4 poemas
Un día en septiembre. Este pueblo
: las lluvias se olvidaron
de nosotros los años
más recientes.
A ramalazos de jarilla,
no encontraba escondite
el terror desnudo de los peces.
No había nada por estos valles,
tan sin hermosura ni líquidos
cristales ni sombras ni noticias;
no pasaba por aquí ningún tren
para desfigurar el rostro de los héroes
que avergonzaba a las monedas
—escasísimas, lo que sería como planchar
a la pobreza—.
Por las tardes, sin agua
para refrescar el aburrimiento,
buscábamos la protección del esqueleto
de los montes,
del dique aquel de arbustos secos
donde ejercitábamos hasta el hastío
la idea que entonces teníamos
del sexo;
soltábamos el semen sin
saber que era su sabia la que poco
a poco
de algún lugar nos expulsaba.
Esta infancia, como el pueblo,
no tuvo la gracia de pueblos y ciudades
a los que parte un caudal vivo. Tuvo
un canal artificial para mojar
cebadas raquíticas y oscuras, aunque
me regalara, sí, la flotación piadosa;
eyaculaciones a manos compartidas
y confiables de quienes son hoy
respetables padres de familia.
Aquí no hubo vientos enloquecedores
para justificar talentos o locuras
—ninguna tramontana—
ni guerras ni guerrillas ni desgracias
mayores que unos cuantos caídos
en la estadística del cáncer
sin el trópico.
Tampoco tuvo un lago o un puerto:
no fue Brest ni Belfast ni Azzemour
ni Cartagena; no fue Moraine o
Bonete o Juturnaíba o
Burley Griffin.
Había un pozo de agua estancada
y verde
que no tuvo nombre y bautizamos
como El Pozo
[original adolescencia;
es decir:
adolecíamos
también de la palabra–
Pero El Pozo no tuvo tampoco
espacio en la historia nunca escrita:
lo que carece de afluente carece de memoria;
no había en él seres marinos ni monstruos
apocalípticos: coronaba su fondo
un triste nido de ajolotes, anfibios
casi extintos de tracción a manos
delanteras.
Algunas tardes, por una vereda
de arbustos espinosos,
íbamos hasta sus litorales
a molestar víboras pardas
que se asoleaban en el lomo
de algunas ramas. No
entendí por qué les lanzábamos piedras
hasta muchos años después:
Cierta ocasión, sobre el bordo del canal,
cruzaba una víbora muy grande
—dos metros son inabarcables a los siete años—
y mi padre frenó justo encima de ella,
despellejando una parte de su ondular cilíndrico;
luego le aplastaron con una piedra la cabeza
y la subieron a la caja del pick up de papá,
donde yo viajaba, y me tuve que sentar
sobre las piernas de uno de mis hermanos,
dentro de la cabina, donde serpientes
nunca adivinadas también en los dos se despertaban.
Cuando llegamos a casa
tendieron la víbora en el patio
y llamaron a todos los vecinos para presumir
el animal aquel casi demoníaco.
Apenas pude darme cuenta
que comenzó a llover aquel septiembre.
El hijo menor, el más
desenvuelto, el más inteligente
—decía el padre.
El hijo menor, el más inteligente,
el más desenvuelto,
no tuvo para ellos llanto de chiquillos
alborotándoles la siesta,
ni camas amarillas ni nueras transparentes:
tuvo, sí, algunos oscuros compadrazgos perdidos
como él entre vicios asequibles incentivados
por el aburrimiento que asuela al desempleo.
A medio día, le ladraba al infierno
bajo la maternal sospecha profesionalizada.
El hijo menor, el más desenvuelto,
sólo donó a la noche la certeza
de que un hombre enamorado es despreciable
y peligroso,
pues la delicadeza de amar no está
en lo que se apropia sino en lo despreciado.
El hijo menor no tuvo huesos:
revistieron sus carnes plumas del color
de la nostalgia; gustaba de volar
humedecido en el esperma anónimo
de rojos carnavales, propiciar el milagro de algunos
leones sueltos.
Pero sólo diciendo luz un hombre
puede ver con claridad lo que él apaga.
Porque aunque hay cosas
que a ciertas horas de la noche son terribles
[un relámpago que deslumbra a algún espejo,
la novia que se prueba la blancura,
el tren que silba su alegría sobre la carne anónima de un perro]
el hombre está obligado
a cantar aquello que ama;
dejar muy claro dónde estuvo.
[Aunque su vida sea el sitio
más hostil para su vida–
Spike se llamaba uno de ellos
y no sé bien por qué;
no recuerdo que en casa se vieran dibujos animados.
Su cola era una fiesta a cualquier hora del día;
a cualquier hora de la noche,
su furia dos marfiles clavando la cerrazón oscura
de la casa.
Es curioso,
no recuerdo su muerte.
El otro, equivocado, se llamó Rebelde
y nunca Chester.
Era un mar de nobleza, viento ligero
que en las tardes de nadie rizaba el canalón
y dormía a los pies del primero que alcanzara
la mecedora en las banquetas.
Se fue a morir solo, en un barranco.
No quiso ahondarnos la agonía
en la soltura aquella de los montes.
Para Elvia Ardalani. Y para A. E. Quintero.
La palabra maricón, Alfredo,
a mí también me gusta mucho.
No creo en la corrección política
y los eufemismos son generalmente
insalubres.
Esa palabra es potente;
así, fuerte y grandiosa,
sin escondrijos de nada
: maricón.
Con acento en la o.
El hermano mayor decía
que si uno de sus hermanos «resultaba» maricón
le cortaría los huevos.
[nunca fue mi intención
perderlos pero mi temor también no–
El bachillerato fue mi purgatorio
por crímenes que yo desconocía
: llegue a él todavía con piel
de granjerito y ojos limpios
[en el campo era diferente.
Ahí le gente era buena por entonces,
porque no les había el hambre
llevado hacia la guerra
y yo era un niño simpático
y atrevido
que a todo ponía gracia
y la regaba como lluvia
sobre los rosales del patio]
En cambio, en los pasillos
del bachillerato,
Elvia,
[al lado hay un bosque]
por ejemplo,
fue una canción que cada día
me acompañó en los cortos pasos
del pórtico hasta el aula;
durmió conmigo en las noches de fiesta,
acunada contra la polvera de un auto
mientras me despeinaba
el resuello ácido de un borracho
que lo sabía todo y —si no—
se lo diría a mi hermano.
Pero la palabra maricón
y yo siempre fuimos amigos.
Debe ser porque
—como a los amigos—
la he escuchado con más frecuencia
de lo que permite la locura.
Fuimos —esa palabra y yo—
de uso y abuso común y
—para qué esconderlo—
conveniente. Cuando
este país sin leyes la prohibió
por ofensiva,
yo me sentí ofendido.
: Estoy
tan acostumbrado a ella
que no sé voltear
si alguien, ahora,
me llama por mi nombre.