adultez. Una mujer que es ella, Sabina. O que es ella a veces. Porque Las niñas prodigio es una autoficción donde los límites entre lo real y lo ficticio se desdibujan, en la que no importa qué le ocurrió o qué no le ocurrió en realidad a la autora, porque en el pacto con el lector todo es cierto. O todo es mentira. Una prosa tan cargada de honestidad, de desnudez y tan certera, que remueve, agita, te da una colleja cuando intentas mirar hacia a otro lado.

Estructurada en veintiséis capítulos que funcionan como relatos autoconclusivos, la novela salta de un momento de la vida a otro sin seguir un orden cronológico, como los recuerdos, estructura que responde a la de la mente de la protagonista, a sus pensamientos frenéticos y desordenados. Desorden metódico en el que también hay espacio para que se cuele lo metaliterario: la casa de la Alpujarra granadina desde donde la autora escribe el libro asoma en varios capítulos. Una casa sin agua corriente, a la que no se puede acceder con coche, rodeada de jabalíes, donde hay fantasmas. En la casa destartalada en la que Sabina se recluye para escribir la novela murió una niña en los ochenta; una niña que se aparece en las noches de viento, las noches de lluvia, cuando la electricidad se va de golpe, cuando un objeto se pierde, cuando emerge de nuevo en otro lugar.

Porque este libro también va de fantasmas. La protagonista intenta desprenderse de «la niña sufriente que fui y aún sigue agarrada a mí con uñas y dientes». Pero su niña interior y el espíritu que habita su casa no son los únicos fantasmas de la novela. El más importante, al que debe enfrentarse para acabar con él, para encontrarse a sí misma es Henri, el amigo de sus padres del que está enamorada desde niña. Como Sabina afirma en una entrevista, su protagonista es una especie de antilolita obsesionada con un Humbert Humbert alcohólico, a quien le limpia el vómito, le limpia la casa, cuya atención persigue como un perro.

La autora nos sumerge en un mundo en el que lo trágico y lo cómico van de la mano, en el que las niñas dejan de ser el objeto para ser los sujetos que desean. Una infancia llena de claroscuros, de deseos malsanos, perversos, de pensamientos incorrectos, comportamientos retorcidos. Una infancia normal, al fin y al cabo. ¿O acaso las niñas solo tienen pensamientos puros? Este es uno de los aciertos de la novela: la complejidad y la verdad de sus personajes. No sólo la protagonista y a la vez narradora de esta historia, sino cada uno de los secundarios que aparecen a lo largo del libro. Personajes con matices, relieve, humanidad, carne. Las amigas de la infancia: unas hermanas que se odian y se aman como sólo pueden hacerlo los hermanos, a golpes, y que hacen sentir a la protagonista el enorme peso de ser hija única; Olivia, la amiga de la que está enamorada, una niña obsesionada con la muerte, que madura antes de tiempo, que a pesar de ser diminuta, mira desde arriba; Clara, la niña cuya relación con su tío roza lo adulto, con el que a través de un teléfono plástico con forma de hamburguesa tiene conversaciones en las que él habla de pólizas mientras ella le cuenta “sus cosas” de púber de doce años. Niñas que buscan sentir, entender. Adultas que buscan sentir, entender. Niñas que se meten un plátano en la vagina para conocer la sensación. Adultas que se meten MDMA para asistir a la boda del señor del que están enamoradas desde la infancia. MDMA después de ver un video en youtube de Mara Wilson, la actriz que interpretó a Matilda, dando consejos sobre cómo superar la ansiedad.

En Las niñas prodigio también hay ansiedad. Mucha. Y noches en las que abundan el alcohol, las drogas, en las que, por la mañana, más que la temida resaca queda el andar torcido de quien carga con un peso del que no se puede deshacer. El peso de la niña interior, de la maldición lanzada por un profesor de instituto en una noche de borrachera: «Nunca serás nada en la vida porque tienes mucha ambición». Una de esas frases lapidarias que carecen de importancia para quien las dice, pero quien las recibe las carga para siempre, como el menhir de Obélix que la protagonista lleva estampado en su enorme camiseta playera, mientras ansía un cuerpo más esbelto para atraer la atención de ese Humbert Humbert que, en cambio, se la dispensa a una Lolita más convencional.

Un estado de ansiedad que la protagonista arrastra desde su infancia sufriente hasta su trabajo adulto en un polígono alejado del centro de la ciudad, donde vive esclavizada por jornadas eternas, por un jefe inseguro y déspota. Y lo arrastra, indefectiblemente, a la casa de la Alpujarra donde escapa para escribir, por fin, su novela, pero donde «cuando ya llevo un mes, me doy cuenta de que la neurosis va por dentro. Da igual el campo, dan igual los pájaros. No importa que estés en una playa paradisíaca: si eres un neurótico te angustiará la idea de no estar sacándole suficiente jugo al paraíso, y eso empañará tu paraíso».

Neurótica y ansiosa, impaciente es la voz que nos arrastra a través de recuerdos, de vivencias, entre partidas del Prince of Persia en las que no se desea ganar, sólo ver como el personaje se despeña, escuchar sus alaridos de horror ante la muerte. Vivencias que a veces golpean, que a veces asustan, por las que se filtra la nostalgia como en esa carpeta del ordenador donde se guardan fotos de Drew Barrymore de niña, alcohólica, adicta, en una le enciende un puro a Stephen King, en otra se acerca a los labios un vaso de cerveza, en otra abre una cajetilla de tabaco. Nostalgia que vibra en la pantalla catódica ante el baile tradicional que un niño de Los Urales se marca ante un Bertín Osborne estupefacto en uno de los programas en el que se cazaba talento infantil en los noventa. Nostalgia en la búsqueda en Facebook de un amigo que la protagonista conoció gracias a El Pequeño País, al intercambio de cartas, de mensajes, cuyas historias la llevaban a una aldea de Galicia donde el chico vivía con sus tías, con su madre, entre vacas y gorrinos, compartiendo con ella, a pesar de vidas tan distintas, luces de naves extraterrestres, luces marcianas que les visitaban, pero por las que nunca lograban ser abducidos, aunque ansiaran huir a otra realidad.

Nostalgia que desaparece a golpes en esa niña que baja la basura sin bragas los días que la gente se esconde temerosa porque hay un asesino suelto por el barrio; en esa noche en la que su amiga prueba el alcohol y el sexo por primera vez, sin esperarla; en esas reuniones de vascos afincados en las Islas Canarias, sus padres y los amigos de sus padres, en las que corría la comida y el alcohol, en las que Henri, su Henri, le hizo creer que era la mejor cocinera de paellas y años después, adulta, tuvo que asumir que nunca supo prepararlas, ante la mirada de sorna de Bertín Osborne estampada en la etiqueta de una botella de aceite de oliva.

Leer Las niñas prodigio es dejarse manosear, zarandear; es un viaje a los abismos infantiles, a los miedos adultos. Es un acto de valentía de una escritora que en sus artículos y en sus redes sociales ya nos tenía acostumbrados a su desparpajo, a su honestidad, a lo directo de su lenguaje, a pasar de lo frívolo a lo profundo sin que nos dé tiempo a parpadear, a tomar oxígeno, a asumir lo que hemos leído, lo que hemos vivido. Porque Sabina consigue llevarnos junto a ella, agarrados, para que vivamos lo que nos cuenta, como en el bucle más pronunciado de la montaña rusa, con los ojos cerrados y boca abajo, a gritos, sorbiendo bocanadas de aire para no ahogarnos.

Porque Las niñas prodigio empieza con un parto y desde ahí ya es imposible detenerse a respirar. Un parto que es lo que le supone a la autora escribirlo, como cuenta en esa maravillosa charla Ted que deberían ver todos los que se dedican al noble arte de la escritura. Desprenderse de la niña que fue y enfrentarse a ella, a la página en blanco. Escribir sobre crecer para entender que crecer es dejarla atrás, fallarle, tomar las riendas. Fracasar a veces, triunfar otras. Gozar y sufrir a ratos. O como se puede leer en una casa abandonada en la Alpujarra granadina donde Sabina escribió este libro: «la vida nos rompe todo pero es asi y hay que aceptarla».

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