Piadoso hueco de blancura
Acabo de descubrir una verdad dolorosa. Pero antes de seguir, tengo que ir a buscar el teléfono (centro neurálgico de la vida contemporánea) para detener el cronómetro. ¿El qué? Sí, el cronómetro. Explicación: para poder medir la cantidad de horas invertidas en trabajo académico, uso un cronómetro. Si no mido el tiempo, simplemente no trabajo. Derivo hacia escrituras como esta que me resultan más placenteras (y también: del todo inútiles). Lo que descubrí: confundo placer-de-escritura con mateína. Esto es peligrosísimo, y pretendo dejar en claro por qué.
(Desde hace unos meses uso sangría; no recuerdo quién me convenció de su indiscutida elegancia). Es así: nací en Argentina. Por una transferencia cultural, tomo mate todos los días. Nota al Pie: [que use yerba orgánica y filtre el agua usando mi novísimo Zero Water para eliminar cloro, plomo, y sólidos disueltos es (amo la expresión, cuyo origen desconozco) harina de otro costal]. El elemento activo que contiene la yerba es un estimulante no muy distinto de la cafeína. Podría hacer una micro investigación usando fuentes de internet para explicar en qué se parecen y en qué se diferencian, pero sería del todo irrelevante. NAP: [Flaubert nos enseñó que la irrelevancia es tan deseable]. Pero si la consigna de este ensayo es relatar mi experiencia como graduado del programa de escritura creativa (¿debería usar mayúsculas para conferirle jerarquía?) en mi muy querida Universidad de Iowa, entonces la digresión sobre composición química del mate, y sus ineludibles consecuencias neurológicas son menos residuales. ¿Qué quiero decir?
(Otra sangría: no puedo negarlo, quedan súper bien). Decía que confundo placer-de-escritura con mateína. Aclaro: el efecto anímico de las moléculas de mateína disueltas en agua caliente me ponen matemáticamente de buen humor. Como hace años hago, escribo por la mañana tomando mate, mi mente/espíritu asocia el mate a la escritura, y la escritura al placer hormonal que experimento cuando tomo-mate-mientras-escribo. Si lo comparo con hábitos como fumar, tomar alcohol o consumir cocaína, puedo decir que lo mío es bastante saludable. ¿Qué cosa es lo terrible, entonces? La peligrosa transferencia de atributos. A veces me siento mecánicamente bien, como esta mañana. La confusión está en creer que las razones son literarias. La enfática producción de texto, el aumento de una novela en progreso, la hábil corrección de un cuento, lo que sea. El error es creer que sentirse bien es idéntico a escribir bien. Como mi optimismo es principalmente mateico, sería muy fácil hacer un experimento de abstinencia. Por ejemplo, dejar de tomar mate una semana y analizar la percepción crítica de mi producción semanal. Si la considero una basura, habría que estudiar si ese juicio se debe a la dolorosa merma de moléculas de mateína, o si, en efecto, escribí mierda. Pero mucho más peligroso es lo contrario: creerse buen escritor por efectos de una droga de consumo habitual, como la mateína. En todo caso, y ya adelanto la tercera sangría, prefiero no saber. Mi método de trabajo es una suerte de industria zen. Lo desarrollo.
(Uso esta pausa gráfica para pensar. Creo que la expresión “industria-zen” me gusta más de lo que me sirve. Como soy orgulloso, la voy a tratar de exprimir, aunque le tenga poca fe). Duré cuatro semanas en el templo zen de Iowa City. Corrijo: era la casa de una señora, la maestra zen, que ofrecía una habitación en la que tenía lugar la práctica diaria. Yo solamente iba los martes a la tarde. [NAP: fue en verano. Iba en bicicleta con un amigo. El extremo verdor de la calle Fairchild era el contraste perfecto contra el fondo de lápidas del cementerio. Ir a la práctica de zen nos recordaba el puntual hábito de la muerte]. Meditar frente a la pared blanca es imposible y enloquecedor. Para un tipo con fuertes inclinaciones hipocondríacas como yo, muchas de ellas visuales, mirar una pared blanca es una tortura. En seguida veo luces, refracciones, oscurecimientos, brillos, ¿mi propia alma? Sin embargo, lo que entendí del zen es algo parecido a la persistencia. Ante todo, hay que sentarse a meditar, sin pensar en los resultados. Como leí en varios libros de autoayuda, que no siempre confunden la verdad universal, el resultado es el camino. En mi caso, el zen no funcionó. Un año después me inicié en Meditación Transcendental. Tiene mucho mejor marketing, entre otras cosas, porque la practica David Lynch. No son pocos los artistas de todo tipo que se acercan a la MT para que, milagrosamente, se les transfiera el genio atípico de este cineasta. Por supuesto, es un deseo infértil. Lo que sí sucede a los meditadores es el acceso a una suerte de paz, que a fuerza de no tener mejores expresiones a mano, [NAP: disculpas a la policía del Buen Gusto] voy a llamar paz interior. Para obtenerla, sólo hay que meditar. Y hacerlo todos los días, dos veces, en períodos de veinte minutos. El que no medita, no tiene premio. El premio, hay que decirlo, tampoco es la gran cosa: un poco de tranquilidad, que a veces ni se nota. Pero con el tiempo (practico hace casi un año) esos lapsos de serenidad, como de gracia, aumentan. Tenía intenciones de conectar esta digresión meditativa con la práctica de la escritura, pero me perdí por completo. Como no sé qué hacer, me entrego a las manos de la sangría, que siempre refrescan la lectura.
(¿Qué haría sin vos, piadoso hueco de blancura?). Lo importante es escribir igual, aunque sea inútil, e incluso a riesgo de confundir un chute químico producido por un estimulante de venta libre (yerba mate) con la calidad literaria. El riesgo es caer en la farsa de sentirse un buen autor, a fuerza de diario gozo mateico. Pero mucho peor es no escribir y creer, con una fe mucho más estúpida que mi aislamiento de la realidad a partir del mate, que la obra maestra está ahí, al acecho, a punto de caer en nuestras manos, siempre a punto de hacerse ver, como esos venados que cada tanto nutren el paisaje de mi querida Iowa City. Lo más probable, y qué dolor decirlo, es que no, que la obra maestra no aparezca nunca. Yo ya lo acepté (me costó trabajo). Aspiro a muchísimas obras menores, no al súbito knock out.
Por eso, lo más seguro es escribir, y que entre los residuos neuróticos del yo, de pura casualidad, aparezca un grumo de diamante.