Dos cuentos

David Gaitán

La oruga activista

Había una vez una oruga que, ansiosa, se dirigía a un asunto importante. El destino se vislumbraba a lo lejos, entre la neblina; sabía que no sería cómodo, pero lo intuía fundamental. Caminaba por una pendiente rodeada de árboles blancos; todos iguales, siempre acorde a su noción del mundo. De pronto encontró un árbol azul. No estorbaba el camino hacia lo importante, pero ¡era azul! ¿Cómo seguir? La oruga se detuvo. Vio el árbol, ratificó su disgusto y decidió́ que no podía continuar hasta convertirlo en blanco.

(Para las orugas blanquear un árbol es sencillo.)

El árbol quedó un poco percudido y la oruga, feliz por el trabajo realizado, regresó a casa. Cuando le preguntaron cómo era lo importante, ella contó las historias más emocionantes sobre un impertinente árbol azul en mitad del camino.

 

 

 

Cuento perdido

El jefe del corporativo se suicidó. Investigó un poco de nudos, compró una soga resistente, encontró el punto más firme del techo y brincó desde una silla mientras con un leve empujón de su zapato hizo de la misma un muelle inalcanzable. La muerte ocurrió sin contratiempos.

Su oficina, de cristales transparentes, alberga el cuerpo que desde hace días se balancea discreto.

Pero la empresa no se ha detenido. La secretaria colocó la silla en su lugar, los subalternos se saludan y despiden, los recados se acumulan y la vida del pequeño emporio navega sin alteraciones. El jefe se suicidó y nadie parece darse cuenta.

No es que no lo vean, no le creen.

Desde hace algunos días la gente ha empezado a dudar. Los empleados fingen leer documentos para observar a la distancia el cuerpo colgado. Ponen atención en el nudo, reflexionan sobre el color que ahora tiene su piel, tratan de recordar cuánto tiempo ha estado ahí… Pero terminan por reprimir su ingenuidad. Sacan copias, desglosan cifras, redactan informes, pasan en limpio, sostienen juntas, contestan llamadas, dan acuses, firman, sellan, archivan, envían, espían, guardan, atienden, reclaman, sonríen, teclean, registran su entrada, su salida, repiten, trabajan y acumulan el descontento de su rutina en los huecos que el diseño de la misma les otorga para pensar.

El rumor ha empezado a circular: «Ahora parece distinto.»

El jefe de la empresa era un mentiroso. Algunos lo llamaban torpe porque todos a su cargo lo sabían, haciendo de su imagen un baldón. Pero los resultadistas veían en él a un genio; no importaba el descaro del engaño, la corporación seguía produciendo. Para ellos, lo tenía todo: mentía cuando se requería y se ahorraba el maquillaje.

Ahora, ante la presencia de lo que se había convertido en una familiar escultura vanguardista, se revelaba otro valor del exceso de mentiras: la invisibilidad. El jefe había hecho tal gala del engaño, atravesado tantas capas de descaro, mentido tanto y tan burdo, que logró ser invisible.

¿Cuántas mentiras tiene que decir un hombre para semejante hazaña? No bastaban los veinte centímetros que desde hace días se pavoneaban entre el suelo y sus pies; nadie le creía.

Algunos han entrado a su oficina –la del jefe– para corroborar el invierno de su piel. Después de unos segundos se retiran renuentes.

La curiosidad, motivada por el tiempo, llevó a Ramírez, uno de muchos subalternos, más lejos. Desafiando las recomendaciones generales, decidió inspeccionar más a fondo el cuerpo suspendido.

En el bolsillo interior del saco del cadáver algo llama su atención. Es un sobre. Lo extrae con la adrenalina del carterista primerizo. Se revela una carta. Lee.

«Vuelve a tu escritorio, Ramírez.»

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