4 poemas

Luis Aguilar

 
 
 
Un día en septiembre. Este pueblo

: las lluvias se olvidaron

de nosotros los años

más recientes.

 

A ramalazos de jarilla,

no encontraba escondite

el terror desnudo de los peces.

 

No había nada por estos valles,

tan sin hermosura ni líquidos

cristales ni sombras ni noticias;

no pasaba por aquí ningún tren

para desfigurar el rostro de los héroes

que avergonzaba a las monedas

—escasísimas, lo que sería como planchar

a la pobreza—.

 

Por las tardes, sin agua

para refrescar el aburrimiento,

buscábamos la protección del esqueleto

de los montes,

del dique aquel de arbustos secos

donde ejercitábamos hasta el hastío

la idea que entonces teníamos

del sexo;

soltábamos el semen sin

saber que era su sabia la que poco

a poco

de algún lugar nos expulsaba.

 

Esta infancia, como el pueblo,

no tuvo la gracia de pueblos y ciudades

a los que parte un caudal vivo. Tuvo

un canal artificial para mojar

cebadas raquíticas y oscuras, aunque

me regalara, sí, la flotación piadosa;

eyaculaciones a manos compartidas

y confiables de quienes son hoy

respetables padres de familia.

 

Aquí no hubo vientos enloquecedores

para justificar talentos o locuras

—ninguna tramontana—

ni guerras ni guerrillas ni desgracias

mayores que unos cuantos caídos

en la estadística del cáncer

sin el trópico.

 

Tampoco tuvo un lago o un puerto:

no fue Brest ni Belfast ni Azzemour

ni Cartagena; no fue Moraine o

Bonete o Juturnaíba o

Burley Griffin.

 

Había un pozo de agua estancada

y verde

que no tuvo nombre y bautizamos

como El Pozo

[original adolescencia;

es decir:

adolecíamos

también de la palabra–

 

Pero El Pozo no tuvo tampoco

espacio en la historia nunca escrita:

lo que carece de afluente carece de memoria;

no había en él seres marinos ni monstruos

apocalípticos: coronaba su fondo

un triste nido de ajolotes, anfibios

casi extintos de tracción a manos

delanteras.

 

Algunas tardes, por una vereda

de arbustos espinosos,

íbamos hasta sus litorales

a molestar víboras pardas

que se asoleaban en el lomo

de algunas ramas. No

entendí por qué les lanzábamos piedras

hasta muchos años después:

 

Cierta ocasión, sobre el bordo del canal,

cruzaba una víbora muy grande

—dos metros son inabarcables a los siete años—

y mi padre frenó justo encima de ella,

despellejando una parte de su ondular cilíndrico;

luego le aplastaron con una piedra la cabeza

y la subieron a la caja del pick up de papá,

donde yo viajaba, y me tuve que sentar

sobre las piernas de uno de mis hermanos,

dentro de la cabina, donde serpientes

nunca adivinadas también en los dos se despertaban.

 

Cuando llegamos a casa

tendieron la víbora en el patio

y llamaron a todos los vecinos para presumir

el animal aquel casi demoníaco.

 

Apenas pude darme cuenta

que comenzó a llover aquel septiembre.

 
 
 
 
 
 
 
 
 

El hijo menor, el más

desenvuelto, el más inteligente

—decía el padre.

 

El hijo menor, el más inteligente,

el más desenvuelto,

no tuvo para ellos llanto de chiquillos

alborotándoles la siesta,

ni camas amarillas ni nueras transparentes:

tuvo, sí, algunos oscuros compadrazgos perdidos

como él entre vicios asequibles incentivados

por el aburrimiento que asuela al desempleo.

 

A medio día, le ladraba al infierno

bajo la maternal sospecha profesionalizada.

 

El hijo menor, el más desenvuelto,

sólo donó a la noche la certeza

de que un hombre enamorado es despreciable

y peligroso,

pues la delicadeza de amar no está

en lo que se apropia sino en lo despreciado.

 

El hijo menor no tuvo huesos:

revistieron sus carnes plumas del color

de la nostalgia; gustaba de volar

humedecido en el esperma anónimo

de rojos carnavales, propiciar el milagro de algunos

leones sueltos.

 

Pero sólo diciendo luz un hombre

puede ver con claridad lo que él apaga.

 

Porque aunque hay cosas

que a ciertas horas de la noche son terribles

[un relámpago que deslumbra a algún espejo,

la novia que se prueba la blancura,

el tren que silba su alegría sobre la carne anónima de un perro]

el hombre está obligado

a cantar aquello que ama;

dejar muy claro dónde estuvo.

[Aunque su vida sea el sitio

más hostil para su vida–

 
 
 
 
 
 
 
 
 

Spike se llamaba uno de ellos

y no sé bien por qué;

no recuerdo que en casa se vieran dibujos animados.

Su cola era una fiesta a cualquier hora del día;

a cualquier hora de la noche,

su furia dos marfiles clavando la cerrazón oscura

de la casa.

Es curioso,

no recuerdo su muerte.

 

El otro, equivocado, se llamó Rebelde

y nunca Chester.

Era un mar de nobleza, viento ligero

que en las tardes de nadie rizaba el canalón

y dormía a los pies del primero que alcanzara

la mecedora en las banquetas.

Se fue a morir solo, en un barranco.

No quiso ahondarnos la agonía

en la soltura aquella de los montes.

 
 
 
 
 
 
 
 
 

Para Elvia Ardalani. Y para A. E. Quintero.

La palabra maricón, Alfredo,

a mí también me gusta mucho.

 

No creo en la corrección política

y los eufemismos son generalmente

insalubres.

 

Esa palabra es potente;

así, fuerte y grandiosa,

sin escondrijos de nada

: maricón.

Con acento en la o.

 

El hermano mayor decía

que si uno de sus hermanos «resultaba» maricón

le cortaría los huevos.

[nunca fue mi intención

perderlos pero mi temor también no–

 

El bachillerato fue mi purgatorio

por crímenes que yo desconocía

: llegue a él todavía con piel

de granjerito y ojos limpios

[en el campo era diferente.

Ahí le gente era buena por entonces,

porque no les había el hambre

llevado hacia la guerra

y yo era un niño simpático

y atrevido

que a todo ponía gracia

y la regaba como lluvia

sobre los rosales del patio]

 

En cambio, en los pasillos

del bachillerato,

Elvia,

[al lado hay un bosque]

por ejemplo,

fue una canción que cada día

me acompañó en los cortos pasos

del pórtico hasta el aula;

durmió conmigo en las noches de fiesta,

acunada contra la polvera de un auto

mientras me despeinaba

el resuello ácido de un borracho

que lo sabía todo y —si no—

se lo diría a mi hermano.

 

Pero la palabra maricón

y yo siempre fuimos amigos.

 

Debe ser porque

—como a los amigos—

la he escuchado con más frecuencia

de lo que permite la locura.

Fuimos —esa palabra y yo—

de uso y abuso común y

—para qué esconderlo—

conveniente. Cuando

este país sin leyes la prohibió

por ofensiva,

yo me sentí ofendido.

: Estoy

tan acostumbrado a ella

que no sé voltear

si alguien, ahora,

me llama por mi nombre.

 

Top