VAMOS A ENTERRAR A CHARLY

Enrique Carro

 

 

Todavía no había visto a Víctor ni a su gato Charly. Había visto a mucha gente, incluso a su hermano, pero no a Víctor. No habíamos podido coincidir. Decidí llamarlo otra vez y sorpresivamente contestó su hermano.
— Habla, ¿qué haces, mariquita?
— Acá, pues, me voy mañana. ¿Y tu hermano?
— Acá está. Está jodido, on.
— ¿Qué le pasa?
— Se ha muerto su gato.
— No jodas.
— Su gato, huevón. Ya te imaginas.
— Puta madre, su gato Charly.
— Yo también estoy jodido. Lo quería, on.
— Hasta yo lo quería, conchasumadre.
Se produjo un silencio en la llamada. Recordé a Charly, blanco con manchas color marrón, ojos pardos, pequeño y cariñoso. Con una correa negra que no iba con su personalidad.
— Y, ¿qué van a hacer ahora? — pregunté.
— Vamos a enterrarlo. Obvio. Y después al malecón. Caballero nomás.
— Caballero — respondí — oye… espérenme y voy a enterrar a Charly con ustedes. Así veo a tu hermano de una vez.
— Ya. Bravaso.
— Voy.
En unos minutos estaba en un taxi cruzando Comandante Espinar, rumbo a la casa de mis dos amigos, que vivían en un departamento cerca del Olivar, un parque de olivos en el barrio donde yo había vivido durante mi infancia. Pablo, el hermano de Víctor, me abrió la puerta. Estaba triste, se le notaba en la pequeñez de su boca.  Pero luego vi a Víctor tirado en su cama con la cara toda mojada de tanto llorar. Vi sus ojos mínimos y sus  párpados hinchados. A su lado estaba el gato Charly, que ya no era ni pequeño, ni tierno, ni llevaba la misma  correa negra disonante.
— Puta, lo siento, brother.
— No pasa, nada, cabrito. Estas cosas pasan. Estaba viejito — Víctor se puso a llorar.
Salimos los tres con el gato en una bolsa y una pala de jardinería rumbo al Olivar. El parque era alargado y lo cruzaba un paseo. Intentamos buscar un lugar aislado. Por fin encontramos un rincón perfecto. Cada uno daba dos buenas lampadas y entregaba la pala con un abrazo. Faltaban unas tres lampadas cuando apareció un guardia municipal.
— Perdonen, jóvenes. ¿Qué están haciendo?
— Vamos a enterrar a mi gato, maestro — respondió Víctor.
— No, señor, eso no está permitido por la municipalidad.
— Pero he enterrado a todos mis animales aquí, toda mi vida — dijo Víctor.
Pablo tenía las manos en la cintura. Yo miraba los olivares y la bruma de octubre pasearse densamente por los altos techos de las casas inglesas y por las pompas de los eucaliptos.
— He enterrado dos gatos, una monita… y ahora al viejo Charly, maestro.
— Lo siento, pero lo que usted ha hecho es un delito, joven. Ahora mejor llenen el hueco nomás, y márchense, por favor. Y lo dejamos ahí.
Tuvimos que llenar el hueco e irnos a buscar otro parque. En el camino compramos unas latas de cerveza.
— Y, ¿cómo va la vida en Barcelona, tórtolo?
— Todo bien, felizmente.
— Se te ve bien. Te queda bien esa barbita que hípster. Llevas bien la pelada.
— Conchatumadre.
— Eres un calvo digno.
Como los viejos tiempos, rehuyendo las calles bulliciosas, escalando por cuadras desoladas, bebíamos y fumábamos. Llegamos al malecón del parque de la Pera, mítico refugio de mi adolescencia. Empezamos a abrir un agujero otra vez, ya sin abrazos, habiendo comprendido la muerte y con ganas de deshacernos del gato que se empezaba a poner rígido. Pero otro guardia nos jodió el plan. Fuimos por más cerveza. Esta vez nos sentamos en un bar y pasamos un buen rato departiendo. Habíamos empezado a reírnos del gato muerto, del viejo Charly.
— Como nos sigan jodiendo, ¿dónde vamos a enterrar a Charly?
— Caballero nomás. En un tacho de basura, la Bajada Balta, es bonito por ahí
propuso Pablo.
— Lo podríamos tirar por el puente Villena, como se tiraban antes los suicidas — agregué yo.
— ¡Yo no voy a tirar a Charly a ninguna parte! — gritó Víctor — lo amo demasiado.
Pablo y yo nos miramos.
— ¿Lo amas demasiado?
Nos cagamos de risa. Víctor lo amaba demasiado.
— Pero, huevón — dije yo — , ¿cómo se hace para amar demasiado?
— Algo así como que te amo tanto que no lo soporto — dijo Pablo entre risas.
— Qué tal fresada, conchasumadre.
Víctor pasó del enfado a la risa. Se reía, aplaudía y zapateaba. Todo seguía siendo lo mismo de siempre y estaba bien así. Caminamos por la avenida del Ejército. Los faroles naranjas y la noche lila, y ese aire húmedo que parece una finísima tela que te acaricia, me trasportaban en el tiempo. El rumor del mar a lo lejos. Alguna ráfaga de viento salado. Intentamos enterrar al gato en el parque María Reiche, en el Cisneros, en el del Libro, pero siempre había un guardia que aparecía. Era evidente que ya no se podía enterrar a una mascota muerta en los parques de San Isidro y Miraflores. Aquel ya no era el lugar salvaje de antes. De ese lugar solo quedábamos nosotros. Nos sentamos un rato en un murito a ver el mar.
— No queda otra que tirar a Charly a la basura — reflexionó nuevamente Pablo.
El mar era el único que hablaba.
— Aquí en Armendáriz — dijo Víctor, inesperadamente En el Select de toda la vida.
— Muy simbólico dije sin ánimo de burla.
— Sí — respondió Víctor — y además venden cerveza.
Estoy seguro de que los tres recordamos sin decirlo todas esas noches que empezaban o terminaban en ese grifo Repsol, que luego se convirtió en Select. Juraría que los tres estuvimos en alguna de esas noches hasta llegar a la gasolinera. Entramos en la tienda y luego salimos. Lo que pareció sospechoso, con la bolsa negra que llevábamos, o al menos nos lo pareció a nosotros en nuestra paranoia.
El basurero del autoservicio estaba al costado de la cajera con esas molestas tapas por las que no entra un gato muerto. Por lo tanto, teníamos que empequeñecer al gato para meterlo allí. Pablo intentó encogerlo porque Charly tenía las patas estiradas.
— ¿Si lo aplasto a patadas? — dijo Pablo, se le veía nervioso.
— Ninguna patada a Charly — respondió Víctor.
— Eres un engreído de mierda, on.
Parecían dos niños, los había visto pelearse así por quién llevaba la pelota al parque y ahora los veía peleándose con el cadáver de su gato en una bolsa negra, en la puerta del autoservicio del Select de Armendáriz.
—Dame la bolsa — dije.
Ambos me miraron y se quedaron de piedra. Entré en la tienda con el gato en la bolsa. Cogí seis cervezas bien frías. Seis Pilsen. Solo era cuestión de hallar la señal. Vi que en la estantería, detrás de la cajera, había, paradójicamente, unos tubos de chicles con unos gatitos de peluche, algo que solo podía pasar en la tienda de un grifo de Lima, un lunes a las ocho con un gato muerto en una bolsa.
La señorita se dio la vuelta para coger el gatito de peluche que le pedí y aproveché para meter a presión la bolsa en basurero. Cuando me giré, después de recibir el cambio, Víctor y Pablo me miraban desde detrás de la puerta de cristal. Metí el peluche en el bolsillo de mi chaqueta y le di las golosinas a Pablo.
— Son un par de rosquetes.
Volvimos al malecón.
— ¿Volverás algún día o ya te quedas allá? — me preguntó Pablo.
— No le preguntes esa mierda. Se pone nervioso y tartamudea.
Como era cierto convine callarme. Bebimos y luego hablamos de nimiedades a carcajadas. A las doce, Pablo dijo que tenía que irse y Víctor también. Fumamos lo que quedaba y emprendimos el retorno.
— Bueno, huevón, seguro que el próximo año voy con Ana a Barcelona. Estamos hablando.
— Perfecto, compadre — le respondí a Pablo, luego me volví a Víctor y le regalé el pequeño gatito de peluche — , toma, no se parece a Charly, pero algo hará.
— Eres un cojudo con patas.
Nos abrazamos.
— Cuídate, cabrito.
Regresé a casa solo. A dos cuadras me paré en una calle cualquiera, miraflorina, callada, donde la noche proliferaba con perfil bajo. Miré el cielo de Lima y el color ambiental que le daban esos típicos faroles naranjas que iluminaron siempre mi callejear nocturno. Intenté imaginar a la señorita de aquel Select abriendo la bolsa negra que sobresalía del tacho de basura. La vi encontrando al viejo Charly rígido como si hubiera muerto en su última estirada. La oí gritar desesperada. La vi desmayada en el suelo con un montón de bolsas de pan Bimbo encima y una estantería desbaratada a su lado. Me reí y volví a casa de mi madre.
Sentí que amaba esa ciudad, sentí que la amaba demasiado.

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