Vejez de los juguetes

Giuseppe Caputo

I.

No es de noche, pero yo produzco la noche: desgarro las bolsas de basura, que son de plástico y negras, y las pego en la ventana con gutapercha, que también es negra. Largos caminos de cinta cruzan la ventana: van de marco a marco y del borde al centro, cada trayecto sosteniendo una bolsa, cada bolsa sosteniendo la noche.

No soy mujer, pero así me vuelvo mujer: me hago un vestido con las bolsas que sobran. Meto la cabeza en una y hago fuerza hasta romperla —y más fuerza, después, para liberar los brazos—. Otra bolsa se vuelve mi falda. Y, sin embargo, no me gusto en el espejo. Falta algo: el pelo, el cinturón. Entonces saco otra bolsa, también de basura, que parto por la mitad: un pedazo es la correa, que enseguida amarro a la cintura —ahora tengo caderas—, y otro pedazo es mi pelo, brillante y negro.

Canto. ¿Y el micrófono? No tengo, no necesito: mi voz es fuerte. Canto. ¿Y el público? Ahí está, una multitud: cuatro tortugas armadas —ellas hablan y saben pelear— y un robot sonriente, Bop-Bip, que tiene el tamaño de mis piernas. A su lado, una ballena, Lola, y un huevo con ojos y boca, que he estado cuidando como a un bebé; también un pirata en su barco; un rollo de papel higiénico —la dama de faldas largas—; y muchos soldados rabiosos, que dejan de estarlo al verme en concierto.

Canto. «¿Por qué será?». Canto. «Y cuando hacemos el amor nos comemos vivos». Todos bailan, se emocionan. Les pregunto: «¿Cómo va esta noche?», y después: «¿No tienen calor?», mientras convierto en moño mi peluca de plástico. Canto. «Hay que aguantar el silencio, la herida. Disimular entre la gente». Tiemblo, tiemblan. En coro me dicen: «No nos importa si tenemos dueño».

Antes del grito, les digo: «Son los mejores», y soplo un beso, que a todos llega. Pero el grito… «¿Qué estás haciendo?», y después: «¿Ahora a dónde vamos a echar la basura? ¿Tú crees que hay plata para comprar más bolsas?». El grito. «¡Quítate eso! ¡También te gastaste la gutapercha!». Y entra el día y se acaba mi noche y le digo: «Estaba jugando, estaba jugando», y también: «Ya estudié, ya hice las tareas».

Se va del cuarto gritando, diciéndole a alguien, al mundo: «Ya lo veo repartiendo culo», diciendo: «Grave», diciendo: «¡Ese pelao, ese pelao!». Pero yo vuelvo a mi público, que se ha tapado los ojos. Les digo: «Cantemos», pero no cantan. Les digo: «Sigamos, cantemos», a pesar del silencio. Me quito el pelo, el vestido. «Juguemos a otra cosa», intento, «volvamos a la guerra», pero se quedan quietos, con los ojos tapados. Los juguetes son espejos y cada uno habla de soledad.

II.

La repisa es el mundo y ellos, los únicos que lo pueblan. Cada uno tiene su lugar en la repisa, el mundo. Las cuatro tortugas viven juntas, cada una es su propia casa. En cambio, Bop-Bip, el robot, es la casa de cuanto soldado existe; adentro, en su barriga, duermen todos.

No hay agua en la repisa y, por tanto, es un mundo sin mar: la ballena está muerta y el pirata en su barco, triste, eternamente encallado. Entonces, la idea: hacer un mar. Busco el plato de sopa y lo lleno de agua con sal —un mar—; lo acomodo en la repisa y pongo el barco adentro, que flota como si nunca hubiera dejado de hacerlo. Me felicito, le mando un beso al pirata, que me ha mandado otro porque está feliz (en su cara, sin embargo, tiene dibujada una mueca de rabia). Lola ha dejado de morir y hace piruetas dentro del agua.

Pero aparece y dice: «Ya vamos a comer, pásame el plato», y como sufriendo un maleficio, vuelve a ser plato mi hermoso océano. Lo vierto en la matera sin plantas, solo tierra —toda el agua del mundo en una matera—, y estiro el brazo para dárselo, lo más lejos posible mi cuerpo de su cuerpo.

III.

Me pregunta: «¿Cuántas veces tengo que decirte que no juegues con mis cosas?», y enseguida: «Ven acá, ¿qué tienes ahí?». Aprieto los brazos, cierro las axilas. Le digo: «Nada, toma el plato», pero insiste: «¿Son pelos? Ven acá, muéstrame. Tú estás muy chiquito para tener tanto pelo».

Salgo corriendo, le digo: «No, es que estoy sucio», y de vuelta me grita: «Entonces ven, que te baño con estropajo».

Desde ese momento, si quiero agua y el vaso está arriba, tomo directo del jarro. «Puerco», me dice. «Desordenado». Cualquier cosa con tal de no alzar los brazos.

Si corre que corre me dicen: «Pillado, manos arriba», no las subo y hago trampa y me escapo de cualquier policía, corre que corre otra vez. «Tramposo», gritan, «no vuelvo a jugar contigo». Nada importa con tal de no alzar los brazos.

Si en el colegio dicen: «Alce la mano el que sepa», me quedo quieto aunque tenga la respuesta. Podrían verme los pelos que han salido. Se pueden ver si alzo los brazos.

Me dice: «Te invitaron a una fiesta, hay piscina», y sufro y le digo: «No quiero ir», pero me obliga a ir. «Tienes que relacionarte». Ya en el cumpleaños llega una idea. «Mucho sol, no quiero quemarme», y me tiro al agua con la camisa puesta. Me dice: «Dámela, se daña», pero vuelto sirena me sumerjo en el cloro. Salgo a respirar —hay que respirar—, y escucho: «¿Tú crees que tengo plata para comprarte más ropa?», y entonces me hago el ahogado.

Dicen: «¡Pum, pum! Me diste». Niños jugando con pistolas de agua. «¡Pum!». Yo también cojo una. Me dice: «Salte ya de ahí. Eres el único con camisa». Apunto hacia su cara. Tengo miedo, pero tengo fuerza. Me dice: «¿Qué estás haciendo? Suelta esa pistola». Tengo miedo y tengo fuerza. Sigue: «¿No te da pena? Todos te están viendo». Gritan: «¡Dispare, no sea bobo, dispare!». Hay risas. Me dice: «Nos vamos ya para la casa». Me dice: «Vas a hacerme caso», pero oprimo el gatillo y disparo agua.

«Pelao de mierda», me grita, una vez conocido el poder de las armas.

IV.

«Está dañada», escucho que dice, años después. «Quedó guardada en el mueble del baño». Se pone a hacer cuentas cuando se va el celador. Me dicta números que voy anotando en un cuaderno cuadriculado. «Estás trasnochando mucho», se queja. «No me gusta que salgas tanto».

Una grieta en la barriga, un retorcijón. Le digo: «Ya vengo, voy al baño», y cuando me encierro, la extrañeza —¿qué comí, qué tomé?—, sentado en la taza. Lejos queda la pregunta apenas recuerdo la pistola. «Está dañada». Nunca he visto una de verdad. «Dañada». Abro el mueble y ahí está. La cojo, la peso. «Dañada». Empiezo a jugar.

Pienso: «¿Y cómo se mata a alguien?». ¡Así! Y aprieto el gatillo. Un silencio. «¿Y cómo es ponerse un arma en la boca?». ¡Así! Y aprieto el gatillo, pistola en la boca. Me paro sin limpiarme y busco el espejo, el arma en la mano y la sien. «¿Y cómo es suicidarse?». Aprieto el gatillo. Silencio.

Cuando abro el mueble para guardar la pistola, ¡pum!, un disparo. ¿Qué pasó, qué pasó? «Está dañada». Y grita: «¿Qué fue eso?», y yo pienso: «Está dañada, está dañada». Y sigue: «¿Qué fue eso? ¡Nene! ¡Ábreme la puerta!». Pienso: «Me va a regañar». Y más: «¡Dime que estás bien, haz un ruido!». Y en mi cabeza: «Me va a regañar», y enseguida: «Va a pensar que me maté». Es miedo y es vergüenza. Le digo: «¡Estoy bien!», y grita: «¡Pero ábreme la puerta!», y yo: «¡Estoy cagando!». Y dice: «No me importa, ábreme ya». Y yo: «No puedo, no puedo. Estoy cagando».

Por fin abro la puerta. Me abraza, confiesa: «Hasta me dieron ganas de fumar». Le digo: «No estaba dañada», una y otra vez, una y otra vez. En el carro me coge la mano: «Qué bueno traerte vivo». Después, cuando cuenta la historia, se queja: «¿Qué tal el susto que me dio?». Dicen: «Veinte años y ponerse en ésas». También me preguntan: «¿Tan viejo y tan bobo?».

Cada vez que vuelve a esa historia o cada vez que la cuento yo, procuro quitarme años para quitarme vergüenza. A veces digo: «Tenía quince», y otras: «Tenía nueve», «Seis». Siempre me interrumpe y corrige: «No, señor, tenías veinte».

V.

También he sentido vergüenza en medio del amor.

La piñata está encima y a punto de parir: uno, dos golpetazos para que nazcan dulces y muñecos armados —hombres fosforescentes más altos que el pulgar, pegados desde siempre a una metralleta: para separarlos del arma habría que arrancarles el brazo—.

Alguno corre y alcanza a otro, que queda vuelto hielo. «Sálvenme», ruega, pero alguien dice: «Si estás congelado, no puedes hablar. Los congelados no hablan». Me salgo del salón, mi fiesta de cumpleaños.

Afuera, un columpio —es un columpio que convierto en silla—: está oxidado y no quiero mecerme. Nadie ha jugado conmigo o quizás no quiero jugar con nadie. La arena es seca, pero hay grama que crece. Luego sale para decirme: «¿Qué haces ahí solo? Ya te vamos a cantar». Al acercarme me hace cariños. «Mi vida eres tú y solamente tú. Te voy a cantar esa canción». Y entonces, un vacío: es miedo y es vergüenza.

Me sube a un banquito, me rodean. ¿Qué dibujos tiene el pudín? Me rodean. La vela, la llama. Empiezan a cantar: «Cumpleaños feliz, te deseamos a ti». Pienso que ninguno, en serio, me desea nada, y eso me sonroja. Mientras dicen: «Que los vuelva a cumplir», y mientras dicen: «Que los siga cumpliendo», escucho que canta: «Mi vida eres tú y solamente tú».

Bajo la mirada. Es miedo y es vergüenza. Vuelvo y miro y sigue cantando. Suelta una carcajada en medio de su amor.

VI.

Un palazo y otro. «¡Dale duro, con fuerza!». Reviento la piñata y ocurre el nacimiento: ven la luz los dulces, los hombres-arma, que caen en lluvia sobre todas las cabezas. Ellos se pelean por sabores y colores.

«Qué bueno», le dice a alguno, como si yo no estuviera. «Pensé que no iba a venir nadie».

Afuera, el columpio, solo y viejo.

VII.

Se lleva las manos a la cabeza, a veces pelada y a veces canosa. «Reviéntame, dale», me pide el viejo, abierto de piernas en el columpio de cuero. «Dame duro, dale», y arroja la cabeza de un lado para el otro —los pellejos, en cambio, se mueven solos—. Estamos en un sauna, rodeados de hombres en toalla.

Vuelto hielo le digo: «No puedo, no se me para», y entonces me pasa juguetes: una verga de plástico y negra, y otra más, también negra, dos veces más larga. Me dice: «Dale, juguemos. Nadie ha querido tocarme». Más hombres pasan, nos evitan. Yo sigo sin tocarlo. Cansado de esperar me dice: «Devuélveme los juguetes», y se va sin mirarme, consultando el reloj.

VIII.

Del viejo, un recuerdo del agua: me baño en la gran ponchera, estoy con Lola y el pirata en su barco. También me acompañan Bop-Bip, el robot impermeable a mi mar jabonoso, y las cuatro tortugas que saben pelear: son tan pesadas que se la han pasado en los fondos del océano. Afuera del agua está la legión de soldados rabiosos. Poco a poco los meto: a veces son muertos que flotan, a veces hombres que nadan. En esa gran ponchera, el agua es el agua, y el jabón, la espuma del mar; yo, una isla montañosa. Los soldados me escalan y en las axilas se quedan atrapados. Mi cuerpo también es juguete.

Me dice: «Sal de ahí, la comida está lista», y después: «Tienes toda la espalda mojada. No sabes secarte». Coge la toalla para secarme entonces. Cuando me miro las manos empieza el horror: «Me arrugué, me arrugué», y estallo en llanto. «¡Me arrugué, me arrugué!». Se ríe y me dice: «Eso te pasa por jugar en el agua».

Sin agua no hay vida, pero el agua envejece. En la ponchera quedan los juguetes, cada uno con la misma edad siempre.

IX.

No reconozco sus facciones. Me dice el doctor: «Está muy mayor y la enfermedad envejece». Después me dice: «En cualquier momento se va».

Entro al cuarto sin tocar la puerta: está viendo las noticias. «Qué aburrimiento», dice. «Todo el día en esta cama». Cojo papel higiénico —la dama de faldas largas que hace tanto no existía— y le empiezo a secar la saliva: tiene babas por toda la boca. Se queja, se aburre más. «Qué escupidera», dice. Entonces, la idea: «Voy a comprarte una sopa de letras, ¿te gusta? Así te entretienes buscando las palabras». No dice nada. Le doy un beso en la frente.

Pregunto en la tienda cuánto cuestan las sopas de letras. Me dicen que a mil el cuaderno, cada uno con cien sopas. Y entonces, las palabras del doctor: «En cualquier momento se va». Pido que me den todos los cuadernos que tengan. Pienso: «Entre más juegos le lleve, más va a vivir».

De vuelta al cuarto le digo, jocoso: «Ya llegué y te traje regalos». Saco los cuadernos, uno a uno, y le voy leyendo las palabras que hay que buscar: países que ya no existen, descripciones de personas en presente que tendrían que estar en pasado.

Me pide que le pase las gafas. «Ya ni siquiera veo con esto», se entristece, y deja los cuadernos a un lado.

X.

¿Cómo se muere un juguete?

Un juguete moría sólo cuando no volvía a aparecer en la repisa, el mundo.

Si para vivir, el juguete necesitaba lo eléctrico, moría por un momento cuando la luz se iba (eso no es morir). Y si nunca más volvía a prenderse, tampoco moría para siempre: la consola de videojuego se transformaba en la nave que usaban las tortugas para volar.

Peleaban, morían, volvían a pelear: nunca jugué al entierro de mis muñecos. No me importaban sus muertes porque nunca morían de verdad: si caían por un abismo o les cortaban la cabeza, volvían a vivir y seguían como siempre, con la cabeza puesta otra vez. Sin embargo, envejecían. Aunque eternos, en un punto dejaron de tener la edad con la que fueron fabricados: las tortugas se pelaron y el verde no fue más un verde oscuro sino un verde desteñido con rayones de marcador. El pirata perdió su barco. Lola, un ojo y una aleta.

A veces me decía: «Están muy trajinados los juguetes. Tú no los sabes cuidar». Pero yo sí los cuidaba, les hacía casas —y en esas casas, vivían protegidos—. Cogía las mismas cajas en las que venían y convertía el cartón y el plástico en techos y camas. También los libros eran casas, hogares de dos paredes. Ahí dormían, descansaban, dejaban de pelear: igual envejecían.

Me preguntaba por su sentir, la emoción de mis juguetes. Llegaban en las cajas con expresiones que yo no escogía: si los hacían bravos, estaban bravos siempre; y si venían felices, felices se la pasaban. Para cambiar una expresión había que dañar el juguete, hacerlo envejecer: cambiar la mueca con marcador, dibujar lágrimas —dañar el juguete—. Prefería no hacerlo para no hacerlos viejos. Entonces, al estar con ellos, tenía que pensar en sus vidas, decidir si en el juego pasarían por cosas que los harían bravos o felices —historias, en fin, que ocasionaran la emoción con la que venían—. Casi siempre sucedían eventos que provocaban sus expresiones de origen, aunque de a ratos se decían entre ellos: «Hoy ha sido un día bueno, pero sigues bravo». O también: «Has sufrido mucho, pero todavía sonríes».

La sonrisa, sin embargo, se borraba a veces, como se fue borrando el verde de cada tortuga: envejeciendo, envejeciendo, sin jamás morir.

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