Otro casino metafísico (fragmento de novela)

Rodrigo Rey Rosa

Lo había comprado en Nueva York, el libro de Gombrich que había estado buscando durante casi una hora y cuyo título no lograba recordar, en un anticuario de libros en la Calle 59 y Lexington. Lo compró pensando en el Arqui. Pero ¿lo habrá leído, lo habrá siquiera ojeado?, se preguntaba. Algunos detalles persistían en su memoria. Era una edición de 1999 en perfecto estado, con varias ilustraciones. Contenía un capítulo dedicado a la caricatura y la sátira, que no había leído todavía, y otro que sí leyó, muy placenteramente, con el título de Magic, Myth and Metaphor. Tenía ante los ojos una de las ilustraciones: Un demonio encaramado sobre una horca expulsa por el ano a un sacerdote. Cuando por fin encontró el libro, The Uses of Images, comprobó que su recuerdo de aquel detalle no era inexacto —salvo que el sacerdote era en realidad un monje. De ortu et origine se llamaba esa lámina del siglo XVI. Se dejó llevar por una curiosidad renovada y siguió ojeando ilustraciones. Lutero y Lucifer; Llegada del Papa al infierno; El Breve papal (a guisa de papel de baño)… Pero fue entre las páginas setenta y seis y setenta y siete —Esclavo destinado a la tumba de Julio II— donde encontró, doblado en tres, un billete de quinientos euros. ¿Un coleccionista olvidadizo? ¿Una viuda descuidada? ¡Poco importaba! Ahí tenía el billete, que le pareció un mensaje sobrenatural, para decirlo de algún modo. ¿No lo había vaticinado el Oráculo Manual? Soltó una carcajada, entre encantado y asustado de su bonísima fortuna.

Nuestro comparador de religiones, igual que quien ahora arregla como mejor

puede estas líneas, no había sido nunca lo que se dice un jugador. Pero desde la primera adolescencia cultivó el hábito de tomar decisiones, a veces trascendentales, por medio de tiros de dados o monedas. (Ver como curiosidad su artículo para una publicación especializada titulado “Casino metafísico”). ¿Le declararía su amor a cierta mujer? ¿Haría un viaje al Kurdistán? ¿Tomaría opio, o mescalina?

¿Estudiaría esto o aquello? ¿Seguiría viviendo, o no?

4.

Después de entrar en The Equalizer —el típico casino moderno de una ciudad centroamericana, situado detrás de uno de los hoteles de lujo de la capital— se quedó un rato observando las tragaperras a la entrada y luego unos juegos de cartas, una ruleta y unos dados virtuales por encima de los hombros de los jugadores. Los había de distintas tallas y cosmovisiones.

Había tomado la determinación de jugar a la suerte el hallazgo providencial de mediodía. Sería un juego desinteresado. Lo que ganara, se decía a sí mismo, no sería suyo sino para los cofrades de Canjá. Lo que podía perder —como había escrito uno de sus maestros— no era realmente suyo.

Se quedó mirando, como hipnotizado, una ruleta americana que giraba con su efecto iridiscente, mientras la bolita negra daba saltos esperanzadores. ¿Quiénes no veían en el juego de azar una forma de adoración, una especie de rito pagano? Se desprendió del hechizo de la bolita y se puso a observar un juego de dados.

¿Póker? —dijo una voz femenina y melodiosa a sus espaldas—. ¿O cuchumbo, mi amor?

Giró la cintura para mirarla. Era un poco más alta que él, con sus sandalias de charol y plataforma, delgadita pero no demasiado, los ojos un poco achinados. Una obra de arte de inspiración sino-africana.

Hola.

Hola, bebé. ¿Ya tienes tarjeta?

¿Tarjeta?

Hay que sacar tarjeta.

Varios metros detrás de la mujer, en el fondo de un corredor de cartón piedra, vio una cabina con vidrios negros, seguramente a prueba de balas.

Andá sacala. Volvés acá y te explico —dijo la mujer.

Él obedeció. Una pequeña orquídea en una macetita sobre la falsa balaustrada que bordeaba el corredor le llamó la atención. Alargó un mano para tocar el bulbo y comprobó que no era artificial. Le pareció un buen presagio. No hubo problema con el cambio de euros a quetzales, ocho por uno. Un poco desventajoso para él, pero ni modo.

Pefecto —dijo, y dio su nombre completo a un hombrecito pálido y de cabeza redonda, rapada estilo militar, una figura de cera con un hilo metálico de voz. Le encontró algún parecido con Elel Xoyón, el administrador ladinizante. Tuvo que mostrarle enseguida su licencia de manejar y confirmar su domicilio. El hombre de cera introdujo en una maquinita una tarjeta plástica con el nombre Equalizer.

¿Un número de contraseña, por favor? Cuatro cifras, sin comenzar por cero. Uno siete uno uno.

Bravo. —Extrajo la tarjeta con dos dedos y se la entregó, ahora con su nombre impreso en el plástico.

Puede pasar a cobrar por aquí, si gana —sin una sonrisa.

En la tarjeta negra con rayas rojas y doradas leyó, debajo de su nombre, un número de cuenta. Y en la parte inferior, en letras diminutas: “Juega responsablemente. La administración.”

Entre máquina y máquina de juego había, aquí y allá, pantallas de televisión: un partido de futbol: Venezuela: 3 – Argentina: 0, decía el marcador.

Se quedó un rato ahí, cerca de la orquídea, a pocos pasos de la cabina blindada, antes de volver a la sala de juegos que se abría en el fondo. Una alfombra sintética con motivos de adoquines grises cubría todo el suelo, y había filas de máquinas tragaperras a lo largo de las paredes. Muchos jugadores llevaban gorras de beisbol y calzaban zapatos tenis, pantalones vaqueros o militares. Había bastantes mujeres, casi todas frente a las tragaperras. Algunas comían de platos de plástico tamales de distintas clases, frijoles negros o rojos con arroz y plátanos hervidos. Las edecanes, de nacionalidades varias, vestían camisetas con escote y vaqueros levanta colas muy ceñidos. El cielo raso de cartón blanco era demasiado bajo.

Respiró profundamente.

La obra de arte sino-africano no estaba a la vista ni en el área de las mesas de ruleta ni en la de cuchumbo. Estuvo un momento mirando la ruleta: la crucecita plateada y el círculo de números que la rodeaba, antes de que comenzaran a girar. “Hagan sus apuestas” —decía un letrero luminoso en las pantallas alrededor de la ruleta. La bolita blanca giraba ya en sentido contrario al de los números. (“¡Últimas apuestas!”) Los números en las casillas, rojas o negras; el cero blanco sobre el verde, daban vueltas cada vez más despacio. “¡No más apuestas!” ordenó la máquina. La bolita comenzó a dar saltos y un momento después quedó atrapada en una de las casillas para decidir, así, la suerte.

En esta mesa había solo dos jugadores, sentados frente a sus pantallas en oposición diametral. Uno le hizo pensar en un mandarín: tez pálida, casi dos metros de estatura, traje de dos piezas bien planchado; llevaba los ojos de la pantalla de su apostadero a la superficie giratoria y a la pantalla de su celular, sin dignarse mirar alrededor. Y un jovencito con aspecto de cholo mexicano: bajo, fornido, pelo hirsuto negro y gorra de los yankees. A diferencia del asiático, no dejaba de mirar en todas direcciones.

Se había colocado detrás de la silla número siete, sin percatarse. El siete era un número que atraía la buena suerte, pensó. Bueno, no siempre. Pero algo le decía que iba a tener buena suerte aquella noche, tal vez porque iba a jugar en nombre de otros. Introdujo su tarjeta en la ranura. En la pantallita contabilizadora aparecieron letras y números. Saldo: 40,000. Apuestas: 00. Mínimo: 50.

En una pantalla por encima de la mesa de ruleta apareció la orden: “Hagan sus apuestas”. La cruz y el círculo comenzaron a girar, la bolita blanca en el sentido opuesto… Después de buscar en vano con la mirada una vez más a la obra de arte con voz melodiosa, colocó (virtualmente) varias fichas de cincuenta para formar una cruz en su tablero electrónico. La primera en el cero sobre fondo verde y luego siete en vertical, tres en horizontal. Otras diez en zigzag y basta. “Últimas apuestas”. ¿Por qué no? Cinco fichas más en el siete, otras cinco en el veintiséis. “¡No más apuestas!”

La bolita chocó en una de las pestañas del círculo superior y empezó a dar saltos. Cayó luego al valle circular de la ruleta, dio dos o tres saltos más antes de parar en la casilla del número treinta y dos, un número al que no habían apostado ninguno de los jugadores. La maquinita contadora acusó a favor del comparador de religiones el saldo de treinta y ocho mil cincuenta quetzales.

La operación se repitió con ligeras variantes, siete, ocho nueve veces hasta que tanto el asiático como el mexicano se cansaron de perder y extrajeron sus tarjetas para retirarse de la mesa casi al mismo tiempo. A él, que no había ganado una sola ronda, le quedaban aún poco más de dos terceras partes de su capital de aquella noche. Comenzaba a preguntarse si jugar a la ruleta electrónica no sería el colmo de la estupidez. ¿No era acaso probable que la máquina fuera capaz de controlar el destino circular de la bolita y, cual diosa de la fortuna, tendiera a favorecer a su patrón? Pero ya estaba decidido, se dijo a sí mismo, esa noche apostaría hasta el último centavo, a la ruleta, a las cartas o a los dados.

Estaba colocando una vez más sus fichas cuando la voz melodiosa le dijo al oído:

Mi amol, ¡este es el peldedelo!

Siguió colocando apuestas: en cruz, en zigzag. Volvió a poner una torrecita de fichas, sin fijarse bien en cuántas, en la casilla del siete.

A ver si me traés suerte —le dijo a la mujer. “¡No más apuestas!”

Alzó un brazo para ponerlo alrededor de la cinturita femenina, pero antes de que llegara a tocarla:

Ah, ah, ah —hizo ella—. No puedes tocarme, bebé. Haz de caso que soy un fantasma.

¿De veras? —Retiró el brazo con una mueca de descontento—. Qué mal.

La bolita, después de dar los saltos de costumbre, quedó atrapada en la casilla del número siete.

¡Mirá! —exclamó.

Un leve mareo lo invadió mientras seguía con la vista el trayecto giratorio de la bolita, para comprobar que no se equivocaba. Siete. ¡Y él había puesto aquella torrecita virtual de fichas en el siete, cabalmente! Al fin, pensó, las cosas ocurrían como las había imaginado.

Hither I call the Apsaras, who play with skill, who win the stakes in games of chance…

La maquinita contadora confirmó: ganaba setenta mil quinientos cincuenta quetzales.

¡Mi amol!

Gracias a ti —dijo él—. Por favor, no te me movás de aquí.

Sacó de la cartera un billete de cien quetzales para darlo a la obra de arte, que lo recibió con disimulo.

Gracias, bebé.

Jugó varias veces más a la ruleta, pero no volvió a ganar. Su saldo era todavía favorable: 90,000.

Miró a su alrededor.

¿No se puede jugar un juego de verdad? Con crupiers de carne y hueso, me explico. ¿No hay un cuchumbo que no sea electrónico? Detesto las máquinas.

La mujer lo miraba sin sonreír. Dijo:

Dejame preguntar.

Mientras la esperaba, retiró su tarjeta de la máquinita apostadora y circuló a pasos lentos por el local. Un templo para los cofrades, pensaba, no estaría nada mal. Casi podía verlo ya. Un pequeño templo ortodoxo con su nártex y su nave, su iconostasio y un mosaico del Pantocrator en la bóveda central.

Vamos —le dijo el fantasma que no podía tocar, al mismo tiempo que giraba sobre los talones para indicarle que la siguiera.

No me mirés así, querés —le dijo, muy seria.

La siguió por un corredor hasta los elevadores, subieron seis o siete pisos, atravesaron otro corredor. Doblaron a la izquierda dos veces y luego a la derecha.

Ahora estaba —lo sintió— en las entrañas del edificio, entre el casino y el hotel. Otro corredor, más oscuro y silencioso que el primero. Una puerta a la derecha. Un cuarto, ¿siete por siete?; techo bajo. Paredes forradas de terciopelo falso: rayas verticales, negro sobre negro, con motivos de rosas y enredaderas púrpura. Se oía el ruido de un acondicionador de aire. Un olor a desodorante ambiental de menta y manzana verde circulaba con el aire, demasiado frío.

(Fragmento de la novela Carta de un ateo guatemalteco al santo padre, que será publicada por Alfaguara en febrero del 2020.)

Top