Ochenta y cuatro días

Rodrigo Carlon

Compras garbanzos a granel, una malla de limones y una ristra de ajos. Necesitas:

400 de garbanzos cocidos.
1 cucharada grande de tahini o puré de sésamo. 2 dientes de ajo.
3 cucharadas de aceite de oliva virgen extra.
El zumo de un limón.

Preparas tu célebre hummus casero. Al probarlo te resulta delicioso, sonriendo con satisfacción y con esa tranquilidad anhelada. Todo lo acompañas ahora con hummus, aunque no concuerde con el resto de alimentos. Picoteas crudités el resto del día con tu compañera de piso, pensando que no hay nada más que hacer con vuestras vidas. Sin embargo, percibes que los alimentos carecen de sabor, que han perdido cuerpo: intuyes solamente de lejos lo ácido y salado del hummus. No sientes el picor de los macarrones con Cayena, y al abrir el frasco de colonia no te huele a nada. Es tan sólo el segundo día.

Llenas las horas de hummus cuando se vacían de experiencia. Fantaseas con llenarlas de tu curso iniciático en otro idioma romance, italiano o portugués, o del proyecto literario. Mentalmente todo te comienza a fatigar, el esfuerzo de hacer cualquier cosa. Te agotan los medios de comunicación, tu familia y amigos al teléfono. Te insuflan sus teorías tu compañera de piso hipocondríaca y tu pareja que vive en otro barrio. Te duelen ligeramente la cabeza y el empeine izquierdo. Intentas ignorar el fin de semana.

A los pocos días te observas en el antiguo espejo del baño. Giras levemente la cara de un ángulo y de otro, encontrándose hinchada de cualquier forma. Maldices tu genética. Hagas lo que hagas ese día, los pensamientos intrusivos te susurran, te hacen recordar tus facciones perdidas en la masa de carne. Se oyen sonidos de roedor en la cocina. Picoteas crudités con la mente en blanco, y llegas a un pequeño momento de eureka: se te hinchó la cara por los garbanzos nadando en aceite, puré de sésamo y sal. No sabes que le está sucediendo a toda la nación.

Decides tomar las riendas de tu vida, comenzar un proyecto nuevo y con suerte vitalicio. Abres Internet para probar seis tutoriales de ejercicio. Lloras de dolor con las sentadillas rusas, después con los abdominales, y descubres tener oblicuos. Ninguno te ha hecho sentir jouissance. Finalmente conectas con uno —sí,— el tutorial de Jazzercise: ejercicios aeróbicos en clave de jazz. Adoras lo estrafalario de sus formas, te hacen mover sus configuraciones hilarantes, tan años 70. Giras el tórax de un lado y luego de otro, convirtiéndote en Jane Fonda contra la guerra de Vietnam. Te entretiene tanto como para olvidar tu contexto o el año pasado o la salud mental de tu amiga en Londres. Te observa el hámster desde su jaula que habéis movido al salón. Invitas a tu compañera de piso para acompañarte pero se agota fácilmente. Continúas como siempre, en solitario.

Comienzas a consagrar media hora religiosamente al Jazzercise. Su infatigable instructora sonríe sin cesar, a través de vuestras pruebas y tribulaciones. Descubres en un foro online que murió hace años, y te sorprende no conmoverte con este dato. Piensas con facilidad en el nihilismo. Al vigésimo día, abres el libro de Cocina con Nutella. Nunca lo pensaste abrir pero percibes que la situación es limítrofe. Lo ojeas para participar en el deporte nacional: posponer un presente colectivo. Preparas boles de helado de Nutella, cuencos de natillas de Nutella y finalmente deliciosos, grasientos mini croissants rellenos de Nutella. Te hacen recordar de forma proustiana tu infancia o imaginar una que nunca tuviste, o pensar en tu hermano o sobrina que tanto lo comían para merendar.

Se cumplen cuatro semanas. No has visto un mundo exterior que no sea el supermercado (el de garbanzos a granel, limones, et cétera.) Observas a un paseante desde tu ventana y te apena desproporcionadamente no contar con un maltés como el suyo. Posees solamente el roedor lelo que compartes con tu compañera. Se oye la melodía de tu móvil. Es tu pareja, a la que intentarás acercarte por video llamada. Aceptas: compartís vuestras cámaras y os entrevéis en la imagen distorsionada. No sabes exactamente lo que sientes, pero le relatas la misma jornada de ayer, le describes el Jazzercise, y su respuesta es socarrona. Dejas que tu vida se reduzca al tamaño de una nuez.

Pruebas un tutorial más serio que te ha enviado, desplomándote a los pocos minutos. Es agotador aunque se anuncie como ‘de dificultad intermedia.’ Revalúas el significado de tu vida, añorando el Jazzercise, y lees en otro foro que se diseñó como tabla de ejercicio para ancianas. En este relato no eres anciana, por lo que te enfrentas a una realidad en la que no hiciste esfuerzo aeróbico; te dejaste llevar por el jazz. Igual Adorno tenía razón; te dejas caer sobre el sofá. Relucen tu atrofia neuronal y física.

Recuerdas la literatura: ese proyecto oxidado, lleno de telarañas. Abres los relatos que escribiste hace meses, antes de lo que llamarán todo esto, como ejercicio de terapia creativa. Recuerdas la posibilidad de ejercitar también la mente. Al hablarlo con tu amiga escritora por teléfono, ésta te recuerda una convocatoria de relato que se llevará a cabo en pocos días. Decides reabrir el proyecto, pisar una suerte de acelerador.

Te intentas concentrar pero te llaman familiares y amigos, mañana y tarde. Riegas las tres plantas, juegas con el roedor sobre la alfombra roja, terminas una serie documental sobre Afganistán.

Atrapados en casa, todo tu pequeño alrededor te distrae y entretiene en un bucle interminable. Te preguntas entonces, como lo haces recurrentemente, sobre la neurodiversidad. No sabes en qué consiste una reacción normal ni nadie sabrá cómo sienten el mundo los demás.

En cuanto cae el sol, sales con tu compañera al balcón a aplaudir con emoción demente. Aquí termina vuestra única obligación del día, dejándote caer sobre el sofá. Comienzas un artículo de Wikipedia que enlazas con otro, y con otro más. Así atraviesas en la noche cientos de artículos de la enciclopedia online sin motivo alguno. Los límites del conocimiento se desvanecen.

Encuentras a Karl Marx en el cine, revisas un listado de bibliotecas de la antigüedad, atraviesas la filmografía de Gwyneth Paltrow, conoces el sexo en el espacio, acompañas a los Shelleys el verano de 1816, aprendes sobre gloria (fenómeno óptico), sobre Gloria (Estefan), sobre Gloria (protagonista de Pérez Galdós), interpretas la historia de la música disco, consideras Hair (la película), te sorprende la literatura mongola, adoras el origen de la crema catalana, te reencuentras con Abelardo y Eloísa, con el pájaro más pequeño de las Américas, aciertas sobre la localización de las escaleras de Potemkin, meditas las omisiones de Safo, lloras con la lista de nominadas al Goya a mejor actriz revelación 2006, te indignas por la invasión de Iraq (2004), lamentas la bomba de hidrógeno. Devoras información toda la noche y te descubre el amanecer por la ventana, sin avisar. Todo tu mundo se hace borroso, la luz a tu alrededor te extraña; cerrando los ojos te entregas de nuevo al sueño.

Despiertas el último día de la convocatoria.

Abres el documento de una historia tan flagrantemente inacabada, que te fuerza a editar y reescribir con frenesí. Preparas varias cafeteras durante el día, lo que provoca un tic en tu párpado izquierdo. Al borde de la medianoche ejecutas el ‘click’ decisivo para entregar todo el fruto de tu esfuerzo, un minuto antes del plazo (11:59). Respiras. Te detestas por tu lasitud, fustigándote por tu salud mental, culpando el contexto, y permitiéndote descansar de una vez. Tu compañera prepara dos tisanas.

Compartís una película de Cher y Nicolas Cage desde el sofá, compartís la manta. La observas, y te conmueve tu compañera de piso de una forma difícil de articular, debido a su forma de recogerse el pelo con un lápiz, o igual por su media sonrisa. Recorre silenciosamente el sofá vuestro hámster compartido. Os hacéis un ovillo cercanos al final, cuando Cher le da una bofetada al otro. Nadie presencia este momento: os entregáis constantemente al sueño, sin saber cuando empieza el día ni cuando acaba.

Una mañana cualquiera, te quedas mirando el calendario en papel de la cocina. Dice que han transcurrido dos meses.

El tiempo se expande, se comprime, acelera para frenar en seco — logras poco más que entregar tres folios a una convocatoria. Decides no fustigarte en estos días — expandidos, comprimidos, acelerados, asexuados — que llaman tan difíciles, (tu madre) sui generis, (tu tía), de Mercurio en retrógrado (tu compañera).

Os acercáis a la jaula del hámster compartido al oírlo emitir unos ruidos extraños. Os percatáis de que no estaba solamente gorda: comienza a expulsar de entre sus patas unas criaturas rosas y pelonas de forma milagrosa. Parece incongruente. Os preguntáis sobre el tiempo de gestación en su especie ante vuestra rolliza sorpresa. Debió llegar preñada de la tienda de mascotas.

La parturienta trae un nuevo orden a vuestras vidas, alumbrando a cinco criaturas que alientan una insospechada felicidad sobre el piso. Presentís en el aire la primavera. Os volcáis sin remedio sobre el cuidado de las cinco nuevas crías, construyendo elaborados castillos de cartón por cada habitación que recorren sobre vuestras manos. Consigues olvidar el hummus y el espejo. Corren las crías entre rampas y pasillos de cartón a partir de cajas de huevos, tetrabriks de leche de avena. Corren sin preocupaciones y nunca conocerán el mundo exterior.

En la bacanal desaparece una de las crías sin rastro. Reaparece días después bajo el sofá, sola y asustada.

Juegas con las crías todo el día. Entonces la entidad más importante en tu vida ya no será una persona, ni siquiera la representación digital de una pretérita entrenadora aeróbica. Le cuchicheas cumplidos a la madre de los hámster: ‘bonita’ y ‘hermosa.’ No puedes creer cuánto ha hecho por vuestra casa. Sigues hablando con tu pareja aunque de forma cada vez más paulatina, distanciándoos en tu mente. Ya no intimáis por video conferencia ni te interesa lo que llaman tecnoafecto.

Bilateralmente, decidís tomar una pausa. Has leído que las parejas en esta situación internacional abandonan la relación, o salen de ella teniendo un hijo. No habéis mantenido esa conversación. Más tarde leerás que la natalidad en tu país se desploma con respecto al año anterior, y resuena en ti esa mayoría hipotética de parejas que lo han dejado. Piensas en Kierkegaard. Llama tu jefe por sorpresa.

Te informa de que no renovarán tu contrato debido a las graves pérdidas.

Crece tu indignación, le acusas de cometer un delito al despedirte en este contexto. Reitera que no te están despidiendo, simplemente… no te renovarán. Te invita a meterte en un avispero de abogados o sindicatos, si así lo deseas. Te tiembla la voz: muy bien, pues. Les mantendrás informados.

Cuelgas el teléfono sin que termine de llegar el llanto. Apuntas sobre un papel de ‘post- it’ en tu escritorio: Denunciar a la empresa ante las autoridades.

Nunca llegarás a hacerlo. Preparas otra elaborada receta de Cocina con Nutella. Disfrutas ahora de los mini biscotti de chocolate con tu compañera, con los hámster, compartiendo una película ésta vez de Barbra Streisand y Richard Gere en la que os aprendéis los diálogos a dos voces. Si es por la mañana o por la tarde, no lo tienes claro.

Recuerdas la lectura: esas historias del mundo al que no puedes acceder. Te dejas llenar por simulacros y reflejos del exterior, consumiendo libros que son máquinas de empatía. Lees sobre una chica que duerme durante un año seguido en su apartamento de Manhattan de forma totalmente nihilista e identificable. Lees sobre una segunda chica que recorre la Francia prerrevolucionaria por sórdidos sótanos del sexo, justificadamente morbosa e iconoclasta. Lees sobre una tercera, aficionada a Rimbaud y Baudelaire, que acaba siendo madrina del punk en los 70, levemente naif pero entretenida. Te recreas en lo absorbente, en sus historias escapistas, hasta que las terminas sin tener donde escapar. Sales al balcón a aplaudir.

Despiertas de madrugada con la llamada urgente.

Respondes sin saber en qué mundo estás. Llama tu ex (sin tener claro que lo sois) al descubrir chinches en su cama y en los rodapiés de su piso. Escuchas la desesperación en su voz. Dice que la fumigación durará diez días en los cuales deberá dormir en cualquier otro lugar. Parece que ya ha agotado sus otras opciones. Meditas si es buena idea acogerle en vuestro espacio/limbo atemporal.

Le recibes la mañana siguiente, con sus pertenencias que metes ipso facto en la lavadora. Le envías a una ducha caliente de la que sale con la cara roja y risueña. Al arroparle con la toalla, os besáis hasta acabar inevitablemente en la cama el resto de la mañana — el aire salpicado de polen, las calles vaciadas y el sonido de un saxofón en la distancia.

Verás: su mudanza provisional e ilegal marcará el punto y aparte en vuestras vidas. Tu compañera regresará definitivamente a Mallorca con su familia, dando en adopción a todos los hámster. Sentirás que ninguno de estos giros tiene sentido, por lo que escaparás al rellano a llorar en secreto por las criaturas y por su madre. Durante tu llanto subirá una vecina por las escaleras con la compra y se girará de lado, procurando pasar lo suficientemente alejada de ti.

Atravesarás una fase insomne los últimos días del relato. Darás vueltas en la cama y vivirás el día sin ganas. La farmacéutica te ofrecerá unas pastillas de valeriana, menos que poco, con las que intentarás reparar tu reloj biológico. La fumigación de tu pareja sucederá de fondo. Las crías de hámster madurarán por momentos para vuestro asombro. Sentirás en lo más profundo de ti que han pasado trescientos días, pero en realidad han transcurrido sólo ochenta y cuatro.

Te despertarás el día en el que se pueda salir a la calle, a cualquier hora. Entonces tu compañera saldrá para tomar un taxi al aeropuerto. Os abrazaréis por última vez sin saber qué habéis vivido exactamente, ni cuándo os volveréis a ver. Te dirá al oído que los caminos del Señor son inescrutables.

Cuando le entregues la jaula a la vecina, romperás a llorar ruidosamente en su cocina de forma que te avergüence. Te disculparás mientras ella te ofrece pañuelos de papel, pero te secarás la cara con las mangas. Subirás las escaleras para encontrar toda tu casa metida en cajas — los libros leídos y por leer, las tres plantas mustias— y te despedirás de entre esos muros con la mugre de los meses. Sentirás en el aire el olor a pimientos y ajo al horno, y oirás a tu pareja cocinando con la radio de fondo. Te dirigirás al baño para aclararte los ojos allí donde termina el relato.

El antiguo espejo del baño te preguntará para qué han servido estos ochenta y cuatro días. Entonces decidirás que el espejo no tenga cara, que no sepa absolutamente nada, que se convierta sólo en superficie. No hará más que devolverte tu exacto reflejo ese día.

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