Otras cuestiones

Damián Huergo

I

A Juan Gelman lo leí por primera vez en el baño del colegio. Tendría catorce o quince años. Para ese entonces ya había liquidado al Boom Latinoamericano y creía que el único poeta en el mundo era Benedetti. Por desgracia o por suerte, en la Biblioteca Popular del barrio Ferroviario no había otros libros. Un amigo me había pasado el libro de Gelman a cambio de una edición de Sobre héroes y tumbas que le había robado a mi tío. Era una antología de Losada que abarcaba desde Violín y otras cuestiones hasta Carta a mi madre. Cuando sonaba el timbre de vuelta a clase me paraba en el inodoro. Calculaba que todos estuvieran dentro de las aulas y sumergido en el silencio que retornaba al patio, me sentaba sobre la tapa del inodoro a leerlo.

De esas primeras lecturas recuerdo que tenía la sensación de estar leyendo una antología universal en lugar de la antología de un solo tipo. Ese tal Gelman cambiaba de voz, de ritmo, de respiración, de un poema a otro. Encima hablaba de revolución, de compañeros caídos, de amores en cuartos clandestinos, de los que sufren y de los que lloran. Yo tenía la certeza de que eso debía ser un escritor. Gelman era claro, bondadoso, inteligente y, si era necesario, con un verso te sacudía la ropa.

Luego, en el 2002, entré a una universidad de posguerra tras demasiados años neoliberales. Llegaron los Aira, los Pauls, y otra pandilla de escritores que celebraban el fin de la épica. Nadie hablaba de Gelman. Yo tampoco. Como a las novias de la adolescencia tenía terror de volver a cruzármelo, por miedo a que me pareciera estúpido o fuera de época. Al poco tiempo me di cuenta que el estúpido era yo. Y antes de perder el humor me fui de Letras.

 

II

Después de abandonar Letras en dos universidades nacionales, me anoté a estudiar Sociología en la Universidad de Buenos Aires. Había conseguido trabajo en una librería porteña y el salario mínimo, vital y móvil determinaba mis decisiones intelectuales y geográficas. La librería quedaba en la calle Maure, en el by’pass del corazón de la ciudad: Las Cañitas. El local era chico y hermoso; un rectángulo de doce por tres lleno de libros, como las cajas de zapatos que se usan en las mudanzas. Durante las tardes que no entraba nadie, pensaba que en cualquier momento lo iban embalar y que dos fleteros lo rebolearían a una camioneta conmigo adentro. Mientras esperaba a los fleteros, leía todo lo que pasaba por mis manos.

Si no tenía un libro abierto, desplegaba sobre el mostrador las páginas de un diario. Sí, un diario en papel, eso dije. Hubo una época que el diario se leía en papel, incluso tenías que pagarlo. Yo lo compraba antes de subirme al tren en el conurbano, en la estación de Temperley. Alternaba su lectura con la del libro de turno, para suavizar la hora y media de viaje que tenía hasta el trabajo en Las Cañitas.

Un viernes del 2007 entré a la librería con el diario en la mano. En la foto de tapa estaba Juan Gelman con un cigarrillo entre los dedos y la palma de su mano izquierda en la frente, como sosteniendo la cabeza. El titular decía Valer la pena. El poeta de Villa Crespo había sido premiado con el Cervantes.

El dueño de la librería, un hombre pequeño que acababa de hacerse un implante capilar, estaba sentado en el taburete detrás del mostrador. Lo saludé y le dejé el diario sobre la carpeta gris de facturas a pagar que estaba revisando.

—Qué bueno —me dijo como si le hubiese anunciado que esa semana Anagrama hacía descuentos. Luego agregó —¿quién lo edita?

—Seix Barral —contesté.

—Llamá y pedí veinte en consignación —me dijo-. Ponelo en mesa. Va a volar.

Antes de putearlo y que me despidieran con justificación, opté por ir al entrepiso y fijarme qué había de Gelman en la biblioteca de poesía. Sólo quedaban tres ejemplares de Mundar y uno de Velorio del solo.

—¿Llamaste?  —me dijo el dueño al verme parado hojeando Velorio del solo.

Como si no lo hubiera escuchado, caminé hasta la otra punta del entrepiso, en donde había un escritorio con una computadora. Me senté sobre dos cajas embaladas y leí al azar:

«Entre tantos oficios ejerzo éste que no es mío,/ como un amo implacable/ me obliga a trabajar de día, de noche,/ con amor…»

—Podés bajar por favor —me interrumpió el dueño elevando el tono. No le di bola. Seguí: «bajo la lluvia, en la catástrofe,/ cuando se abren los brazos de la ternura o del alma,/ cuando la enfermedad hunde sus manos.»

Paré para respirar. Detrás del mostrador no vi a nadie. Cuando bajé la cabeza para seguir leyendo escuché retumbar los escalones de madera. Luego los pasos veloces del dueño sonaron en el suelo de chapa del entrepiso. Se paró frente a mí. Su cuerpo me tapó la luz de las dicroicas que iluminaban las páginas. Algo me dijo. No lo entendí. Seguí leyendo, hasta el final.

 

III

Tardé dos meses, nueve telegramas, tres cartas documento, y dos reuniones de conciliación para desvincularme de la librería de Las Cañitas. Cobré algo de plata. Poco. No todo lo que dijeron en el sindicato que me correspondía. Sin embargo, el “affaire Gelman” como lo nombraba entre amigos, me empujó a irme de un trabajo y de un barrio que me resultaban, como mínimo, ajenos.

«Las cosas se mueren porque otras las reemplazan», le escribió el pintor Pablo Suárez al crítico Romero Brest. Y desde que leí esa frase, la repito entre dientes como si fuese un hexagrama del I-Ching. Aproveché la indemnización que me dieron en la librería para cursar el último trimestre de la carrera sin trabajar. A la par que me quedé sin un peso para pagar el alquiler, me recibí de sociólogo. No tenía muchas certezas de qué quería hacer con el título; menos por qué me había anotado en la carrera si quería dedicarme a la literatura. Cada vez que me preguntaban, inventaba una respuesta diferente: hablaba de Fogwill, de los contornistas, de colectoras de formación paralelas. En sí, no decía nada.

Para sobrevivir empecé a buscar becas y residencias por cualquier rincón del mundo. Cada solicitud que llenaba era como agitar dados en un cubo antes de tirarlos a un paño verde. Pasaban los días, las semanas, los meses y no ligaba nada. Sin embargo, más como un gesto de desesperación que de perseverancia seguía intentando. El mensaje que cambió el giro de la rueda llegó de un país cuyo idioma no hablaba: de Croacia, la tierra de la que se había ido mi abuela cuando las Potencias del Eje invadieron el Reino de Yugoslavia en 1941.

Como parte de las acciones para ingresar a la Unión Europea, el gobierno croata había lanzado un programa para repatriar nietos de inmigrantes que tuvieran un título universitario. Era el 2013; la propuesta incluía realizar estudios de posgrado por un año en Zagreb, o viajar un semestre por los países que pertenecían a la antigua Yugoslavia a cambio de realizar una obra sobre la experiencia. Sin dudarlo, elegí la segunda opción.

Pero esa no es la historia que quiero contar, al menos acá. Me acordé de esos días porque el 14 de enero del 2012 yo estaba camino a Sofía, la capital de Bulgaria. Me había tomado un colectivo desde Belgrado, mejor dicho, dos, porque ninguna empresa hacía los 394 kilómetros de un tirón. Ese día, que había empezado con un sol brumoso se había transformado en una cortina de nieve. Por un problema en el motor paramos en un pueblo extraño, con un nombre imposible escrito en cirílico. Yo bajé del colectivo buscando un baño y un tacho para tirar la yerba del mate. La puerta del baño estaba cerrada. Igual golpeé. Del otro lado me respondió una voz ronca y gutural que me hizo pensar en un oso polar más que en una persona. Mientras esperaba a que el oso terminara lo suyo, saqué el celular y me puse a pescar alguna red de wifi con poca esperanza. Sin embargo, la red free de la terminal fantasma empezó a titilar. De golpe me cayeron una decena de mensajes. Sólo le di clic a uno: en el asunto decía “Gelman”. Era de Julián, el amigo que me había dado la antología de Losada cuando iba al secundario. En el mensaje había un poema. Decía:

«A ver, pedazos míos, hagan asamblea y decidan. Pónganse sombreros blancos y tiradores rojos, haya color para que el viejo buey se vaya. Mis muertos ponen sombras porque no tienen más remedio. Clavan dientes de jabalí, señora, besos helados en representación de otoños idos, naves que buscan algún mar.»

Después de leerlo volví al colectivo sintiendo la nieve sobre mi cabeza. Adentro no variaba la temperatura con la de afuera. En el asiento pegado al mío, descubrí a un hombre con frente ancha y de ojos claros parecido a David Lynch. No lo había visto en todo el viaje. Mientras esperaba a que el chofer pusiera  primera, volví a leer el poema en el celular. Intenté responderle a Julián, pero ya había perdido la señal. El hombre de frente ancha me sonrió contagiado por mis movimientos. En ese idioma que nunca acabaría de entender, me dijo unas palabras a la par que abría una mano pesada en el aire. Nunca supe si ese hombre era serbio, búlgaro o rumano. Sólo intuí que me preguntó ¿qué pasó? Yo le acepté la mano, se la sostuve con fuerza, y le dije que me acababan de avisar que había muerto Juan Gelman, un poeta argentino, uno de los escritores con los que aprendí a leer. El hombre hizo una mueca con la boca como si entendiera castellano. Luego nos recostamos en nuestros asientos a mirar la nieve que cubría cualquier posibilidad de horizonte.

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