Postales

Piedad Bonnett

I

Caminan por la calle de barrio, que sería ligeramente sórdida
de no ser por la luna incipiente y los geranios en los antejardines.

Él dice el nombre de un árbol, ella señala el color de la tarde que se extingue:
las palabras inocuas dilatan lo que vendrá. Lo que ya  tiembla.

Los faroles hacen palidecer los rostros (todavía encendidos)
Todo se aleja ya, se desdibuja.

A la luz del recuerdo él es tan alto que ella no ve su frente. Y sin embargo

qué nítido aquel cuarto y en su centro
la ternura quemante de los cuerpos,

que ahora se detienen, en esa esquina triste,
convertidos en piedra para siempre.

 

II

Ella venía del vacío cuando entró en el salón lleno de gente.
No había más ruido adentro que aquel con que distrae, desde hace años,
su propio vaciamiento.
Y allí estaba, brillante como un ancla, su verdugo,
llamándola
con el destello gris de la mirada.

¿Cuánto dura un relámpago?
¿Cómo ilumina
el erial donde el rayo abre la herida?

Cuanta verdad callada encierra el árbol
que en medio de la noche se calcina.

Sonrieron vagamente y sin tocarse
se abrazaron
como en el sueño que los perseguía.

Y volvieron al ruido, como extraños.

 

III

Ese galope sordo del corazón.
La vibración eléctrica del miedo
desatando las vísceras, y el leve,
levísimo temblor de cada paso.
Y el deseo
corriendo ya con su furor de sangre.

Ay, la anticipación lo que imagina.

Pero también la mente vacía,
  suspendida
y en vilo cada vez.

Eran hermosos
el vacío que ya tenía tu olor
y el reiterado asombro de encontrarte.

 

IV

No tendría que haber ocurrido, pero el deseo de la voz,

aunque fuera la voz

viniendo de la noche, de lo oscuro que aún nos atrapaba,
las palabras buscando lo perdido
—como el que al moribundo le da respiración, golpes dolidos
en el pecho ya muerto—

¿estás ahí?, ¿me oyes?

y las pausas
las pausas que son duda y deseo, cuando un cuerpo
se arranca del amor en el que está enquistado
y entonces nos herimos, para así poder irnos.

El clic del otro lado. Y las encías sangrantes
de apretar las mandíbulas

como animal que no ha cesado de luchar con su presa

y en mi lengua el amargo de la herida.

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