Numa parada por Goiânia

Por Jesus Montoya

Ilustración Euro Montero

 

No me había percatado realmente de quién
era ese hombre cuando lo vi entrar empapado

con una gorra castaña, unos shorts cortos y
unas cholas azules diciendo que recién
había regresado de Goiânia hasta Sales
Oliveira. Era la fina estampa de mi suegro
cinco años después. Afuera, la máquina lo traía
como un vendaval por la carretera,
envuelto en palabras que apenas entiendo;
portugués caipira, portugués de cigarros
de paja, de gallos de cante sertanejo.
Rojizas las puertas, con tres andamios
para subir, dos asientos extensos
como un paisaje en desborde,
vidrios semejantes a ojos
amanecidos: era el camión de mi suegro,
Francisco Cezar Ferreira Garcia. ¿Cómo durante
tantos años no había visto yo
de dónde llegaba, a dónde partía?
Recuerdo que cuando lo conocí
me habló de unos camioneros bolivianos
que encontró en Mato Grosso do Sul,
de que su “sotaque” entonaba
con mis muecas “venezuelanas”.
Sigo sin comprender muy bien lo que mi suegro
dice, pero dentro de esta máquina,
que detrás de sus asientos tiene una cama
de terciopelo, y al fondo, una Virgen
de Nossa Senhora, avisto las ventanas,
los esteros, el viento como un patio vacío,
las cáscaras de los huevos cargados;
el olor de soya yaciente en las serranías
o por lo bajo como el vuelo del paují.
Escribo disforme, con una lengua recrecida,
rasgada por límites variopintos entre
Venezuela y Brasil, pero mi suegro
asiente, y a ratos, le viene de los adentros
el estar lejos, le viene de una trémula
temporada en el averno de la cachaza,
de las duchas heladas en los inviernos
de los baños de las gasolineras,
de las noches largas en las haciendas
del interior, donde Orlândia
resuena cada tanto como los inútiles
grados de instrucción, el ganado
y el andar, porque la vida es la vida,
el mayor de los oficios, y eso es indiscutible.
El mar dista del día, lo retrae al pueblo
y su cuerpo es un resto agramatical.
Es navidad, el pan se sirve,
las cervezas se acaban. Yo estoy al fondo
de la máquina, en la tráquea del viaje,
con los pies disimulados sobre los pedales;
tomo la palanca macilenta, giro el retrovisor
y compruebo que toda geografía es inmemorial.
Viéndolo bien, mi suegro y yo no somos
tan distantes: a miles de kilómetros
nos agraciamos de animales migratorios,
y volvemos, siempre volvemos empapados

como las horas al vientre del tiempo.

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