Recuento

Camila Urioste

1.

Están bajando.

Están bajando las laderas con rocas y con rabia, están llegando a nuestros barrios con gasolina y palos, piedra contra piedra, y ellos son la ira.

Están bajando ahora, esta noche, dijeron reporteros que citaban posts en Twitter, videos borrosos de hordas con antorchas y gritos roncos a lo lejos. La palabra “hordas” se había puesto de moda. Están viniendo, ahora. La policía no sale. Las fuerzas armadas no tienen comandante en jefe. Quién les dirá que vengan. Con qué autoridad. Qué Dios. Silencio. Están viniendo, dijeron audios viralizados en WhatsApp. Apaguen las luces. Cierren sus puertas.

Unas horas antes, el presidente había renunciado por televisión. Él y su vicepresidente se veían orgullosos y desechos, como si alguien les hubiera quitado las facciones del rostro y las hubiera devuelto torpemente a su lugar. Con solemnidad desencajada enumeraron sus logros a favor de los más pobres durante los catorce años de su gobierno, y amonestaron a la derecha fascista-racista-cívico-policial por el golpe de estado que los obligaba a renunciar.

La renuncia tomó cuarenta y cinco minutos.

Luego renunciaron la presidenta del senado y el presidente del parlamento y la mitad de los ministros, todos renunciaron y quien sea que estuviera en la línea de sucesión constitucional estaba o en casa, escondiéndose debajo de la cama como la mitad de la población, o afuera en la plaza del pueblo festejando con la otra mitad.

Y así, de noche, bajaron. Y golpearon piedra contra piedra y le prendieron fuego a la penumbra y éramos el miedo.

2.

Dos noches antes había habido una extraña forma de júbilo colectivo llamado motín policial.

Luego de diecinueve días de protesta ciudadana y paro cívico en demanda de nuevas elecciones, y luego de que los protestantes fueran reprimidos con carros Neptuno y gas lacrimógeno y balines noche tras noche, y luego de cantarles «hermano policía, únete a la lucha» y luego de que se viralizaran escenas de jóvenes tratando de ganarse a la policía por las buenas, como ese comercial de Pepsi con Kylie Jenner, pero real, luego de diecinueve días de la rebelión de las pititas, cuando algo tenía que ceder, algo cedió por fin.

Y años después, cuando alguien te pregunte dónde estabas el ocho de noviembre de 2019 cuando escuchaste las noticias de que la policía en Cochabamba se había amotinado, que no reprimirían más a «su pueblo» y dónde cuando viste el video de los policías en el techo de la estación hondeando una bandera boliviana y un cartel que decía «no al fraude electoral» mientras la gente en la calle aplaudía y lloraba, te acordarás.

Manuela cree que algo cambió en el aire esa noche, como si la atmósfera se hubiera vuelto más delgada. Había ido a su trabajo en el Ministerio de la Certidumbre (sí, la certidumbre), pasando a pie por los bloqueos camino a su trabajo, evitando la mirada de los protestantes, sintiendo envidia de sus cuerpos ofrecidos a una causa. Veía a los hombres y mujeres amarrar sus cuerditas de poste de luz a poste de luz en todas las esquinas para bloquear el tráfico, preguntándose cuánto durarían. Las cuerdas. Las personas.

El presidente se burlaba, los fascistas de derecha bloquean con pititas. Así es que tuvo nombre: la rebelión de las pititas. Y se podían haber rendido. Estaban a punto de rendirse. Se sentía.

Hasta la noche del motín.

Manuela estaba en el teleférico volviendo a casa del trabajo esa noche de viernes cuando le llegó el video a su celular. No fue hasta que lo vio en las noticias minutos después que se permitió creerlo. Para cuando había llegado a casa, la policía en tres ciudades más se había unido al motín, encerrándose en sus estaciones, rehusándose a salir, y su WhatsApp se llenó de mensajes sin fuente que decían que había que abandonar los puntos de bloqueo para ir a resguardar a la policía amotinada en sus estaciones, pues el presidente de seguro enviaría al ejército a atacarlos, como sucedió en el 2003.

Manuela no hizo caso de las instrucciones de ir a resguardar la estación policial más cercana. La Noche del Motín, se fue a casa, le dio comida a su gato, miró las noticias y a las nueve de la noche salió a la ventana con su cacerola y cucharón de madera para participar del cacerolazo con el resto de los ciudadanos demasiado flojos para salir de casa. Pero algo había cambiado. Un aroma fantasma. La posibilidad de la victoria.

3.

Es imposible subestimar la importancia de la etiqueta en la mesa.  Los buenos modales no son en ninguna parte más importantes, y su falta no es en ningún lugar más evidente. Según la madre de Manuela, jugar con la comida, hacer sonar los cubiertos, comer con la boca abierta o hablar de política en la mesa son todas señales de la peor crianza, de ser no-apta para unirse a la sociedad en torno a la comida.

Así que el cacerolazo para ella era algo así como el sumun de los malos modales, una combinación abominable de chocar los cubiertos mientras hablas de política con la boca llena.

Y sin embargo, el único acto de resistencia manifiesta, de traición flagrante, había sido el de salir a su ventana cada noche a las nueve, armada de olla y cucharón y unirse al cacerolazo, tocando la olla como una campana, bañada en el rugido de cientos de ollas siendo tocadas anónimamente desde casi todas las ventanas de los edificios circundantes en expresión de protesta, la manifestación de un yo también, la confirmación de un nosotros.

4.

La ciudad de La Paz amanece nublada. No de las nubes oscuras que marcan la llegada del verano, sino de humo, como al día siguiente de algún San Juan en los años noventa. La gente va despertando y en algún momento, cada uno mira por la ventana la negrura y siente una opresión antigua en el pecho.

A lo lejos la selva se quema. El humo ha tardado días en llegar a La Paz. Las madres abrigan a sus hijos como si fuera el frío que las asusta y no ese olor sutil a plumas y hojas y carne quemada. Como un perfume de flores nocturnas que una cree a veces sentir pero cuando inspira profundo se desvanece.

La resolana alumbra la ciudad como una lámpara fría. Ni siquiera el Palacio del Pueblo da sombra. En lo alto del piso veintinueve, el último piso a 139 metros de altura sobre el lugar exacto en que Murillo murió ahorcado hace doscientos años, un hombre mira por la ventana. La vista permite ver todas las arterias de la ciudad que descienden de las laderas entre los techos de calamina y entre los tejados y llegan desde todas partes a la plaza que, a esa hora de la madrugada, solo empieza a poblarse.

Y el hombre piensa. Qué pasaría si un día esas arterias se llenaran de gente. De gente con antorchas, de gente enojada, con banderas, de gente con palos y piedras. Las vería llegar de muy lejos. No podrían sorprendernos. Miraríamos las calles llenarse de gente descendiendo las laderas, trepando desde el sur para buscarnos, nos quedaríamos congelados frente a la imagen de las antorchas, las sombras bailando sobre las superficies de piedra, por el rugido lejano de los gritos hasta que alguien nos tomara del hombro suavemente para traernos de nuevo a tierra, a la sensación de urgencia y de peligro, y nos empujaran suavemente hasta el ascensor «k» que lleva al helipuerto en la terraza del Palacio y el viento sería suave mientras cruzáramos como ausentes la explanada hasta llegar al helicóptero que entonces subiría como un suspiro, alejándose, dejando atrás la enormidad gris del Palacio del Pueblo con sus veintinueve pisos que ha comenzado a arder, el humo negro trepando como animal de sombras por el cielo.

5.

La Noche de las Barricadas vino al día siguiente de la Noche de las Antorchas. La Noche de las Antorchas vino luego de la Tarde de las Renuncias Interminables.

La Noche de las Antorchas ya no hubo cacerolazo en el barrio de Manuela. El nosotros que había hecho escándalo todas las noches desde hacía 21 días se quedó en silencio aquella noche, mientras el ellos que había soportado aquel escándalo en silencio salió a la calle, celebró su propio desenfreno.

Están quemando la casa de Albarracín. Arde la fábrica de chocolates El Ceibo en El Alto (había corrido el rumor de que pertenecía a un cruceño). Queman la casa de la periodista Casimira Lema. Mira. Estas son imágenes del incendio. Hay alguien adentro. Espero que no. Llegaron al garaje de los buses municipales en Achumani. Este fulgor contra la noche es la vista de sesenta y cinco buses ardiendo. Esto es en Chasquipampa, están saqueando supermercados y farmacias, se ve claramente en este video enviado por un vecino. Los hombres rompen las ventanas con palos para entrar, las mujeres sacan los productos en sus amplias polleras. Golpean las puertas, lanzan piedras a las ventanas, queman estaciones de policía vacías, golpean a quien encuentran en la calle, llevan antorchas, gritan «guerra civil».

Alguien por favor pídale a la policía que se des-amotine. Díganle que ganamos, que ya pueden salir.

No salieron. La policía se mantuvo amotinada durante los saqueos y los incendios. Manuela lo vio todo desde la ventana. Escuchó gritos y cantos a lo lejos, sintió el olor a humo. Le mandó mensajes a sus seres queridos preguntando «¿estás bien?».  Cuando el día se hizo tras la Noche de las Antorchas, la luz bañó una ciudad desierta.

Ese día en la ciudad de la Paz, todos se prepararon para la noche. No era que Manuela tuviera ganas de levantarse de cama y asistir a la reunión del barrio. Era que, por una vez, necesitaba ver. Necesitaba estar.

La Noche de las Barricadas cayó sobre Manuela en la calle frente a su edificio rodeada de vecinos con cascos de construcción, armados de palos y escudos caseros entre las barricadas que habían construido juntos con troncos y escombros mientras las mujeres servían cafecito en vasos de plastoformo y los vecinos hablaban con el Comité de Vigilancia que patrullaba el barrio mediante la aplicación de walkie-talkie que se habían descargado esa tarde y Manuela fumaba con la mano izquierda su primer cigarrillo en cinco años, y con la mano derecha practicaba blandir un palo.

6.

 –Mamá, ¿tuviste una reunión de tu edificio? ¿Para organizarse para esta noche?
–No.
–Mamá, ¿qué pasa si las hordas pasan por tu barrio?
–Vivo en el piso dieciséis.
– ¿Y si queman tu edificio?
–No lo harán.
–Es lo que dijo Albarracín.
– ¿Quieres venir a dormir aquí?
–No.
– ¿Por qué?
– Vives en el piso dieciséis. Necesito tocar tierra.

7.

El hombre mira por la ventana de su auto a prueba de balas. Los vidrios oscuros tiñen la ciudad de añil. La ciudad. Hay días en que olvida el nombre de la ciudad. Hay días en que sube al helicóptero tres veces y recorre tres ciudades distintas. Siempre lo espera la misma fiesta, parecerían ser siempre las mismas personas vestidas de la misma forma, presentándose idénticamente, colocándole la misma guirnalda de flores o de coca alrededor del cuello. Por suerte, siempre hay alguien que le dice en qué ciudad está antes de hablar.

 A donde va, allí está el pueblo. Esperándolo. Para inaugurar una cancha, un hospital, entregar un premio, prometer tractores, tierras. Siempre hay una multitud que lo espera. Vive en un mundo sin estadios vacíos, sin momentos de silencio y sin detractores. Un mundo construido por sus cortesanos, poblado de servidores públicos disfrazados de vecinos,  hombres y mujeres dispuestos a hacer presencia, a sumar, poner el cuerpo allí donde sea necesario. Ya sea por convicción o por inercia, por amor o miedo.

Juan mira por la ventana y la ciudad se escurre. Sobre su regazo, un papel. La ayuda-memoria del evento. Se premia a una asociación de rescate de animales domésticos. Juan no necesita memorizarse las cifras. Esta vez no. Ya sabe qué decir. ¿Cómo se llamaba el perro que lo acompañaba a pastorear las ovejas cuando era niño? Ese perro era un caso. No sabía obedecer. Nunca aprendió ningún truco. Mira por la ventana blindada del auto negro hasta que este se detiene.

¿Lo sabe? ¿Será consciente de esta realidad doblada a sus deseos? ¿Reconoce los rostros de los mismos funcionarios haciendo bulto siempre?

Sale del auto. El pueblo aplaude, le lanzan flores, alguien le coloca una guirnalda de flores alrededor del cuello. Mujeres viejas se le acercan y lo toman de las manos, ofreciéndole sonrisas desdentadas. El gentío lo envuelve, lo acuna, lo escucha hablar sobre su infancia en un pueblo en el altiplano y el perro fiel pero rebelde que lo ayudaba a pastorear las ovejas. La gente lo baña en la tibieza balsámica de una devoción casi genuina.

Juan quisiera que su abrigo de alpaca fuera un chaleco antibalas.

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