Otra historia de elei

neme arranz

Yo fui la mejor esqueitercita de elei, lo cual quiere decir que fui la mejor esqueitercita del mundo. Usaba gorra de beisbol con la visera hacia atrás y sobre la frente quedaba la cinta de ajustar con sus bolitas de plástico que encajaban en unos agujeritos haciendo clic. A veces apretaba demasiado la cinta y cuando llegaba a casa al final del día tenía unos hoyitos marcados que enseguida desaparecían, como charcos que se evaporan. Lo que más me gustaba de ser esqueitercita era que se sudaba mucho, y la velocidad. Usaba pantalones Droors y camisetas amplias y las zapatillas del momento, que cambiaban según el momento. Mi tabla era sencilla: no tenía nada de especial salvo por las ruedas, que eran rosa fosforescente. Digo mi tabla pero fueron muchas porque enseguida las destrozaba. Mi gran ventaja como esqueitercita era que no tenía miedo. Me tiraba por cuestas verticales sin pensar. No me hubiera importado rompérmelo todo pero nunca me rompí nada. A veces pensaba en esa posibilidad, rompérmelo todo, y me figuraba escayolada entera. Los demás esqueiters venían al hospital a verme y escribían sobre el yeso cosas en rotulador, palabras de ánimo supongo, y yo les seguía con los ojos, que era la única parte del cuerpo que podía mover. Los dedos también los tenía rotos y escayolados, aunque a alguien se le ocurrió dejarme la punta del índice derecho al aire. Estoy hablando de la última falange, más o menos el trozo que coincide con la uña. Era una buena idea porque así la gente, durante los muchos meses de estar tirada en esa cama, podía soplarme el dedo, o apretármelo, o besármelo o acercarme a la yema la superficie de lija de una tabla de esqueit para que la pudiera tocar. Pero nada de esto ocurrió. Impactaba contra el suelo contra las paredes contra las jardineras de cemento contra los hierros para aparcar las bicis pero siempre rebotaba como si fuera de goma. Cardenales sí que me salían. No dolían. Al principio el cardenal era negro, luego morado, después verdoso y por fin amarillo. Un día miraba y ya no estaba. Era la mejor y en elei todos así lo aceptaban. Mis figuras eran las más increíbles y siempre tenía un rato para enseñarle trucos a los que empezaban. Un verano hubo mucha sequía, aún más de lo normal. Recuerdo que en los diners si te dejabas un poco de agua en el vaso las camareras se lo echaban a las plantas. Salió un decreto que prohibía llenar las piscinas. De pronto por toda la ciudad había perfectas mini-pistas de color azul. Nos colábamos en las casas y patinábamos hasta que llegaban los dueños o aparecía la policía. Nos gustaban las que tenían forma de riñón, por la curva. Un día vinieron los representantes de una bebida energética a ofrecerme un contrato. La bebida me gustaba y dije que sí. Como solo tenía 15 años mis padres tuvieron que firmar por mí además de prometer que iba a terminar la secundaria. Mis profesores quedaron tan impresionados por mi éxito como deportista con patrocinadores y todo que ese curso me aprobaron con los ojos cerrados, aunque nunca iba a clase. Otra vez, según aterrizaba con un crac enorme al final de una escalera me encontré con dos enviados de otra marca que quería darme dinero por ser su imagen. Eran los de las zapatillas del momento. Dije que sí. Durante tres años me llegaron las zapatillas del momento, ocho pares al año, a casa. No me daba tiempo a gastarlas y regalé muchas a amigas que usaban el mismo número que yo. Los dibujos variaban pero todas tenían la suela como un gofre, ese detalle lo recuerdo. Participaba en competiciones y a veces daba entrevistas. Me preguntaban qué tal era ser una chica en un mundo de chicos. A uno le dije que les envidiaba poder ir con el torso desnudo. A otro le dije que la regla me duraba solo un par de días porque las sacudidas violentas y los impactos desprendían los cuajarones de sangre de una vez. No me volvieron a preguntar por lo de ser chica en un mundo de chicos. Hace poco vi alguna de esas entrevistas, alguien las había subido a internet. Salgo joven y con la tabla colgando de la punta de los dedos. Después de la entrevista se me ve patinando con un fondo de música punk acelerado que hace parecer ser esqueitercita casi tan emocionante como realmente es. Me resultó extraño ver mi cara más redonda y mi cuerpo más delgado y esa ciudad a la que no he vuelto desde que me fui. En el reportaje salen algunos de los museos y bibliotecas que solía frecuentar. Por fuera, quiero decir. A veces la gente que iba a esos museos y bibliotecas se cruzaba en mi camino. Casi no les veía pero notaba su miedo. Temían que la tabla se me escapara y les golpeara en los tobillos. O que saliera volando y les diera en un lado de la cabeza con resultado de coma irreversible. O que me cayera encima de ellos toda sudada. En realidad no sé qué temían. En la entrevista uso palabras como «sick», «dope», «rad», «fly», etc., o sea, un inglés de esqueiter de elei. Mis amigos de entonces siguen hablando así y me sorprende porque para mí es jerga de chavales y ya somos todos mayores. Lo sé porque a veces busco sus vídeos en internet. Algunos están igual, otros han engordado. Un par de ellos están gordos y fuertes a la vez; parece imposible. Casi todos tienen perro y casitas con un jardincito medio descuidado. Uno de mis mejores colegas de entonces sale contando historias delante de una librería y hasta paré el vídeo para ver los títulos. Me juego lo que sea a que son libros de esqueit. La cosa de los sponsors continuó y mis padres lo iban ahorrando todo en una cuenta a mi nombre. Yo gastaba muy poco porque no me gustaba la marihuana ni ninguna otra droga. Así que pronto tuve mucho dinero. Por el tema del esqueit casi no sabía ni leer y me preocupaba mi futuro de esqueitercita vieja, así que decidí invertir lo que había ganado. Compré una casa en San Fernando Valley. Era una especie de cubo blanco con grandes ventanales por los que entraba a raudales la luz de elei, que es única en el mundo. Como es bien sabido. El cubo estaba sobre una explanada y al fondo, a lo lejos, se veía la ciudad como esparcida. Nunca llegué a vivir en la casa; ya he dicho que era una inversión. La puse en alquiler con una agencia and that was that. Entonces mis padres decidieron volverse a nuestro país de origen. Yo me quedé un tiempo en elei pero fue todo de mal en peor. Quedé última en una competición importante y los de las zapatillas del momento no me renovaron el contrato. Luego me lesioné (no me rompí nada, nunca me rompí nada, fue un asunto de tendones) y el médico me dijo que no volviera a coger la tabla. Si quería volver a andar. Yo quería volver a andar, así que le hice caso. Regresé al país de mis padres, que estaba cruzando el Océano Pacífico. Ahora les ayudo en su negocio. Ofrecemos comida sencilla pero de calidad, hecha al momento. También vendemos té con perlas de tapioca que se sorben por una pajita especial que tiene un diámetro supergrande. Quizás las has visto. En algunos sitios estas bebidas las hacen con polvos, pero nosotros usamos té de verdad. Al principio tuve problemas con el idioma y con la forma de vida, pero ya me he acostumbrado. A veces vienen al local americanos y me gusta hablar con ellos. Les sorprende mucho encontrarse en medio de esta callejuela asiática a una californiana que dice «sick», «dope», «rad» y «fly». A lo largo de este tiempo los dólares de la casa han seguido llegando. Un día me mandaron de la agencia inmobiliaria un email. Me preguntaban si tenía inconveniente en que alquilaran la casa para producciones de cine porno. Ellos lo llamaban “adult movies”. Me tranquilizaban respecto a ciertos aspectos de orden sanitario en los que yo nunca hubiera pensado. Pagaban muy bien. Les dije: «yeah, sure». A veces veo mi casa en YouPorn. La primera vez fue en una película de Kendra Sunderland. En la película a Sunderland la recomienda una amiga para un trabajo de escort o algo parecido. No sé por qué piensan que es importante explicar eso, que la ha recomendado una amiga. A Sunderland se refieren como «Kendra», que es el verdadero nombre de la actriz. Sunderland llega a la casa para pasar una especie de prueba. Lleva un tipo de vestido que es como una tela elástica de una pieza que no tiene ni cremalleras ni botones ni costuras y que se retira por arriba o por abajo con solo un gesto. No sé dónde venden esos vestidos, nunca los he visto en ninguna tienda. Sunderland llama a la puerta y es mi casa, la reconozco. La recibe una mujer con traje de chaqueta que la conduce a un salón muy amplio. Se sientan juntas en un sofá de piel gris que no me suena. Hablan un poco y la mujer le da un sobre a Sunderland, que cuenta el dinero. Pasan más cosas, pero yo solo veo mi casa. El suelo, las paredes, la chimenea con un fuego ardiendo, la escalera, una cortina que no estaba y por la ventana la vegetación típica del clima semiárido de California. Luego el baño y la habitación. Las siguientes veces que me encuentro con mi casa me dedico a ver qué cosas han cambiado, qué objetos han movido. Los cuerpos de las actrices y actores no me distraen y solo los miro cuando el plano es muy cerrado y no queda más remedio. Si pienso en mis tiempos de esqueitercita no me imagino nunca ejecutando figuras difíciles o deslizándome por una barandilla. Me veo haciendo lo primero que aprende una a hacer, que es pillar una recta en equilibrio, impulsa – desliza – impulsa – desliza, con el pelo flotando tras de mí, las bolitas clavadas en la frente y el sol naranja derramado iluminándome desde atrás como si fuera Jesucristo.

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