Rodrigo Rey Rosa: «Veo la literatura como una especie de religión laica»
No es fácil encontrarle precursores a Rodrigo Rey Rosa. Su estilo lacónico, a la vez cargado de poesía, ocupa una parcela propia en el jardín de la narrativa guatemalteca. Y aunque sus textos juegan con ciertos géneros—el policial, a veces, o la ciencia ficción, por ejemplo—siempre terminan escapando, como por arte de magia, de esas camisas de fuerza que son las categorías literarias.
Si bien publicó colecciones de cuento en sus inicios, ahora se dedica sobre todo a la novela. También se ha adentrado en la crónica, muchas de las cuales transitan por el laberinto oscuro que es la historia guatemalteca de este siglo y el pasado.
En esta entrevista, Rodrigo habló sobre su proceso de escritura, lectura e investigación, su acercamiento al mundo maya, y la relación que tiene con Guatemala.
No sos una persona religiosa, pero varios de tus libros abordan ciertas formas de la fe. En «La prueba», uno de tus grandes cuentos, un niño mata a un canario para intentar constatar que Dios existe. ¿Hay algo en la religión, o en la espiritualidad, que te interese a la hora de narrar?
RRR: Pero en ese cuento, «La prueba», el lector no debería concluir que Dios existe, ni que no existe, tampoco. El niño ha sido víctima, por así decirlo, de un engaño involuntario. Él cree tener la prueba, pero el lector sabe que se engaña, que el canario, aunque está ahí al día siguiente en lugar del otro, no es el mismo que él sacrificó. De todas formas, la expresión «persona religiosa» puede ser problemática. Claro que no lo soy en el sentido corriente. Hace muchísimos años que no voy a misa los domingos. Pero creo que quienes nos dedicamos a las letras o al arte en general, aunque no creamos en ningún Dios, pecamos de religiosidad, si por religión se entiende, como dice algún diccionario, «un conjunto de normas de comportamiento, de ceremonias o sacrificios que son propias de un determinado grupo humano». La práctica de las entrevistas es una prueba: algo que podría situarse entre la ceremonia y el sacrificio, que de manera implícita estamos de acuerdo en realizar cuando se nos pide. Se hablaba de religión del arte… Creo que, por pesimistas y escépticos que seamos, los escritores sufrimos de esa debilidad: la fe. La confianza en una especie de orden que daría sentido a lo que hacemos. Sin duda es solo una ilusión, pero… Y claro, la llamada espiritualidad o su carencia puede ser un tema muy fértil. Pero como todos los temas, es solo un punto de partida, ¿no?
Creo que en la literatura, entre escritores, existe una especie de religión, por las letras. No es por dinero, porque el que escribe por dinero está engañado, pero por algo que ni siquiera se puede alcanzar a formular. Ahora veo la literatura como una especie de religión laica. Siento que los que estamos en este negocio tenemos una idea de una comunidad ideal—sin jerarquías—, algo comunal. Vos escribís y podés contar con una especie de feligresía. Y los que escribimos tenemos una especie de fe, también, en que lo que escribimos va a trascender de alguna manera. Por muy cínico que uno sea, uno tiene fe en lo que se escriba va a ser publicado, compartido… Para mí, el sentido de la palabra «religión» no tiene que implicar fe en el más allá, sino que fe en la existencia de una comunidad.
En Cárcel de árboles el protagonista es despojado del habla, y en El material humano el lenguaje resulta casi insuficiente para poder narrar lo que aparece en las fichas del archivo. Un tema recurrente en tu obra parecieran ser los límites del lenguaje a la hora de expresar algo. ¿Sentís que lidiás con esos límites a la hora de escribir?
RRR: Quienes practicamos este oficio debemos enfrentarnos con estos problemas, a menos que seamos la clase de escritor que quiere explicar en lugar de explorar. En cierta manera, cada experiencia interior es incomunicable, o es incomunicable solo por aproximación, por medio de la poesía, la música, el arte. Ese es nuestro oficio. Ir descubriendo maneras de decir lo que no se puede decir, aunque sea por aproximación.
Narrás momentos brutales con elegancia, y tu escritura evita el sensacionalismo muchas veces asociado a la representación de la violencia. ¿Te preocupa (u ocupa) la escritura de escenas o instancias violentas?
RRR: Las primeras cosas que escribí eran escenas muy violentas. Eso era algo natural. Algo que se respiraba en el ambiente. Ahora me enfrento a esto con más resignación que otra cosa, pero sin pensarlo mucho. Sigue siendo algo espontáneo. Y hay que decir que la violencia también sigue ahí.
En El material humano, el narrador dice que «Tal vez sea un rasgo de pensamiento hereditario creer que todo laberinto tiene su Minotauro. Si éste no lo tuviera, yo podría caer en la tentación de inventarlo». ¿A qué tentación se refiere el narrador? ¿Sentís que existe algún tipo de responsabilidad particular al utilizar el material humano de la Historia en tus obras?
RRR: A la tentación de inventar un minotauro para su laberinto particular. La chica del archivo se llamaba en realidad Ariadna, como en el mito griego. Eso no era invención pero podría parecerlo. Y eso realzaba, para mí, la idea del laberinto. Creo que me refería a la figura del secuestrador, que elaboré un poco para convertirlo en mi propio minotauro, aunque también estaba ahí.
Poco después de llegar al archivo como parte de la investigación para El material humano, alguien me dijo que el secuestrador de mi madre se encontraba ahí. Y ahí estaba, al parecer; era un tipo patético, incluso daba lástima, pero también me daba algo de miedo.
¿Nunca consideraste hacer una investigación del secuestro de tu mamá?
RRR: La verdad es que no, porque en parte fue la decisión de ella y también de mi padre, sabiamente. No intentar averiguar nada. Además, no parecía posible. Pero si te metés ahí, entrás a una cadena interminable de venganza. Esos crímenes no prescriben. Y mi vieja de hecho hizo una misa en que perdonó a sus secuestradores. Salió del secuestro más sabia de lo que había entrado. Creo que mi viejo nunca perdonó a los secuestradores, porque estaba rabioso, pero por asepsia, en parte por respeto al deseo de mi mamá, nunca intentó investigarlo. Yo he novelado eso un poco, en El cojo bueno, esa idea de que es mejor perdonar y no seguir con la cadena de venganza. La idea del perdón como acto de magia, porque transforma el pasado, es de Borges, claro.
Aparte de El material humano, ¿has sentido temor al tratar ciertos temas pesados de Guatemala en algunos de tus libros?
RRR: Bueno, como uno está hablando de Guatemala, siempre hay cierta paranoia, de ofender a alguien acostumbrado a solucionar diferencias por medio de la violencia. No me ha hecho modificar lo que estoy escribiendo. Porque además escribo ficción, invenciones con base en la realidad, pero la intención no es denunciar algo, sino representarlo.
Supongo que he sentido miedo pero me lo he aguantado. Tengo la impresión que de todas formas, aquí en Guatemala nadie lee, y aquí nadie va a hacer algo radical por algo que leyó.
¿Tenés un interés en narrar lo que sucede a individuos de distintas clases socioeconómicas? Tu obra parece reunir a personajes provenientes de todos los estamentos de la sociedad.
RRR: No como programa, no. Pero las novelas tienden al realismo más que los cuentos, y en ellas resulta casi imposible no hacer uso de o entrar en relación con una variedad de gente. Como en la llamada vida real, por cierto.
En varias de tus novelas abordás la vida indígena contemporánea, incluyendo en Los sordos y más recientemente en El país de Toó. ¿Significa para vos un reto escribir sobre este mundo, generalmente alejado y excluido de la vida capitalina?
RRR: Eso se ha convertido, como decís, en una especie de reto desde que he podido comenzar a acercarme a esos modos de vida, a esa realidad separada que es el mundo maya, que a pesar de compartir el espacio en que vivimos los no mayas en Guatemala funciona de manera muy distinta. Y la investigación es parte central de ese proceso de escritura.
¿Existe un proceso de investigación que acompaña a esta escritura?
RRR: Con Los sordos fue la primera vez que sentí que debía saber más para «mentir con conocimiento de causa», como dice Vargas Llosa. La pregunta para ese libro era de qué forma se llevaba a cabo un juicio en tierra maya, si se respetaba la jurisdicción y jurisprudencia indígena. Así que consulté con dos juristas mayas—con autoridades mayas—, en particular con un notable que también era abogado graduado de la San Carlos, que conocía los dos sistemas. Así que ahí aprendí que cuando alguien era juzgado en un juicio maya, por autoridades reconocidas, no podía ser juzgado después por el sistema judicial guatemalteco.
Además hay distintas ideas erróneas sobre la justicia maya. Por ejemplo, la práctica del linchamiento, que es tan frecuente en los pueblos del interior después de la firma de la paz, no tiene nada que ver con la justicia maya. Eso es algo más conectado con abusos que ocurrieron durante los años de guerra civil, pero que no surgieron de tradiciones mayas.
Una de las cosas que este jurista me explicó es que el sistema maya de justicia no es punitivo, sino didáctico, de reintegración. Cuando se trata de un crimen muy grave ellos mismos entregan al reo al sistema de justicia nacional. Pero para los testigos, por ejemplo, es lo contrario del principio romano o napoleónico: deben ser personas que conocen al reo, que tienen referencias sobre él. Además, los que aplican el castigo decidido son personas cercanas al reo. Es el papá o el educador el que azota a la persona juzgada. Es un castigo amoroso, digamos.
Incluso hay una especie de vergüenza o regaño para la familia del criminal, por no haber educado al criminal de la manera correcta. En la justicia maya hay más énfasis en resarcir a la parte dañada, y en la humillación pública para que el acusado no vuelva a cometer el crimen. Y la pena más grande es el destierro. Como el sentido de la vida en comunidad está tan desarrollado, el destierro puede ser una pena terrible.
Todas estas son cosas que quizás había oído decir o había leído en algún lado, pero no las conocía de primera mano. Para escribir El país de Tóo también fue importante conocer a Glady Tzul Tzul y poder leer su libro, Sistemas de gobierno comunal indígena, que es muy interesante. Fue la primera vez que vi articuladas todas estas ideas sobre el poder maya y la organización maya. Visitarla a ella y hablar con su hermana—una abogada reconocida—y con su familia también fue importante. Por eso, el libro está dedicado a ellas.
No utilizás redes sociales ni participás en las discusiones políticas de coyuntura guatemalteca, pero sí intervenís en la conversación pública con tus crónicas y tus obras publicadas. ¿Te interesa que tus libros tengan un impacto en el debate público que se lleva a cabo en Guatemala?
RRR: No sé si pueda hablarse de debate público en el caso de Guatemala. Yo percibo las polémicas acerca de política en este país como un prolongado diálogo de sordos.
¿Hasta dónde ves el alcance político de tu obra publicada?
RRR: No veo ninguno en absoluto.
Has mencionado en alguna entrevista el efecto que tuvo para vos leer a Marco Antonio Flores. ¿Hay otros autores centroamericanos que hayás leído con entusiasmo?
RRR: Recuerdo que después de leer En el filo sentí una mezcla de asco y temor al circular por la Ciudad de Guatemala. Eso no ha vuelto a ocurrirme. Su tratamiento del tema de la traición, que aparentemente conoció tan bien, fue una revelación. La traición como deporte nacional, como parte de la tradición guatemalteca. También su uso de la lengua vernácula me pareció ejemplar.
Entiendo que en Guatemala te cuesta escribir por el tipo de vida que ahí llevás, a diferencia de lo que en algún momento fue Marruecos, un lugar casi ideal para trabajar. Al mismo tiempo, la ciudad de Guatemala es un lugar complicado y violento, como queda patente en Piedras encantadas. ¿Qué te lleva a regresar tan seguido y pasar temporadas de forma recurrente en la capital? ¿La búsqueda de material literario? ¿Masoquismo?
RRR: Pero hace mucho años que escribo en Guatemala. Vivo aquí desde hace 17 años, por lo menos. Esperar a que una idea o una línea se prolongue, madure, se convierta en historia, esa es parte esencial de la vida de un escritor, me parece, no importa dónde esté. No creo ser una persona masoquista. Últimamente, de tres o cuatro años a esta parte, viajo más, aunque son viajes menos largos de los que me gustaría hacer. Y me dan ganas de irme a vivir otro país, sí, pero todavía no. Tengo una hija que es menor de edad. Cuando ella pueda irse, creo que querré irme de nuevo.
¿Qué poetas has leído con mayor asiduidad?
RRR: En tiempos leí bastante poesía, aunque en desorden. Me gustaban Borges y Lorca (que son tan distintos), Vallejo y Cernuda, William Carlos Williams, Pound, Auden. Henri Michaux, Rilke… Quevedo y Calderón también me gustaban mucho. Y también leía bastante a mis (más o menos) contemporáneos. A Gimferrer, a algunos de los L=A=N=G=U=A=G=E poetas, otros más jóvenes, los poetas conceptuales, como Robert Fitterman. Ahora leo poesía muy de vez en cuando. (Un par de odas de Pessoa, un poco de los místicos —San Juan de la Cruz, Sor Juana—, y algunos poemas de los griegos Cavafis y Seferis es la única poesía que recuerdo haber leído en lo que va del año.)
¿Cómo es tu proceso de edición? ¿Editás sobre la marcha o esperás al final?
RRR: Suelo editar solo cuando creo que la historia que quería contar está completa.
Te movés con soltura por distintos géneros, incluso mezclándolos en una misma obra: el policial, la ciencia ficción, la novela romántica. Augusto Monterroso decía que todos sus libros eran diferentes por el afán de experimentar.
¿Hay algo que te interese de trabajar con distintos géneros?
RRR: Tal vez sea lo único que tengo en común con Monterroso, el afán de experimentar. Pero no sabía que había experimentado con la novela romántica.
Sería una experimentación a contrario, ¿no?
Has traducido a autores como Bowles y Norman Lewis al español, por ejemplo, y también a autores franceses. ¿Cómo te sentís a la hora de traducir a otros?
RRR: Lo siento como un ejercicio. No es creación, exactamente. Tenés que decir lo mismo que dijo otro de diferente manera, ¿no? Es más trabajoso, porque no es algo que fluya de la misma forma en que puede fluir la escritura de ficción, de manera semiautomática. Pero creo que es un buen ejercicio de estilo y de punto de vista, porque tenés que aprender a ver de otra manera. También te quita la angustia cuando no estás escribiendo nada. Es decir, dedicar una hora a la traducción por la mañana te hace sentir… tranquilo.
Bowles es difícil de traducir, a nivel de estilo. Tanto él como Lewis están interesados en el paisaje, tienen varios puntos en común. Yo traduje la novela de Bowles que ocurre en Centroamérica, aunque sin nombrar el o los países. Traducir ese libro fue una lección de paisajismo tropical, de paisaje local. En la literatura hispana no hay muchos ejemplos de ese paisajismo literario. Más allá de la Conquista, no hay una tradición tan fuerte de literatura de viaje. Mario Benedetti tiene un ensayo en ese libro tan bueno, Crítica cómplice, sobre por qué en la literatura de América Latina no hay mucho paisaje. Es una lectura política—y errónea creo yo—de que el paisaje es de los latifundistas y los ricos, así que el escritor latinoamericano no se puede apropiar literariamente de ese territorio. Es una visión política, mientras que quizás la visión de los angloparlantes, por ejemplo, es una visión estética, de viajero, con cierto desprendimiento, lo cual facilita ese tipo de escritura. En todo caso traducir es para mí un trabajo muy gozoso y aleccionador.
Fuiste a estudiar cine a NY, y luego de ahí saliste hacia Marruecos. ¿Qué cine te interesaba en ese tiempo?
RRR: En ese momento me gustaba el cine de los años cincuenta. Orson Welles, Buñuel me encantaba. Me gustaba mucho también el cine experimental.
Entre los últimos directores de los que he visto bastante está Lynch, pero la verdad es que aquí en Guatemala no es fácil ver cine.
¿Y del cine nacional has visto mucho?
RRR: Ixcanul me gustó, y la idea de grabar en kaqchikel me pareció muy buena. Las películas de Julio Hernández son las que más me han gustado. La última que vi fue Cómprame un revólver, aunque quizás mis dos favoritas de él son Marimbas del infierno y Te prometo anarquía.
En El periódico se publicó hace poco una selección de textos de autores guatemaltecos donde hablaban sobre Guatemala. Quería ver tus reacciones a dos textos, el primero de Luis Cardoza y Aragón: «No amamos nuestra tierra por grande y poderosa, por débil y pequeña, por sus nieves y noches blancas o su diluvio solar. La amamos, simplemente, porque es la nuestra».
RRR: Yo no estoy de acuerdo (risas). Ese sentido de «nuestro» no me gusta en cuanto al país. Ahí ve uno una semilla de nacionalismo. Yo me siento igual de ajeno en todos lados.
Y otro texto de Manuel José Arce, más ácido: «Yo no quisiera ser de aquí, / Amo, con todo lo que soy, este suelo y su gente (…) / Porque ser de aquí es una enfermedad incurable.»
RRR: El «querer ser de aquí» también me parece… extraño. Esa abstracción de Guatemala nunca la he digerido. Yo hasta diría, para discutir, que en ese «aquí» también hay que incluir a Yucatán, a Chiapas… (risas). Para mí es la misma vaina. Así que Guatemala, así nombrado, decir que «la quiero», me parece una paja. A mí lo que me produce Guatemala, más que nada, es curiosidad.