Nadar con tiburones

Ilustración Euro Montero
Yuliana entrenaba sola en el cuarto carril de la piscina. Su cuerpo moreno y firme, cubierto por un enterizo azul tan templado como su piel, cortaba el agua con la elegancia de una gacela. Verla nadar de espalda, en especial, era estar en presencia de lo divino. Cada brazada la impulsaba una distancia equivalente a la longitud de su cuerpo. En ese sentido, tal vez ella era más parecida a una hormiga. Lo suficientemente fuerte como para remolcar su propio peso.
Nosotros no podíamos ser más diferentes a Yuliana. El equipo de natación Tiburones lo conformábamos veintiún preadolescentes, blanquitos y de carnes blandas, entrenando de a siete por carril. De mis sesiones de entrenamiento recuerdo los pies de Juan Felipe, siempre rozándome la nariz mientras practicábamos el estilo libre uno detrás de otro, y la cara de placer que ponía Laura Ximena cada vez que se orinaba en la piscina durante la recuperación. Como no había para dónde moverse en nuestro carril hacinado, los demás vivíamos resignados a regular nuestra frecuencia cardiaca entre su maldad.
Yuliana era amiga de la entrenadora que contrató la junta directiva del club cuando decidió que los Tiburones habíamos perdido demasiadas competencias. Era Bogotá. Era el año 2000. Todos sabíamos que Yuliana no era simplemente una amiga de Luz Elena, la nueva entrenadora, pero cualquier palabra diferente a «amiga» nos habría lanzado a la única piscina de la ciudad en la que no sabíamos nadar. Nos asomábamos a un cuerpo de agua que no tenía fondo. El más mínimo derrumbe en su borde habría sido suficiente para hacernos caer.
Luz Elena por sí sola era una figura fascinante. Además de que creía en nosotros como equipo, había estudiado en la Universidad Pedagógica, de donde se licenció en Educación Física. «La piedragógica», me susurró la asquerosa de Laura Ximena, haciendo referencia al movimiento estudiantil de izquierda que caracterizaba la universidad, mientras nuestra nueva entrenadora se presentaba. Yo nunca había conocido a alguien que hubiera salido de la Pedagógica, ni siquiera de la Nacional, entonces respondí a su comentario chasqueándole el caucho de mis gafas de natación en el brazo. No quería licenciarme en Educación Física, nada me habría parecido peor, pero sí soñaba con desafiar a mi familia presentándome a una universidad pública.
La primera vez que Luz Elena trajo a Yuliana al club, ninguno de los Tiburones le prestamos demasiada atención. Cederle uno de nuestros carriles por un día nos pareció un gesto sin importancia. Además, hay que decirlo, Luz Elena manejó las cosas con sagacidad. Nos dijo que había traído a su amiga para que nos mostrara lo que podríamos lograr si entrenábamos con juicio:
—Yuli es la mejor librista del equipo de la universidad. Se ha ganado varias medallas y una vez la entrevistaron en el noticiero para que demostrara las ventajas de la actividad cardiovascular.
Tan pronto Luz Elena terminó de presentarla, Yuliana se lanzó a la piscina. Su clavado trazó un arco perfecto en el aire y se hundió en el agua como si no existiera la tensión superficial. También sabía dar las patadas submarinas de los nadadores de alto rendimiento, así que solo salió a respirar hacia la mitad del recorrido. Luz Elena nos preguntó si su amiga se podía quedar a practicar sus ejercicios avanzados justo en el momento en que Yuliana inhalaba, separando los labios en un óvalo digno de un libro de geometría. Todos quedamos tan maravillados de estar cerca de una nadadora de su calibre que aceptamos.
Las tensiones entre Luz Elena y su equipo, es decir, nosotros, solo empezaron un par de semanas después, cuando nos dimos cuenta de que la presencia de Yuliana se había vuelto cosa de todos los días. Tener que embutirnos de a siete por carril mientras ella nadaba sola, recibiendo atención personalizada de nuestra entrenadora, se convirtió en el tema de conversación en las duchas comunales. Mientras nos enjuagábamos rápido, sin siquiera usar jabón porque queríamos ocultar nuestros cuerpos hasta de nosotros mismos, comentábamos la vida ajena sin ningún reparo.
—Es injusto porque nosotros sí estamos pagando la cuota para entrenar —decía Juan Felipe.
—Lo que más me preocupa es que tenemos las competencias interdepartamentales en un mes. Necesitamos más espacio —opinaba Diana Carolina.
—Además, ¿no les parece que Luz Elena es demasiado cercana a su amiguita?
El día que Laura Ximena hizo esa pregunta, todos los Tiburones nos quedamos callados al tiempo. El sonido del agua cayendo sobre los baldosines mohosos de las duchas se convirtió en el rugido ensordecedor de una catarata. Juan Felipe fue el primero en salir corriendo al cambiador, asegurándonos que su mamá ya había llegado a recogerlo. Los demás lo imitamos a los pocos segundos, aduciendo que nuestros padres también se impacientaban en el parqueadero o que ese día el colegio nos había dejado muchas tareas. Cuando me subí al carro, mi mamá me dijo que tenía las mejillas rojísimas. Después de un segundo de silencio, durante el cual me evaluó con suspicacia por el retrovisor, añadió que le alegraba que por fin estuviera entrenando lo suficiente para salir tan agitada de la piscina.
Nunca se supo quién delató a Luz Elena. Yo siempre he creído que fue Laura Ximena la que la denunció por despojarnos de uno de nuestros carriles, pero también pudo haber sido Juan Felipe. Incluso, es posible que haya sido yo. Desde que Luz Elena había empezado a llevar a Yuliana al club, en mi casa no paraba de hablar del entrenamiento. Tal vez mis papás se dieron a la tarea de averiguar quién era aquella muchacha cuyos brazos torneados yo era capaz de describir en detalle, siempre insistiendo en que admiraba la hidrodinámica que generaban.
Luz Elena intentó seguir entrenándonos después de que el club le prohibió llevar a Yuliana, pero pronto consiguió otro trabajo y renunció. Un viernes cualquiera nos dijo que el lunes tendríamos otro entrenador, el tipo musculoso de pantaloneta roja que nos había estado observando desde las graderías toda la semana. Antes de dar inicio a la última sesión que tendría con nosotros, Luz Elena nos preguntó por qué nadie nadaba en el carril que había sido de Yuliana:
—¿No se supone que ese fue el problema? ¿Que algunos de ustedes estaban inconformes por tener que nadar apretujados?
Ninguno de los Tiburones respondimos. Seguimos nadando de a siete por carril, como si temiéramos que se nos contagiara algo al pasarnos al que su amiga había dejado vacío.