Zapatito blanco, zapatito azul

Por Mariana Riestra

                                                                                                                                                      Ilustración Euro Montero

Karina siente un guijarro dentro de su zapato. Se detiene para sacar su pie y dejar la calceta blanca del uniforme expuesta. Se tambalea con una sola de sus piernas bien plantada en la piedra del río que está por secarse. Hace calor y son apenas cuarto para las ocho. Su hermano la espera impaciente. La mira mientras sacude su zapato y se reincorpora.

El camino es el de siempre. Salieron de casa temprano de camino a la primaria, ella y Javier, no sin antes servirles arroz y sorgo a las gallinas cacareantes del granero. Ese que huele a caca y a humedad. Entre ambos metieron las manitas en el morral lleno de cosa seca y les llenaron los comederos para acabar más rápido. Se limpiaron el polvo del alimento en la tela lisa de la falda tableada y el pantalón, y agarraron sus mochilas

El Río Conchos llevaba años jugando a que se quedaba sin agua. A veces se desbordaba por la ocasional tormenta y Karina y Javier tenían que recurrir a la ruta larga, por el libramiento, y toparse con los tráilers que echaban humo y los traileros que le echaban piropos y miradas que le levantaba la falda a la fuerza. Pero hacía mucho que no llovía y el calor suspendía el agua del río hacia el cielo y lo volvía un camino viable esa mañana.

Ya sin piedras en el zapato, Karina sigue caminando. Va veloz. Sus piernas son mucho más cortas que las de Javier: un paso suyo son casi dos de ella. Lucha por mantenerle el ritmo a su hermano, pero los zapatos le aprietan. Pisa con cautela una de las piedras que se ha alisado bajo los pies de tantos niños antes que Javier y ella. El agua es poca, casi ha terminado por evaporarse, pero basta para volver todo resbaloso a su paso. Las hojas del camino están pastosas, el musgo llena cada hueco no empedrado y Karina hace todo para evitar caer al lodo.

La escuela está alejada del pueblo, a unos treinta minutos a pie. Hace unos años un presidente municipal prometió que construirían una primaria mejor equipada y más cercana para la comunidad. Adquirieron el terreno y comenzaron los planos y la construcción. Y luego, en el tercer día de edificación mataron al alcalde por andar en malos pasos. Resultó que el dueño de la constructora era primo del presidente municipal y tenía acuerdos con los de la última letra. A los del Cártel del Golfo no les gustó eso. La primaria quedó para siempre en obra negra.

Javier es dos años y diez meses mayor que Karina. Va siempre tres ciclos escolares por arriba que ella y mamá dice que será el primero de la familia en licenciarse. Los zapatos se los heredó él, así que en lugar de mocasines, Karina lleva botas. La maestra se la quiso hacer de tos al principio del ciclo escolar sólo para que Karina le respondiera que no les alcanzaba para comprar otros. La maestra la vio con tristeza, compasión o pena, Karina no supo distinguir entre las tres, pero sintió que el cuero cabelludo le sudaba de la vergüenza.

Javier apresura el paso y, siguiéndolo, salen del río hacia la zona pantanosa que lo rodea. Bajo sus andares suena el crujir triste de la maleza, seca por el sol abrasador, pero húmeda por la poca agua que el río le ofrece de vez en cuando. Sin darse cuenta, Karina mete su pie sin querer en un charco de agua enlodada y estancada. Suelta un gritito al aire por el frío y la sorpresa. Su hermano voltea a verla: “Es que yo no sé en qué andas pensando, Kari. No pones atención. Andas como en otro lado”. Karina se muerde el interior del cachete fuerte, fuerte, hasta sacarse sangre y se clava las uñas en las palmas de las manos para no llorar. Su pie helado y su calceta empapada que ahora tiene un tinte café la llenan de sentimiento. Pone la planta en la tierra y escucha y siente el rechinado del agua contra la tela, contra el interior de la bota. Se queda quieta. No sabe cómo seguir andando.

Cuando su mamá le dio las botas de Javier le pidió que las cuidara mucho. Le dijo que Javier no las había dejado ni tantito raspadas y que sabía que ella era una lumbre para las cosas, que tenía manos de estómago, que era descuidada y, más importante que nada, que esas botas eran las únicas que tendría para todo el año escolar. Cómo le iba a decir Karina que esas mismas botas no le quedaban, que cada vez que se las ponía tenía que forzar los dedos de su pie por el empeine y la puntera. Cómo le iba a decir que los niños se iban a burlar de ella por machorra. Cómo le iba a decir que las otras niñas llevaban zapatos con moños o flores y lengüetas estilizadas y que ella quería ser como ellas.

Javier le llama. “Ándale”. Le urge que se apure. Karina baja la mirada y ve loszapatos, uno mojado y otro seco, pero ninguno suyo. Con el agua encharcada dentro de la bota el calzar apretado se siente más. “Ándale”. Karina camina con pasos alargados y forzados. En la tierra ve las huellas ajenas que se crean a su paso: una chiquita que se borra con el ventarrón que levanta la tierra y otra pesada, mojada, vergonzosa. “Ándale”. La tierra suena bajo ella.

Llegan a una calle pavimentada y con el calor del suelo, su pie empieza a sentirse vaporoso mientras las ampollas comienzan a formarse. Siente una naciendo en el juanete, otra bajo el pulgar, otra en donde el talón y la bota se rozan. Karina trata de concentrarse en cumplir pequeñas metas hasta llegar a la escuela. Llega a la señal de alto. Ok. Llega a la tortillería de Chelita. Ok. Llega a la parroquia. Ok. Llega a la vulcanizadora baleada y abandonada de Don Neto.

Las pisadas de las calles son distintas a las del baldío. En el concreto sus pies se abochornan todavía más. Karina ve los coches pasar, las camionetas llenas de hombres y mujeres que van a trabajar en los campos; ve sus caras, ve el calor y el cansancio, ve la mañana que avanza.

A una cuadra de la primaria, Karina comienza a sentir más miedo. Anda a la espera de los chistes de sus compañeros, de las preguntas y las miradas fisgonas de las maestras. Las ampollas están cada vez más llenas de agua. En sus plantas, pequeños charcos encapsulados. Sus pies se sienten cada vez más grandes y sus piernas andan en automático, robotizadas, ajenas. Pisa. Pisa. El pavimento se siente como arena movediza. Pisa. Pisa. La aglomeración de gente afuera de la escuela es visible desde allí. Pisa. Pisa. Muerde su mejilla y clava las uñas en las palmas. Pisa. Pisa. Siente cómo una de las ampollas se revienta. Se pregunta si habrá sangre. Se pregunta qué tan difícil será sacar la mancha carmín y marrón del blanco, si la tela habrá de percudirse.

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