No viven ni dejan vivir

Laura Sepúlveda Yusti

Ana es una médium, pero todo el mundo piensa que tiene un trastorno alimenticio. Su tía Martha la ve horrorizada sacar el queso, la mantequilla, el jamón y el pan para hacerse sándwiches de cinco pisos, que nunca se come frente a nadie. «Es como una rata gorda y peluda», dice su abuela, a la que los huesos se le han vuelto a poner porosos. Mientras tanto, Ana saca grandes cucharadas del Ensure que le dan a la anciana en el centro médico para hacerse un batido con un racimo de bananos y helado de vainilla. Ana, efectivamente, es gorda y tiene un vello incipiente sobre el labio superior de la boca que se parece a las pelusas del lulo y chuza igual.

Normalmente los médiums pueden elegir a quién llaman del más allá: la mamá de cinco que se fue antes de tiempo, el hijo que dejó una deuda impresionante con el jíbaro del barrio y quiere pedir perdón, la prima que se ahogó con su propio vómito en un coma etílico, en fin. Ana, en cambio, solo puede comunicarse con gente que murió exactamente 300 años antes de su nacimiento en los terrenos aledaños a su casa. Es gente vieja, con costumbres aún más viejas y casi toda murió de lo mismo: una terrible hambruna. Desde los cinco años Ana escucha, de la noche a la mañana, a los muertos quejarse del hambre, de lo mucho que darían por una ralladura de pan, por media cáscara de mandarina. Entre los niños y los viejos no se sabe cuáles son peores. Los primeros no conocen la vergüenza, los segundos la conocen y les da igual. Sin escatimar su pesadumbre, se agarran de las ropas de Ana o de su cuerpo ovalado y relleno cuando se baña. Los más pequeños, que no hablan y casi ni caminan, se chupan los dedos flacuchos y arrastrándose por el suelo hacen como si fueran a morderle las tetas llenas de carne y de grasa.

Mil ojos sin luz la ven meterse las cucharadas de sopa a la boca, le piden un sorbito. Ella casi siempre los deja y, entonces, agrían la comida con el aliento y los mil gérmenes que le pudren la lengua. A Ana ya le han dado cinco infecciones en la garganta por compartir la comida con los muertos. Su familia piensa que ya no es solo bulímica, sino también una puta que, de tanto chupar cacho aquí y allá, se le ha ido pudriendo la garganta y quejándose le pagan las medicinas: «Al menos cuídate un poco, por Dios. Cuánto más vamos a tener que pagar para que sigas haciendo tus cochinadas». Los muertos terminaron aislando a Ana, que no tiene amigos ni novio. Con diecisiete años, sueña con un hombre que la ame tal y como es, que disfrute ver su papada gelatinosa y blanda bajar una y otra vez cuando habla, que le muestre cómo es que la vida vale algo, alguien a quien presentarle a los muertos y compartir la angustia, coger de pronto, esta vez por puro gusto y beneficio, una infección por chupar cacho.

Hay solo una niña entre los cadáveres flacos e inmóviles, casi muchacha, que tiene todavía algo de carne en el cuerpo y de pelo en la cabeza. Se llama Griya y murió colgada, por eso tiene una línea roja en el cuello y los ojos un poco más afuera de lo normal. Ana y ella, que es más pequeña, pero mucho más lista, se sientan a hablar cada vez con más frecuencia. Griya piensa que el mundo es frío y cruel y que Ana debería dejar de darle de comer a los muertos, eso es lo que en primer lugar los mantiene a su lado: «Son como las palomas en los parques, animales enfermizos y asquerosos que se tragan a un recién nacido con el mismo gusto que a una semilla». Ana no quiere parar de hacerlo porque, en su pequeño corazón de niña peluda y gorda, es compasiva y cree que debe hacer el bien. Además, sin las ofrendas que día a día entrega a los muertos, Griya también moriría de hambre.

«¿Y qué importa? Si igual estoy muerta. Ana, no permitas que hagan de tu vida y de tu fuerza un festín».

Ninguna de las dos lo ha dicho nunca, pero el asunto no son los muertos. Ana tiene una extraña necesidad de satisfacer a todos, de llenarlos de comodidades y atenciones. Una cosa que hace a la inversa consigo misma abandonando su cuerpo, permitiendo que la resequedad del viento le cuartee los codos, entregando el último bocado de comida a los muertos, obedeciendo sin rechistar las mil tareas diarias que le ponen su abuela y su mamá, descansando sobre una pila de carencia y deseos de gorda deprimida y peluda.

«Griya, es que siento que sin ti no volvería a hablar nunca. Con la verdad, me refiero».

Griya en vida, y aún más muerta, era una gran observadora. Miró al mundo una sola vez y con los ojos cerrados supo que iba a morir joven, que no iba a conocer el amor y que su vida iba a ser amarga y fea. No importaba lo mucho que escuchara a los muertos quejarse, lamentar sus errores en vida, llorar el último miligramo de agua que les quedaba en el cuerpo. Todos la habían colgado de ese árbol, habían esperado con los ojos gigantes de hambre que su devoción fuera pagada con una recompensa divina: una suave llovizna, un cultivo sin plagas, la misericordia de Dios. Ni mejores ni peores, estaban todos en el mismo plano, codo a codo, comiéndosele la vida a una niña.

Griya no aparece. En la última conversación una mirada rara de Griya atravesó a Ana, como si la niña muerta la viera por dentro, como si pudiera agarrarle el corazón y ayudarle a bombear la sangre por las venas. Ya no está por ningún lado y la vida a Ana se le pone pesada. No hay explicación para una ausencia tan larga y junto a los muertos la busca por toda la casa. Aparece una anciana con cara de bebé, pero no Griya, aparece un niño de piel verde, pero no Griya, aparece un señor sin pestañas ni dedos de los pies, pero no Griya. «¿Qué le hicieron?», les pregunta a los muertos y ellos se llevan las manos a la boca pidiendo de comer. El tiempo pasa, hasta que un día Ana encuentra, en el bolso donde guarda los corta uñas, los esmaltes y las cremas que no se pone hace meses, una carta.

Querida Ana:

Quiero para ti una vida larga, tan larga que la muerte sea un suspiro. Que la crueldad y el amor del mundo de los vivos te enseñe la profundidad del nervio y del hueso. Hay un vago temblor en todo lo que vive, que es respiración, que es latido, que son los sueños. No permitas que los muertos ni los vivos te entierren en la miseria, en el mundo del dolor, de la venganza, de la vergüenza. Vi el mundo, lo vi y supe que estaba podrido, pero, ahora, te veo, Ana, y sé que debe haber algún lugar muy lejos de aquí de donde realmente eres, porque la belleza no nace de lo árido, porque lo dulce tiene raíz.

Decido, por ti y por mí, descansar el cuello y la cabeza en el árbol en el que me colgaron por dos semanas, hace trescientos años, a la vista de Dios. Es lejos de aquí, jamás volveremos a vernos, con la cuerda alrededor del cuello no habrá bocado que pase. Deja a los muertos en la tierra, resecos, transparentes, mudos. Encuentra, entre el pasto que reverdece y amarillea, un lugar donde vivir.

                                                   Te quiere,

                                           Griya

Ana arruga la carta entre las manos regordetas hasta hacerla una bola. Piensa en tirarla, no puede. La desdobla, la estira sobre el pecho inflado y toma una larga siesta. Se siente agotada. Ana sueña que Griya sigue en la casa, que pueden hablar, que nunca se va.  Mientras tanto, Griya, la niña adulta, cuelga de una antena de internet, porque ya árboles no quedan, a merced del viento. Al despertar, gorda, peluda y, ahora, sola, Ana sabe que Griya no va a volver, entiende lo que trató de decirle en la carta y se levanta a darles de cenar a los muertos.

Ana cada vez es más rata y más peluda. El sacrificio de Griya no sirvió para alejarla del Ensure de la abuela, del jamón de la nevera, de los enlatados en el cajón de abajo, de las libras y libras de arroz que cuece a lo largo del día. Ana sigue alimentando a los muertos, que son cada vez menos agradecidos, más exigentes. Todo a los muertos, cada día más que el anterior. La comida se va acabando. Ana tiene que elegir entre ella o los muertos. Ana elige a los muertos. El tiempo pasa, pasa rápido, y los muertos piden y piden, y ella entrega y entrega y va entregándose toda. Deja que le mordisqueen por fin las tetas acostándose en el piso, que le laman las orejas, que le olisqueen el olor avinagrado entre los dedos de los pies, que se le vayan tragando uno a uno los pelos de la cabeza.

Murió primero su abuela, luego su padre y de último su madre.

Ella sigue ahí, acostada, en una casa llena de basura y de comida y de gente vieja. El espacio que dejaron los vivos, los muertos lo ocupan; llaman a sus familiares lejanos, también muertos de hambre. En la casa se apilan unos sobre otros, el bullicio es insoportable. Ana hace años que solo mastica recuerdos: las conversaciones con Griya, las ganas de desprenderse, el mínimo amor que creyó alguna vez tener. Ana ya no es gorda, es más, está famélica. La pelusa del bigote se le fue extendiendo por todo el cuerpo, lo único que tiene calvo es la cabeza, las costillas le sobresalen más allá de los pezones y la regla no le baja hace mucho. Cuando le da hambre toma agua, mucha agua, que es lo único que no les gusta a los muertos. Al igual que Griya, Ana ha leído su mundo y sabe que morirá pronto en la más completa soledad.

 

 

 

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