Seis poemas
Cerro Negro
Hubo una erupción,
una de tantas.
Somos parte del cinturón del fuego.
Llegamos a las faldas del volcán
y anocheció.
La lava brillante
ardía.
El polvo mezclado con viento,
mezclado con hambre.
El miedo.
Volvimos a medianoche,
a una fritanga,
en una plaza llena de fritangas.
El placer de comer con las manos sucias
luego de haber visto el fuego.
Me sentí grande, tenía diez.
Años después en un documental
regresé a esa plaza.
Managua en los noventa se veía árida:
la carpa de circo en pedazos,
los buses Mercedes Benz color naranja,
y un monociclo revolucionario
con exceso de dueños.
Little Women
Íbamos a una piñata
cuando me vino la regla por primera vez.
Comimos pastel de cumpleaños
y yo vestía una bermuda a rayas.
Queríamos ser poetas
y ver fantasmas en el sótano del laboratorio de química.
Los buscamos sin éxito
y terminamos escribiendo poesía en la azotea.
Nos gustaban los libros, las películas y el fútbol.
Para el mundial del 98 nos escapamos de clases,
a ver los partidos en bares, pizzerías, en la casa de tu ex.
Bebíamos vodka, tequila y ron,
jamás cerveza para no engordar.
Bailábamos techno y hip hop,
comíamos óreos con leche.
Te sostuve la cabeza cuando vomitabas.
Una vez me vomitaste los pies
–y yo andaba tus sandalias.
Ahora odias el tequila y amas el whisky,
lo del tequila es mi culpa lo del whisky no.
Saltamos todos los muros que pudimos,
robamos todo el alcohol que encontramos.
Vimos Clueless en el cine y dijimos «As if»
–en broma y en serio.
Sentíamos lo que Gwen Stefani,
«I’m just a girl in the world
that’s all that you’ll let me be!»
Y lo brincamos a gritos.
Me contaste de tu aborto y te abracé.
A los años te conté del mío y me abrazaste.
Seguimos cantando 1979 de los Smashing,
dando vueltas a la rotonda,
buscando la toma perdida de ese videoclip.
Arbolatas
Una escultura de Árbol de la Vida
hecha por Ana Mendieta,
tenía en 1982 un costo de producción
de mil novecientos sesenta dólares.
Quiero que Ana viaje en el tiempo
a Managua de 2014,
y entregue a la Compañera Vicepresidenta
la misma propuesta que había enviado
al CITYarts de Nueva York,
que Rosario Murillo la acepte
y pueble Managua con sus esculturas,
en lugar de las arbolatas que aún están.
Corazón de roca con sangre, 1975
El detalle de la pana,
roja.
El cuerpo se desusa,
reúsa,
usa,
para estar dormida o muerta.
Es suyo, mío,
lo juzgo,
me enoja,
lo hablo,
lo callo,
me enoja.
La ira es del cuerpo,
habita el cuerpo,
en el cuerpo se queda,
el cuerpo mata.
Si la sacás sos perra:
Woof.
Tengo deseos de
hombre blanco y colono, llámese:
misionero,
explorador,
etnógrafo,
o terrateniente,
de ir al sur del sur Patagonia
y que ya sea fin del mundo, llámese:
colapso del capitalismo,
colisión catastrófica de meteorito,
arribo de extraterrestres,
bomba nuclear o zoovirus.
Que ahí en esa tierra se resuma el planeta,
y deba navegar,
cazar,
pescar,
y hacer fuego.
No sacaría fotos,
ni andaría pantalones impermeables.
Eso sí, padecería frío y hambre,
y sería lo más probable infeliz.
Extrañaría el edredón de plumas
y las botas de nieve esas ridículas
que compré para Iowa.
Los poemas
en la mente
o en la tierra.
Xilografías pasajeras,
cortas,
como los de Ritsos en sus diarios del exilio,
pero sin alambres de púas,
entonces la vida un poco mejor.
Malintzin
Los malinches florecen en mayo. Llaman los nicaragüenses al malinche árbol conyugal, ‘porque un mes da flores y el resto del año vainas’. Esas vainas son largas y cafés, si las movés con ritmo simulan maracas de conjunto tropical. La zona intertropical es una banda que rodea al ecuador desde los veintitrés grados latitud norte hasta los veintitrés grados latitud sur. Explicar cómo es la vida en el trópico a un ser no tropical es, parafraseando a Cher en Clueless, tan inútil como buscarle sentido a una película de Pauly Shore. Imagino a Malintzin en 1519 interpretando esa vida para Hernán Cortés, con palabras, con gestos. Él entendía nada y quería todo. A ella le quedó resistir y guardarse lo intraducible.