Nómade es la casa del poema

Mercedes Roffé

¿…cómo puedo saber, por tanto, lo que me rondaría por la cabeza…

si viviera de otro modo, de un modo completamente distinto? No puedo juzgarlo.

L. Wittgenstein

 

Esta pregunta de Wittgenstein me lleva a repensar una de las entradas de sus Diarios en la que el filósofo apunta: «Una vida diferente pone en primer plano imágenes completamente diferentes, hace necesarias imágenes completamente diferentes. […] Esto no significa que por esa vida diferente uno cambie necesariamente sus opiniones. Pero si se vive de otro modo, entonces se habla de otro modo. Con una nueva vida se aprenden nuevos juegos de lenguaje. Piensa, por ejemplo, más en la muerte y sería extraño en verdad que no hubieras de conocer por ello nuevas representaciones, nuevos ámbitos del lenguaje».

Más que una respuesta, nuevas preguntas surgen a partir de esta cita: ¿qué es una vida “diferente”? ¿Qué es una “nueva” vida? ¿Diferente de qué? ¿Nueva con respecto a qué? O antes aun, ¿qué es lo que determina, en principio, que alguien (esa segunda persona implícita en el “piensa” que ordena el texto), quiera, decida o padezca pensar en la muerte antes que en cualquier otra cosa, o en cualquier otra cosa antes que en ella?

Permítaseme un breve rodeo para volver de inmediato al tema que hoy nos convoca.

Una noche de 1978, en Buenos Aires, comenzó a escribirse mi libro El tapiz, una obra que, por dar lugar a una voz tan improbablemente identificable con la mía, di en atribuir a un autor apócrifo, un personaje de la ficción cultural del siglo xix europeo, un pintor decadente nacido en Argelia de nombre Ferdinand Oziel. Oziel cobró cuerpo a través de esa voz. La voz se fue anclando cada vez más en sí misma, en tanto traducción de una obra originariamente escrita en francés, y de la crítica que podría haberla rodeado en su momento, con muchos de los clichés con que la historia literaria suele referirse a esa época. Valga aclarar que por entonces yo no había estado en París más de una semana. Jamás en Argelia. Tampoco, claro está, en el siglo xix. Mucho menos aún en el cuerpo de un joven pintor decadente que, después de transitar la ruta del yagé, moriría de excesos en brazos de su hermana en un suburbio de Poitiers. Nunca había estado en ese tiempo, ni en esas geografías, ni en esos cuerpos y, por efecto de vaya a saber cuánta mitología entreverada, ese yo estaba ahí, vivo, en un libro que ya ni siquiera podía concebir como mío.

Casi paralelamente a El tapiz escribí otro libro de poemas, Canto errante. Había dejado Buenos Aires en septiembre de ese mismo año de 1978, de modo que esos poemas se iban puliendo en mi cabeza mientras cruzaba, cada mañana, en el horroroso frío de mi primer invierno en Madrid, el descampado que era por entonces el Paraninfo de la Complutense. La voz, las voces, que se hicieron lugar en esos poemas me fueron más difíciles de identificar. ¿Qué voz se debatía allí? ¿La influencia de esa lengua inmediata, el español de Castilla, su entonación, su ritmo? ¿O era más bien el eco que encontraban en ese español de fines de los 70 mis primeras lecturas: los romances viejos, Garcilaso, Lorca? No, en absoluto: más bien eran las voces que había llevado de Buenos Aires conmigo, la de los amigos neorrománticos —Mario Morales, Víctor Redondo, Susana Villalba…—, las voces que se hacían cuerpo en esas reuniones de los viernes, a las que, sin ser parte del grupo, asistía más que por compartir una poética, por compartir con ellos una particular aproximación a la lectura. ¿O acaso eran las lecturas que estaban detrás de esas voces nuestras, entonces incipientes —Olga Orozco, Milosz (el bueno, digo, el tío, el místico), Solá González– lo que incidía ahora en mi poema? Pero acaso esa voz indiscutiblemente femenina que habitaba mi poema, ¿no era más bien la de ese personaje por demás improbable, “la madre fálica” que Kristeva describía con certeza tal como si la conociera? Nada de eso, no: seguramente eran resabios del ciclo de tragedias griegas (Esquilo, para colmo, en traducción rimada) que devoré ese verano, mientras Radio Nacional de España pasaba las sinfonías de Bruckner y noticias sobre la guerra en Nicaragua.

Son experiencias como estas —la de haber escrito El tapiz (un libro como su traducción) y Canto errante en Madrid hace ya varias décadas— las que me hacen ser muy cauta con respecto a cualquier rápida afirmación con que pudiera intentar resumir la incidencia de mi vida en Nueva York en el espacio del poema.

Es verdad que, a veces —muy esporádicas por cierto—, al escribir aparecen ciertas resonancias del inglés que la frase muy probablemente no habría tenido de haber sido pensada exclusivamente en español. Por ejemplo, en un poema titulado “Boredom” —que escribí en Nueva York a principios de los años 90 y que se integraría a mi libro La noche y las palabras (1996)—, lo relevante del cruce de lenguas no es que el título esté en inglés —eso es seguramente lo menos feliz del poema—. Lo relevante fue que esa terminación “-dom”, tan ajena al español, dio lugar a una serie de asociaciones —“boredom”, “kingdom”, “martyrdom”— de la que surgieron los versos

Tedio

—como un reino

O sea que ese sufijo “-dom”, tan extraño para un/a hispanohablante, iluminó ese aspecto del aburrimiento: el del ser algo así como un espacio, como un lugar cercado, amurallado, antiguo.

Pero juegos como este —y otros de mayor alcance, como los ya mencionados, aparecen en otros textos míos, desde o con otras lenguas, desde mucho antes de que saliera de Argentina. De modo que de dónde vienen los ecos es bastante aleatorio, o en todo caso menos lineal de lo que podría pensarse. Cómo o cuándo llega al poema una palabra, una expresión, un ritmo, no parecería poder explicarse necesariamente por la lengua o el lugar en el que se haya radicado la o el poeta en un momento preciso. También se han señalado en mi poesía muchos ecos de la literatura del Siglo de Oro español y de la poesía oral de distintas culturas… Y sin embargo… Creo que hay otros contextos posibles, otras coordenadas tal vez más íntimas, más silenciosas, que inciden en la escritura, otras memorias menos inmediatas, otros mundos menos a la mano que el entorno local.

Leer, sentarse y leer, es ya el comienzo de cierto nomadismo, el nomadismo propio del poema, el que es su fuente original y su fuente de constante crecimiento; esa es su casa, su única patria, su lengua, su cultura: esa hermandad genuina, ese constante adentrarse en otros universos y absorber en ellos lo que siente más propio.

También es cierto que a veces la pregunta, siempre presente, por la relación entre la escritura y la situación de vivir en este u otro país adoptivo, me hace pensar en algo así como esos personajes de Cortázar que transitan sin saberlo dos dimensiones paralelas. O los de ese film tan indiscutiblemente cortazariano también: La double vie de Véronique… Entonces imagino una Véronique que escribe o canta en París, y una Weronika que escribe o canta en Polonia….  Las dos se presienten, pero no se conocen. Sólo alguna vez, creo, se cruzan. Y sin embargo, la música, en las dos, es siniestramente parecida.

En cambio, sí hay un área de mi experiencia que muy probablemente no se hubiera dado de no haber sido por estar viviendo en Nueva York: no sé si Pen Press, el sello de pliegos y plaquettes que fundé hace ya 20 años, hubiera nacido de no ser por el impacto que me produjo, a mediados de 1998, una exposición en la New York Public Library.

La muestra se llamaba A Secret Location on the Lower East Side: Adventures in Writing 1960-1980 y documentaba la producción de revistas y editoriales alternativas que surgieron en esas dos décadas en todo Estados Unidos, como resultado de la confluencia entre la célebre antología de Donald Allen, The New American Poetry, y lo que se ha llamado “la revolución del mimeógrafo”, es decir, un avance tecnológico que permitió producir de forma independiente libros, revistas y otros materiales impresos de fácil distribución, un fenómeno paralelo al que se estaba iniciando en esos años —finales de los 90— con el estallido del desktop publishing y las múltiples variantes de publicaciones independientes a las que daría lugar.

Lo que también tengo claro es que el efecto que causó en mí esa muestra no fue tanto por descubrirme una serie de publicaciones de diversos formatos, sino más bien por la conciencia que los poetas estadounidenses mostraban al ser capaces de historiar esa etapa de su experiencia creativa. La prueba es que ya en el texto que escribí para presentar la editorial y algunos de sus títulos iniciales en Buenos Aires, lo que hice fue enumerar (es decir, historiar yo también) el ingente número de magníficos proyectos editoriales alternativos de una índole similar que se habían desarrollado y seguían surgiendo con todo vigor en España y Latinoamérica desde hacía ya muchas décadas, sino siglos. De modo que Pen Press nace de esa conjunción: de esa memoria de los poetas norteamericanos ya mayores y muy reconocidos en ese momento, y mi propia conciencia de un fenómeno igualmente importante que se venía dando desde hacía tiempo en toda Hispanoamérica.

Pero volviendo a mi escritura, creo que cualesquiera que sean los cambios que se hayan producido en mi obra, sería muy difícil explicarlos en base a una incorporación o asimilación o juego con la lengua inglesa escrita o coloquial, a la lectura del canon poético norteamericano —de Olson (más aun de Duncan) en adelante—, o a la tan extenuante como magnífica contingencia que es vivir en Nueva York.

¿Cómo medir la diferencia, la distancia, que me separa hoy de lo que habría sido y escrito, de haber seguido viviendo en Buenos Aires o en Madrid? Aun si quisiera compararme, no ya con quien yo misma podría haber sido, sino con mis amigos y pares de Argentina, se me impondría señalar varios elementos que acortarían la hipotética distancia que, en otras épocas o con protagonistas de distinto perfil cultural, podría haberse establecido entre nosotros en estos años de ausencia. Uno de esos elementos es, sin duda, la tarea relativamente unificadora de los avances tecnológicos de las últimas décadas; otro es, a mi entender, la indiscutible apertura intelectual —curiosidad incluso, sólo si por ello se entiende una motivación auténticamente insoslayable, festiva, visceral— que siempre caracterizó a cierto sector de la clase media y a estudiantes e intelectuales de mi país, frente a la relativa autosuficiencia —indiferencia tal vez— de esos mismos estratos en el seno de otras sociedades con economías mucho más fuertes y circuitos culturales radicalmente más institucionalizados.

Por eso, ante la pregunta por la experiencia de traslado, de desplazamiento, en comparación con ese yo que se quedó en su país, es decir, de ese yo que jamás se produjo, que nunca existió ni existirá en ningún lado más que como hipótesis, como espectro (una etérea merceditas, inmaterial, incorpórea, que seguiría viviendo su fantasmática vida en un Buenos Aires o un Madrid o un Nueva York que tampoco existirían más que como el paisaje de un sueño)… ante esa pregunta por el desplazamiento, por la vivencia y los efectos del desplazamiento de ese yo inexistente frente a ese yo que soy, siento que se imponen otras topografías, otras genealogías posibles, otras maneras de ordenar el tiempo y el espacio, las lecturas y las mitologías, que se resisten a la común estrategia de hacerlas coincidir con el lugar de residencia.

Nueva York, abril de 2018

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