Tres poemas

Carlos Pardo

Ya hay moscas en el Pérmico

La tierra
tiene una edad aproximada
de cuatro mil quinientos millones de años.

La vida en la tierra
comenzó hace tres mil o cuatro mil
millones de años,
dependiendo de qué consideremos vida.

Los homínidos tienen una antigüedad
de cuatro a siete millones de años,
según qué definamos como homínido bípedo;
los Homo, tan sólo
dos millones y medio.

El primer Homo sapiens,
eso que somos, aparece
doscientos mil años atrás.

Hasta el diez mil antes de Cristo
baila, se aburre y hay quien aventura
que para entonces ya ha inventado
la religión. El Homo vive
feliz cazando al fresco.

La cosa se acelera un poco en el
cuarto milenio antes de Cristo:
la escritura, la rueda, las ciudades,
el comercio, la guerra y la decoración
de templos.
Es decir,
ciento noventa mil de nomadismo
recolector, caza abundante y frío
glacial, sin escasez y sin malaria
(sin las enfermedades de vivir apiñado),

y apenas
seis mil (o siete mil) años de Historia,
de convivir con la basura,
el ahorro y los recuerdos.

Mientras el hombre caza, la mujer
descubre la fermentación,
inventa la cerveza y, de paso, la química,
los telares y las manufacturas;

y el dibujo rupestre,
donde cada animal es único.

Ciento noventa mil años
sin dobles sentidos,
con una confianza literal
en el símbolo
que a veces
pone en riesgo la vida:

por ejemplo si nos alimentamos
de la hermosura de una flor azul.

Ciento noventa mil años sin arte
ni comedia romántica
ni verdadera poesía.

Sólo seis mil años de Historia.

Seis millones: un mono
baja del árbol con andares
desordenados. Dos millones:
un rostro familiar.

Ya hay moscas en el Pérmico.

Es imposible no sentir predilección
por los años vacíos.

 

 

 

Instrucciones para enterrar a una madre

El entierro
no es una opción.

Deja al viento
otras ruinas
y conserva a la madre como idea.

No obstante,
lo primero es el cuerpo.

El frío de una sala,
un peinado difícil y unas velas
eléctricas.

Ninguna vestimenta propia.
A ser posible, una sábana encima.
Es peor ser meticuloso.

¿Y las mejillas? Soslaya
la impropiedad de las mejillas
drenadas.

Sé expeditivo con los daños morales.

Discúlpale, también,
su renuencia al plural comunitario,
la desmemoria,
la cicatería.

Y el ritornello de la enfermedad
y el virus del sarcasmo
y los chistes racistas.

Incinérala.

Un día que no llueva,
tus hermanos y tú
llevadla a sus orígenes.

Buscad su pueblo o,
en su defecto, un pueblo.

Aunque no la recuerden
tres viejos con tromboflebitis
en la puerta de un bar, inventadle
una leyenda ambigua.

Si es huérfana decid que fue criada
por una loba.

Perdonadle la guerra,
la niñez adulta
y el adulto fracaso.

No confundáis a la madre con la madre patria.

Por último, la noche antes de la entrega
al prado de su infancia,
consultad un oráculo
que os preste las metáforas
y una jerga.

Si el prado de su infancia
es hoy un parking, dirigíos
a un extremo con hierba.
Desenroscad el bote y romped el precinto.
Extended el sobrante de la bolsa de plástico
por la cabeza de la urna.

Pide turno y sé breve:

Eras pequeña pero alta
para la época.

Te fuiste a tiempo,
demasiado pronto.

Muerta, nos dejas menos cosas
de las que bromear.

Esparcid las cenizas de vuestra madre,

las pequeñas,
también los grumos.

No conserves siquiera una piedrita gris.

Límpiate los zapatos.

Y perdónale al mundo de los hombres
y a la naturaleza
lo que han hecho con ella.

 

 

 

Las elegías finales

No cortéis lo que podáis desatar
                                             Joubert

Una ciudad no demasiado
poblada en un agosto melancólico
o en una primavera
que es ofensa a la sangre,

un cielo
que se toca el sombrero
y comienza a nevar,

una ciudad que ha sido devastada
por la mímica en los escaparates
de telas y mantillos,
junto al jardín trazado por los deportistas,
frente a la puerta de una casa
donde has vivido,

la suma de miradas, los vistazos
sumarios
sin un reducto o quicio breve
al que no añada
su nota al pie una vida
completa, las

parejas de camino
llegan tarde
a una cita que luego las deprimirá

o en el vulgar cansar las piernas,
unas piernas que cifran su alegría
en esta resistencia triste del paseo,

casi en cualquier rincón
los ojos, las miradas
adormiladas
en médicos o esperando
afuera de una sucursal,

en este irredimible mostrador
prenavideño de noviembre,
donde hoy esbozo este trayecto

y me pregunto (aunque
sin ningún dramatismo),
cómo era esta ciudad
antes de verla con tus ojos.

A veces imagino que hago el duelo
más largo de la historia, uno
para el que llevo preparándome

desde antes, incluso, de insultarnos
o de mentirnos para conservar
esta fe en algo propio.

Por eso elijo las miedosas
y bulliciosas calles con franquicias
donde también fui un niño,
calles ya desprovistas de una mística entrañable.

Principios y finales.
El niño y el adulto ante la misma
ausencia de retórica.

Abruma la insistencia,
apenas comenzamos
a vivir,
en los lentos epílogos.

¿Cuándo se tiene edad
para amar el comienzo?

Es fascinante
descubrirse maduro
de golpe, uno

que ya ha sido expulsado
y tiene perspectiva,
incluso un individuo
que carga su extinción
desde su nacimiento,
como un inmemorial rito de especie.

Un aprendiz de viejo.

El poeta Ramenius vivió cincuenta años con su esposa.

Fallecida (y después
de honrar a su pequeño
cadáver
empaquetados
en un tejido duro

esos frágiles huesos
de Brilda con sus cónicas
vulnerabilidades,
huesos para abrazar),

tomó Ramenius como esposa
a su joven criada.

Y a Reine le fue fiel:
a su piel
picada y al olor
de los productos de limpieza.

La pareja
gozó de un carismático
amor de cinco décadas.

Y apenas dos semanas
después del óbito de Reine,
nuestro poeta proverbial,
se casó con Carilda.

Una incesante
e inextinguible
cadaverización
del amor.

Ese vicio de la fidelidad,
del sacrificio y de la monogamia.

Desorientados
por un miedo antiguo,

los ojos
perdiéndose y reconociéndose
en las ondas
de las sábanas,

los ojos de los vivos y de los felices,

el cuerpo sobre un río
que corre y nos arrastra,

sobre el que nunca dormiremos
de nuevo.

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