Temporal

Soledad Carosella

 

 

 

Tres días comiendo carpa estuvimos. Entre los mosquitos, con calor. Yo con la garganta cerrada, apenas picoteando, entre descompuesta y atormentada. Todo culpa mía. Siglo XXI y los gauchos resulta que saben más que el satélite. La culpa es mía. Qué sabe Lucho de cómo se pone acá. Si hasta de los mosquitos se maravillaba él. Les sacaba fotos.

Yo tendría que haberme impuesto, si sabía que el peor resultado posible era el que me iba a caber a mí: los soretes de punta, el agua arrastrando la decoración y las mesas, el campo anegado por varios días y todos los porteños llenos de ronchas. Y la desgracia. La peor fiesta de casamiento de la provincia.

Al principio, ni bien se largó, todos se divirtieron con las corridas en ropa de fiesta al reparo de la casa, y hasta el resbalón de un mozo o la zancada de alguna tía provocaba en nuestros amigos una carcajada exagerada. Se comió adentro y, a pesar del calorazo, de los trapos de piso al pie de los ventanales, se bailó un par de horas, y se chivó lindo. Fui brevemente feliz, viendo como nuestras familias y amigos, niños y viejos, disfrutaban, y le ponían buena cara al mal tiempo. Pero todavía después del postre la lluvia no aflojaba y así hasta la noche, cuando los invitados se amontonaron en la galería para fumar y refrescarse un poco.

Estaban felices igual. Si la casa es hermosa, mi familia es un cuadro de Molina Campos, y antes del agua habían visto caballos, vacas, unos cerdos y todo tipo de animales exóticos.

La siguiente mañana, algunos chiquitos aburridos consiguieron permiso para chapotear bajo la lluvia, pataleando entre el barro y las servilletas desintegradas, zafando sólo ellas de los mosquitos y del calor que a los adultos nos empezaban a irritar. El jefe de Lucho me decía que era la primera vez que sus hijos se divertían así desde su divorcio. El viejo Antonio, el casero histórico del campo, largaba cada tanto una risa medio gritona mirándolos, y se rascaba y rascaba la entrepierna. Yo le había pedido a mi viejo que se lo llevara esos días, que esa costumbre horrible iba a disgustar a mis invitados, pero él dijo que no, que imposible, que lo necesitaba más que a nadie para organizar a la peonada y que iba a hablar con él para que afloje con el mal gusto. Que Antonio era el verdadero dueño del campo. Así me dijo.

Decí que las heladeras carniceras de la casa estaban hasta la manija de mercadería, y que hasta la más chica de las habitaciones estaba limpita y con ventilador, as[i que suplimos con chorizo seco y vino de primera los frescos paseos bajo los robles y las truncas excursiones al Salado.

Igualmente, ya para esa noche el propio río se había llegado hasta nosotros, presentándose con una película blancuzca sobre toda el agua que ya se estancaba alrededor de la casa. Los gauchos compinches que se habían acercado a ayudar, sabiendo de las visitas extranjeras, se apeaban de los caballos empapados. Puteaban por los pozos, que habían horadado el suelo ya arcilloso, y se les untaba la cara de una harina blanquecina, más propia de Miramar que de Moquehuá. Los ojos los tenían colorados, y no ayudaba la rudeza con que se los refregaban. Dijeron que el agua hasta las rodillas de los caballos no sería tanto problema si no fuera por los pozos. La tierra estaba a la miseria hacía años. Yo sabía, Antonio sabía: los autos no iban a poder salir por unos días.

Mi viejo empezaba a inquietarse y yo estaba directamente desconsolada. Por suerte, Lucho  y sus muchachos estaban tan en pedo que todavía no se hacían el tiempo de preocuparse. Cuando me cruzaba por las altas galerías alrededor de la casona, por donde yo corría tratando de complacer con limonada fresca o caladryl a algún pariente, Lucho me besaba fuerte en la boca y me repetía pegajoso no te preocupes.

Qué le iba a decir yo.

La mañana siguiente, mientras Antonio freía decenas de empanadas de carne en el disco, me repitió por enésima vez que antes no era así. Mi viejo también les contaba a los amigos que él llegó a ver el río cuando era verde. Era salado, sí, pero tenía unas algas, estaba oxigenado y corría bastante más. Y no se anegaban así los campos. Dicen ellos, qué se yo.

 

 

A pedido del Excelentísimo Sr. Gobernador de la Provincia de Buenos Aires Don Juan Ramón Balcarce y con anhelo patriótico de extender la influencia de pastores y agricultores a las tierras situadas más allá de la Guardia de Luján, reporto por medio de la presente los resultados de mis excursiones. Me excuso asimismo por no haber podido finalizar el encargo y aquí detallo por qué.

Que a los 25 días del mes de enero del año 1832 me llegué al establecimiento conocido como “la Cañada Rica” del ilustre vecino Manuel López sito en la zona Costa de las Saladas, a unas 40 leguas al Sudeste de la Guardia. Que pese a la insistencia del patrón fue difícil procurar un baqueano que sirviese de guía hasta los terrenos aledaños al cauce del Río principal, dadas las funestas supersticiones con las que los locales se explican la Gran Seca. Los pacíficos granjeros de la zona lamentan que tanta matanza entre salvajes, gauchos y paisanos haya condenado el suelo, que tanto finado sin entierro cristiano y tanta criatura abandonada a la buena de Dios haya maldecido la salud de este río. Yo no tomo a la ligera sus preocupaciones, sino que alimento con ellas mi entusiasmo de estudiar los suelos y lechos de agua para arremeter con obras públicas que posibiliten trabajo, que es lo único que distraerá a los hombres de la guerra y los manosantas.

 

 

Cuando de chicas íbamos hasta la cuenca desde El Mosquito, yo más me convencía de lo mentirosos que podían ser mi papá y Antonio.  Cientos de metros antes de alcanzar el agua, la tierra empezaba a aflojarse, las zapatillas se nos quedaban atrapadas en el barro chicloso, y por un largo trecho corríamos sin querer resignarnos a una carrera de ritmo onírico hasta el agua. El suelo burbujeaba y se movía, y yo fantaseaba con la ballena que San Brandán había confundido con una isla. Antonio a veces decía que el Salado tenía entrañas de dragón y que cada tanto salía, desbordaba todo y quemaba con su vómito los campos de la costa.

Al zambullirnos, más calor nos envolvía todavía, y encima teníamos que forcejear varios metros en contra del agua para llegar a un piletón que superara nuestras rodillas. Mis hermanas no fueron nunca más, asqueadas de picaduras y raspones, pero yo insistía porque quería encontrar un tramo verde, alguna curva o pocito recóndito que confirmara las historias de la gente de antaño: deliraba imaginando una sombra, un baldón de agua fresca, un lecho firme y plano. Los grandes siempre advertían: guarda con los pozos, al río le gusta acompañarse de angelitos.

Insistí por años, embarrando mi ropa y mis uñas y mi lucidez, amando un río que yo imaginaba. Fingiendo que esa abrasadora caricia marrón me complacía y que la sal en mis mejillas me hacía bien, cuando lo que me salvaba el día era arremeterle al brazo de la bomba en el jardín de la casa y meter la cabeza abajo aprovechando los precipitados chorros. Mis hermanas se reían de mí, mientras se refrescaban con los abanicos gigantes de mi abuela abajo del roble y puteaban a una oruga pinchuda que el árbol les escupía en los hombros.

Antonio siempre contó que cuando él era chico había carpas, igual que ahora, pero que aquellas eran más buenitas y hasta se dejaban agarrar con la mano. Que él y su hermano iban al Salado y jugaban con ellas. Que una lo mordió sin querer y que esa es la cicatriz en el muslo que según él le permite conocer la acechanza del peligro, de la sequía y hasta de las personas jodidas.

Mis primos de acá dicen que es muy difícil que una carpa te muerda, a menos que le metas los dedos o “algo así”, porque sólo tienen unas muelas allá atrás, casi en la garganta. Se ríen con los ojos cuando dicen “algo así”.

Antonio fanfarronea que a Rosas también lo mordió una carpa, que el gobernador las cazaba con arpón en su estancia del San Miguel del Monte, y que las carpas le conocían y le atacaron adrede. Después yo me di cuenta de que todo eso era verso, porque a las carpas las sembró Sarmiento después del 68 y a Rosas le dieron el raje ni bien Caseros. Pero estos viejo son así, mienten por puro gusto nomás, y más todavía si hay una boluda ingenua como yo.

Cuando pienso en estas cosas, ahí es cuando me lastima ese amor patriótico artificial, por un pasado y un territorio que se empeñan en no ser míos. Me siento una bola sin manija, una guacha. Me he puesto fría con los años y aunque me guste todavía el olor del río cuando una brisa fresca me lo sopla al atardecer, yo sé que esa depresión lisa y larga, que le dicen Pampa húmeda o Moquehuá o La Rica, que albergó caudillos y bandidos argentinazos vive un presente en línea con los grandes negocios del mundo y la explotación fría y calculada, y que nada tiene que ver con una profe de inglés de 29 años. Que El Mosquito que les muestro a los porteños me pertenece tan poco como a ellos y que lo apenas mío es un vago 2022 de la mano de un hombre que amo, y al que le cagué el casorio y el trabajo soñados.

 

 

Salimos de madrugada dado el calor de la temporada, y la necesidad de luz que tendríamos llegado al cauce. Sumando al peón y a mi secretario, éramos cuatro en la partida.

Antes del amanecer y apenas a unos 500 metros de donde suponíamos el río, el flete se empezó a encabritar. Levantaba las ancas como bailarina y chillaba. La tierra se había puesto muy liviana y polvorienta, y estimo que se le hundían las pezuñas en esa arenilla y le asustaba la inestabilidad. Nos apeamos y decidimos caminar, resuelto el tedioso estaquear las bestias a una superficie volátil pero de base dura como piedra. En la claridad penumbrosa de la hora, ni un árbol a la vista, ni una lomada ni elevación del terreno. Sólo pajonal disperso, amarillo y duro, y el grito horripilante de algún tero sediento. Caminamos dirección sudoeste en silencio y con una prisa que el inhóspito terreno justificaba. Le confieso, mi general, esta parte de la pampa, con la oscuridad gris del suelo, desierta de bichos y plantación, no se parece en nada a los bañados dulces que vi hace diez años a unas leguas nada más, bordeando el camino real, en mi paso hacia el Guaminí.

Cruzamos alguna hacienda flaca y descompuesta por el camino, y ese olor nauseabundo hasta pareció insuflarle algo de vida a ese terreno grisáceo y estéril.

Que preciosa es el agua, general. Somos ricos en Buenos Aires con ese Río plateado.

 

 

Cuando el agua aflojó y al tercer día el Salado se empezó a retirar a su querencia, una generosa parte de él quedó desangrada en grandes bañados alrededor del sitio. Parados atrás de la casa, los invitados alucinaban con ese paisaje apocalíptico. Láminas ondulantes reflejaban el gris enfermizo de los vapores del cielo y una nerviosa negrura las dividía.

Pero lo más lamentable era el efecto que les producía yo. Les daba lástima, y un poco de risa. Vamos para adentro, comamos, tomemos algo. Algunas señoras me tocaban el rodete, y sus manos trasudaban una empatía condescendiente que me pegoteaba los pelos.

Ya esa misma tardecita, algunos de los peones empezaron a divertirse cazando los peces atrapados en esos falsos estanques. El agua estaba fresca, no tan salada, y varios de nuestros amigos y amigas quisieron intentar también. El aburrimiento y la incertidumbre habían calado todavía más que el agua, así que este deporte inédito les hacía emerger la alegría.

A ellos, porque para mí no era buen agüero verlos caerse y chapotear sujetando ese arpón filoso y pesado. Pero ellos estaban exultantes cuando volvieron, muertos de risa y de cansancio, para la cena. Hasta las chicas de la UADE parecían unas chancletas moquehuenses, con los cachetes colorados y la sonrisa fresca y sincera. Es redivertido esto, boluda, vení con nosotras mañana. Las patas hundidas sin asco en las zanjas.

Y así, enteritos dos días más, con el sol en la nuca y tanta cantidad de carpas atravesadas que ya dio empacho. El agua drenaba despacio, sin ganas de escurrirse estaba. Se iba por el subsuelo y sus canales profundos de un agujero a otro, y el mismo pisotear de la gente cambiaba los patrones de escurrimiento. Antonio decía que la gente era peor que las vacas para hacer cagada en los cañadones. Que el limo revuelto podía taponear los drenajes y abrir otros, y que el río tenía mil años andando por la pampa y había ingeniado pasajes profundos para chupar boludos. Que una vez uno trastabilló acá y lo encontraron todo hinchado en San Borombón. El río parece mansito pero es mañero, decía. Se rascaba y rascaba y decía no escurre, el agua se corrompe en los pozos y larga un miasma desgraciado que emboba y adormece. Yo lo escuchaba y tenía otra vez 10 años, los dientes separados y una credulidad que rozaba el pánico.

A los porteños los pudo la confianza, y ya se pasaban: jugaban a capturar las carpas con la mano, o les metían los dedos en la boca para sentir cosquillas o se las acercaban en silencio a la oreja a otro para que el pescado chupe.

Las comimos al sangrado, al blanqueo, ahumadas, en pasta, para no desperdiciar. Cacheteando mosquitos, hicimos chistes de bocas de pescado, gauchos, aletas y más que nada sobre Antonio.

Hasta que, bueno, pasó. Un pie atravesado con un arpón. Era el hijo adolescente del jefe de Lucho, el más grande. El pendejo hizo tanto escándalo, gritó y lloró con tantas ganas que nadie se percató de la verdadera desgracia. Después del tremendo revuelo apenas yo me avivé de preguntarle: ¿y tu hermanito, que estaba con vos? El padre me miró desencajado. Todos cogotearon a los lados. Pablito, Pablito! llamaron. Yo me largué a los gritos, dando zancadas hasta la espalda de la estancia. Después de semejante ajetreo y chapoteo, fue un horror ver cómo el agua se había sosegado.

 

 

De repente el gaucho gritó aterrado ¡ahijaeputa!” escondiendo su mirada del curso lejano. El río fantasma brillaba, emitía una luz mortecina y vibrante, que empalideció al gaucho y al peón.

“Rajemos, patrón, que es la luz mala”, chilló el muchacho mientras corría despatarrado con nuestros instrumentos. Tuve que imponer la calma con amenazas firmes. El viejo quedó paralizado, sacó una faca y con vaina y todo la aseguró entre los dientes. Apretó un rosario de su cuello, medio avergonzado, y se hincó sumiso apretando los ojos en oración.

Contagia de malestar el ánimo ver paisanos así de aterrados. Uno es hombre de ciencia, desconoce estos cuentos, pero he aprendido a respetarlos. “Tómense un descanso y ya seguimos, carajo”.

Al arrimar a destino una brisa apenas fresca me acarició el carrillo. Estaríamos a 100 metros nomás del antiguo curso. Inocentemente comenté, oteando las nubes amuchadas en nuestras cabezas: “Será que los porteños les trajimos el agua, Don Justo?”

El hombre miró arriba y al horizonte, sacudiendo la cabeza amargado. “Vaya preparando el poncho, Don, y haga como la mulita”. Con la pera me señaló en dirección al fantasmal río, desde donde una cerrazón de polvo amarronado se avecinaba furiosa. Ya el viento me castigaba la cara con esa tierra voladora, así que imité al paisano y, hecho un bollo, deje pasar la hora. Cuando ya sentí amainar la tormenta de tierra enseguida el pavor de los gritos me llamó a salir de nuevo, y fue por este hallazgo que nunca pudimos alcanzar el río, mi general.

“Es un angelito! Santa Madre de Dios!” A mí también me heló la sangre verlo acercarse tambaleando. Un niño de unos 10 años, todo flaco y de ojos saltados se acercaba como alucinando. Se me tiró en brazos y por lo escuálido y débil me pareció que ya llevaba más de una semana extraviado. Se lo dejamos a los López que se comprometieron a reponerlo y averiguar su gracia, y yo salí al galope rápido de vuelta a la Guardia, para informarle a Vd. de esos parajes vecinos el estado desgraciado.              

                                  

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