Mouchette

Georges Bernanos

Traducción de David M. Copé

(Fragmento)

La idea le ha venido a la cabeza al atravesar de nuevo el pueblo, de regreso. Hasta la casa Dardelle, nadie parece haber reparado en ella. La hora que precede a la misa mayor es, como antaño, una hora de recogimiento. Hacen falta siglos para cambiar el ritmo de la vida en un pueblo francés. «La gente se está preparando», se dice, para explicar lo vacía y silenciosa que está la calle principal. Prepararse ¿para qué? Nadie va ya a la misa mayor. Da igual. A las nueve, no hay padre que no se ponga la raída camisa con pechera de plastrón, blasfemando, con la cabeza sepultada bajo la tela, que emite unos crujidos extraños. Y la madre, que pela las verduras para la sopa, ha colocado cuidadosamente sobre la cama la falda de lana negra de grandes pliegues y sus medias.

Hace diez años que una antigua criada del marqués de Clampains vive en la casa Dardelle, así llamada porque ese era el nombre de su antiguo propietario. Vieja y lisiada hasta el punto de que solo puede caminar con la ayuda de dos bastones de ébano con empuñadura de plata, regalo del difunto marqués, visita a los enfermos y, sobre todo, vela a los muertos.

En cuanto tocan a muerto –a veces lo hace ella misma, tañendo la más pequeña de las tres campanas, los bastones en el suelo y su magro cuerpo, más ligero que el de un niño, balanceándose imperceptiblemente en el extremo de la cuerda–, la familia del difunto acecha detrás de la ventana la llegada de aquella figura delgada, que nunca se demora demasiado. Indiferente al sordo murmullo que la recibe, la anciana se dirige al lecho fúnebre y todos reparan en que mantiene la mirada gacha, como si dosificara sus fuerzas o su placer.

Después de persignarse, deja en un rincón su enorme bolsa de paño donde guarda la botella con café avivado con un chorrito de ron y la estufilla de cobre con su provisión de briqueta y un pedazo de pan con mantequilla envuelto en un pañuelo blanquísimo. Entonces, y solo entonces, acepta sentarse junto al fuego y hacer algunas preguntas, siempre las mismas, a las que muchas veces responde ella misma, e incluso los más chismosos, los más impacientes por revelarle a alguien tan competente los macabros detalles que han sido los primeros en recabar, escuchan con una especie de terror el extraño monólogo de la vieja de dulce sonrisa y con los ojos de un azul desvaído. Permanece así, parloteando o dormitando, y regala a los más pequeños caramelos que desentierra del fondo de sus amplios bolsillos y que están tan pegajosos que antes de dárselos a los críos a veces los limpia con un lengüetazo.

Hasta que no anochece, apenas parece reparar en la presencia del cadáver, alrededor del cual se afanan las visitas. Pero cuando cae la noche y las vecinas salen una a una de la habitación fúnebre y la familia, incómoda, se reúne alrededor de la sopera exhalando breves, profundos e ingenuos suspiros («¿Qué quiere? Algo tendremos que hacer para calmar un poco los nervios, ¿no?»), ella se levanta sin hacer ruido, se acerca a pasos menudos. Todos se miran unos a otros mientras ella atraviesa la habitación y se adentra en la sombra con ese delgado cuerpo extrañamente sacudido por los dos bastones silenciosos (el extremo de ambos recubierto con goma), como un minúsculo navío mecido por el oleaje.

Durante horas y horas, permanecerá en la cabecera de la cama del muerto, que ella mima con una mirada atenta. Ni el más mínimo pliegue de las sábanas escapa a sus ojos vigilantes: ella lo alisará cuidadosamente con la punta de los dedos descarnados cuyas desmesuradas uñas rechinan sobre la tela. No hay mosca errabunda que ella no espante del rostro sobre el que, desde el primer minuto del velatorio, ha extendido un pañuelo blanco –siempre el mismo, un poco amarillento ya después de tantos lavados. Aunque a ella no le importa que la consideren devota (a veces cumple voluntariosamente con las funciones de sacristana), no parece que rece, o al menos nunca se la ve mover los labios, crispados en una mueca de atención. Nada la apartará de su misteriosa guardia, nada la distraerá de esa contemplación cuyo secreto solo ella conoce.

Si el cirio fúnebre está situado demasiado lejos, no deja de acercarlo hasta que ilumina de lleno la pétrea cara, al sombrío compañero sumido también él en una reflexión insondable. La opinión más extendida es que la anciana dormita con sus grandes ojos abiertos, como les ocurre, por lo visto, a muchas viejas como ella. Es verdad que, en el transcurso de la noche, raras veces responde a quien le pregunte, pese a lo cual nadie se atreve a interrogar de nuevo esas dos pupilas pálidas en las que titila la pequeña llama del cirio. Quizá temen despertar a la vez al muerto y a su custodia.

Cuando los gallos se responden unos a otros y el cirio ha comenzado a desfallecer, ella se hace aún más pequeña hundida en su gran sillón. A veces apoya incluso los magros codos en el borde de la cama, se sume en una última contemplación, como si la gris claridad del alba fuera a descubrirle aquello que lleva tantos años buscando en vano. Poco a poco la casa despierta, se abren las puertas de los establos, el ganado se despereza sacudiendo las cadenas, y la gente, que hasta hace unos momentos hablaba en voz baja, recupera el tono cotidiano: apenas pueden disimular la alegría de la mañana, esa alegría tan pujante que hay en el corazón de los campesinos. Solo entonces la anciana finge dormir, la barbilla apoyada sobre el pecho, las manos ocultas bajo la pañoleta de lana. No se levanta hasta que ya es completamente de día, con el jovial tumulto del desayuno. Su rostro lívido refleja una fatiga que la gente pocas veces conoce, y que no es la de los músculos, ni siquiera la que se padece tras una noche de insomnio. Pero son sobre todo esos ojos apagados, tan consumidos que parecen los de un ciego, los que incomodan a todo aquel que intenta mirarlos fijamente. Ella no parece reparar en el malestar que provocan, acepta un tazón de café, que bebe de pie, con la espalda pegada a la pared, reparte a los niños que se van a la escuela los caramelos que le quedan y se aleja bajo la luz retornada, en el fresco de la mañana; desaparece en la curva del camino, dorado por la aurora, dejando tras de sí una estela extraña. Su gato la espera en el umbral de casa.

–Esta noche iré a velar a tu madre, mi pequeña Mouchette –dice.

Para evitar pasar por delante de la taberna, que tiene las puertas abiertas de par en par, y que está al cabo de la calle, Mouchette ha girado resueltamente a la derecha sin pensárselo y se ha topado con la sacristana.

–Venga, si quiere. Haga lo que mejor le parezca –prosigue ella con voz insegura. Aquellos ojos azul pálido la miran fijamente con una irresistible expresión de curiosidad y compasión, y también con una oscura e inefable complicidad.

–Entra –le ordena la anciana en voz baja.

Si Mouchette obedece es porque en realidad ya no puede más. Se deja caer sobre una silla en un rincón de aquella casa vacía. Los ladrillos rojos, minuciosamente restregados, desprenden un olor a cera y manzana ácida. Puede distinguir vagamente el reflejo de su rostro en la puerta de roble del armario, que había adquirido el color del ébano.

La vieja se sienta enfrente de ella, y permanece callada. El reloj coronado con un gallo de bronce dorado emite un sonido lento, pesado, y cada vez que el péndulo de cobre desciende arroja un destello en la pared. Por unos instantes, Mouchette intenta sobreponerse a aquel silencio, pero es ya demasiado tarde: se intensifica, la envuelve, tiene la sensación de que un manto invisible le cubre los hombros, la frente. La ilusión es tan poderosa que siente que debería realizar un esfuerzo enorme para imponerse, para escapar, y ahora es incapaz de moverse. En el preciso momento en que deja de debatirse y se entrega por completo a aquella sensación, escucha de nuevo la voz de la anciana, que parece proseguir una frase que ya había empezado.

–No pareces saber muy bien lo que haces. Ten un poco de paciencia, pequeña, quédate.

–No –dice Mouchette–, tengo que volver.

–¡Pues no sé cómo! ¡Pero si ni siquiera puedes tenerte en pie!

El silencio vuelve a instalarse, pero esta vez Mouchette no le opone resistencia alguna, al contrario: se sumerge al instante en él con un estremecimiento de todo su ser, casi un estremecimiento de placer.

–Era muy mala idea marcharse ahora –sigue la vieja–. Llevas el mal en la mirada. Cuando esta mañana pasaste delante de casa, te vi desde la ventana y me dije: «Esa muchacha no va a hacer nada bueno».

Silencio. Mouchette oye el tic tac del reloj con una suerte de placer realmente inaudito para ella; sus sueños rara vez poseen ese carácter vago, impreciso, que los hace parecerse al descanso. Pero esto no es ningún sueño. Las imágenes son tan borrosas que es incapaz de distinguirlas, solo es sensible a su ritmo, extremadamente lento, como los minutos que preceden a un profundo reposo, y que, a medio camino del sueño y la muerte, apenas guardan relación alguna con la vida.

–Escucha –continúa la anciana–, no sabes la de meses que llevo pensando en ti, ¡qué extraño, ¿verdad?! Aunque te conozco bien. Fue un día el año pasado, por San Juan, ¿te acuerdas? Te di una manzana verde.

Mouchette se acuerda, pero no lo deja entrever. Nunca se ha confiado a nadie, en el sentido estricto del término, y el impulso que hace unas horas la asaltó junto al lecho de su difunta madre era algo totalmente desconocido para ella. Algo oscuro en su interior le dice que será también la primera y la última vez que lo experimente, que esa fuente misteriosa se ha secado nada más brotar.

Y, por otro lado, su secreto no es de esos que una pueda confesar tan alegremente, pues acarrea demasiadas cosas, como esas plantas de aspecto frágil que, sin embargo, uno no puede arrancar sin llevarse junto con las raíces el puñado de tierra que las alimenta. Y a pesar de todo, no realizará esfuerzo alguno por liberarse de esa extraña molicie que la invade y que parece tejer a su alrededor, diligente, paciente, los hilos de una red invisible.

–Si no hablé antes contigo es porque no era el momento. Cada cosa tiene su tiempo. ¿De qué sirve intentar detener a un caballo mientras cocea y muerde? Cuando ya está completamente fatigado, completamente rendido, ese es el momento de dedicarle buenas palabras y ponerle el bridón. Ya se trate de animales o de personas, no hallarás muchos que se resistan a las palabras adecuadas, a las palabras que necesitan oír. Pero por desgracia la gente habla demasiado. Hablan tanto que, cuando llega el día indicado, las palabras no tienen poder alguno, son como el polvo que sale del harnero cuando una hace la criba.

Se dirige al gran armario, lo abre, y un cálido olor a cedrón invade la pieza. Las baldas están llenas hasta arriba de ropa blanca que el reflejo de la madera pulida por los siglos dora imperceptiblemente. Crea en la habitación, frente a la ventana con las cortinas echadas, como una segunda fuente de luz, una claridad infinitamente suave. ¡Ah! ¡Qué mujer de la estirpe de Mouchette no ha soñado alguna vez con poseer semejante tesoro! En otras circunstancias, ese estupor lleno de admiración se transformaría en cólera rápidamente, pero ahora está demasiado cansada. Aspira ese aroma desconocido y cree sentir en las manos la caricia de esas telas luminosas, su frescura.

–El día que tu madre ha muerto no vas a volver a casa vestida de cualquier manera. Es preciso honrar un día como este. Créeme, bonita, es un gran día. ¿No has pensado en la muerte, algunas veces?

Mouchette no responde. No deja de mirar el armario. Y, de repente, la idea de la muerte se confunde con la imagen de esas pilas de sábanas inmaculadas.

–Yo comprendo la muerte –prosigue la extraña vieja en tono confidente–. También comprendo muy bien a los muertos. A tu edad me daban miedo. Ahora, les hablo y ellos, por decirlo así, me responden. Me responden a su manera. Una especie de murmullo, un no sé qué, un pequeño soplo que parece provenir de las profundidades de la tierra.

»Un día se lo conté al cura, y me riñó. Para él, los difuntos van al cielo. No es que quiera contradecirle, pero tengo mi propia opinión al respecto. Antiguamente, por lo que se dice, se adoraba a los muertos, ¡lo muertos eran dioses! Esa debería ser la única religión, hijita. Todo lo que vive es sucio y apesta. Me dirás que los muertos no huelen bien. Y es verdad. Cuando uno escancia sidra huele peor que un meado de vaca. La muerte, como la sidra, tiene que hacer espuma primero.

Trota hasta el fondo de la pieza y deja en la cama un voluminoso paquete cuidadosamente envuelto en una toalla.

–Si dijera lo que pienso –dice mientras quita los alfileres, que se coloca cuidadosamente en la boca–, todos se reirían de mí. Tú misma… Confiesa que cualquier otro día ya habrías puesto mala cara. Pero hoy tu corazoncito duerme. Intenta que no despierte demasiado pronto, querida. Estos son los mejores momentos de la vida. Yo no puedo hacer nada por aquellos que están demasiado despiertos, porque ahí es su crueldad la que vela. Es como meter el brazo en una tejonera. Cuando pasaste esta mañana por aquí, recuerda, te quedaste parada un momento en mitad de la calle. Todo tu pobre cuerpecito dormía, excepto tus ojos. Cuando he vuelto a verte, tus ojos también dormían. «¿Para qué despertarla?», me preguntaba. «¿Acaso no tiene ya bastantes desgracias?».

Pronuncia las últimas palabras de una manera misteriosa en el oído de Mouchette, que finalmente se decide a alzar un poco la cabeza y mirarla.

–Sé que lo comprendes –le dice, y sus mejillas arrugadas se sonrojan–. Apuesto a que no tenéis en casa una sábana para amortajarla. Da auténtica pena ver cómo lavan aquí a los muertos. Piensa que antes de la llegada de Nuestro Señor, los embalsamaban con perfumes, con especias que costaban auténticas fortunas. Y ahora ni siquiera los lavan. Ni siquiera al señor marqués, que tenía barba de ocho días y las uñas llenas de roña. Si por ellos fuera, hijita, los meterían directamente en cerveza y con la bendición del cura. ¡Porque por mucho que este dé vueltas alrededor del féretro, por mucho que eche agua bendita e incienso, da igual! Llama al cadáver «despojo», como si hablara de una alforja vacía. ¡Maldita sea! Habría que tratar a un muerto mejor que a una novia: mimarlo, acicalarlo antes de que vaya a acabar de purificarse bajo tierra.

Sus apagados ojos se animan: ahora son del color de las vincapervincas. Mouchette la contempla atónita. Es evidente que la anciana saborea imágenes que solo ella conoce. Hay en su acento, en sus rasgos, en su sonrisa inmóvil, una especie de espantosa inocencia.

–Llevaré una de mis sábanas, mi mejor sábana. Amortajaremos a tu madre juntas, pequeña. Haré eso por vosotros porque me escuchas sin reírte. Amo la juventud. Debes saber que vengo de un lugar que no conoces. Una región montañosa. En mi pueblo, una vez pasaba el otoño, no volvíamos a ver el sol. Se alzaba por un lado y se ponía por el otro sin poder llegar a trepar lo bastante alto como para mostrar su cara grande y redonda, tan boba.

»En invierno la tierra estaba tan dura a causa de las heladas que no enterrábamos a los muertos: alzábamos el féretro al tejado de una granja aislada y el frío los conservaba incólumes hasta la primavera. Imagínate, el cementerio estaba justo al lado de nuestra casa, junto a la iglesia, una iglesia minúscula, mitad piedra, mitad madera. Como el camino era impracticable, siempre cortado por las avalanchas, durante seis meses el cura no asomaba por allí, era el sacristán el que leía el evangelio los domingos, a falta de nadie mejor. Como faltaba espacio, se había instalado el cementerio en una plataforma, una plataforma cuyos muros se hundían cien metros en el vacío. Un cementerio diminuto, como la palma de mi mano, no te imaginas lo bonito que era. Me levantaba de noche para contemplarlo. Incluso cuando no había luna podían distinguirse las cruces.

No alza la voz, pero habla cada vez más rápido. A Mouchette le hace pensar en esos pequeños molinos de madera que construyen los niños. Hay uno detrás de casa, olvidado allí desde verano, que las aguas crecidas cubren manteniéndolo prácticamente íntegro, pero que continúa dejando oír día y noche, a través del precipitado murmullo de la corriente, su sonido de insecto.

–Toma –continúa la anciana–, mira. Como somos amigas, te daré esta sábana tan bonita y tan fina. Ya les gustaría a muchos ricos abandonar este mundo tan convenientemente arropados, ¡las familias son tan crueles! Y también tengo una sorpresa para ti.

Coge el paquete medio deshecho que había encima de la cama.

–Es un recuerdo –susurra–. Dentro encontrarás algo hermoso que ponerte, si finalmente te animas. Creo que debe ser de tu talla. Quizá el color no sea el más apropiado. No hay más que blanco y azul, debido a un voto que la muerta debía cumplir hasta los quince años, ¡ya sabes!

–¿Un voto? –pregunta Mouchette– ¿Qué es eso?

–Una promesa que su madre había hecho. La madre era la hija del difunto señor Trévène, el gran empresario textil de Roubaix, un hombre muy rico. Compró el château de Tremolens, a veinte leguas de aquí. Yo servía allí en verano. Tengo que decir que a los treinta yo no gozaba precisamente de buena salud. Tan delgada, tan cetrina, con mal aliento… ¡Mozo que me miraba, mozo que se reía! ¡No importa! La pequeña solo quería jugar conmigo, y el abuelo me dejaba hacer. Bueno, lo de jugar es un decir, puesto que a ella en realidad solo le gustaba conversar y leer. No paraba de hablarme de sus libros. Yo era tan dura de entendederas que no comprendía gran cosa, pero me causaba un gran placer mirarla. ¡Ah!, ¿ves? Ahora sé que no hay que fiarse de las apariencias, ¡he visto morir a tantas muchachas hermosas como ella! Quien nos observara, la una al lado de la otra, no me concedería demasiadas posibilidades, yo estaba más delgada que una estaca.

»Cuando la señorita venía en verano y se apeaba toda vestida de blanco del gran coche familiar negro lleno de baúles de piel, con su olor a juventud, siempre me decía, después de besarme y de posar sus manitas en mis hombros: “¡Por Dios, qué mala cara tienes, mi pobre Philomène!”. Y hete aquí que un año vino de la ciudad mucho antes de lo normal, para primavera. Nunca la vi tan hermosa. Tardé en darme cuenta de que había adelgazado. Lo más extraño es que, a partir de ese momento, sin saber por qué, yo empecé a estar mejor. Las criadas ya no me reconocían. «Te ha cambiado la cara», me decían. No era la cara: sentía que algo maravilloso iba a sucederme, que había llegado mi momento.

»Dejé de sentirme incómoda en presencia de la señorita. Además, todo el mundo estaba encantado conmigo porque cuidaba de la enferma lo mejor que podía. Me pasaba tres noches seguidas a su lado, aunque no hiciera falta; la miraba dormir: fue así como me entró el gusto de velar a los muertos. Un poco antes del alba, sobre todo, su rostro perdía el fulgor e incluso la apariencia de la juventud. Ese rostro era solo para mí. Entonces la distancia que nos separaba desaparecía. Es como si la fuerza y la lozanía que se le escapaban en lo más profundo de su sueño fueran a parar a mí. Y bajo mi piel parecía correr una sangre nueva. A veces la señorita se rebelaba: «¿Por qué me miras así?», me preguntaba. «No temas», le decía yo. Cuando acercaba la cabeza a su mejilla, soltaba una risita. Pero siempre acababa por ceder. Mi piedad por ella era más fuerte que su aversión. A veces incluso apoyaba la cabeza en mi hombro y lloraba.

»Sus cabellos rubios desprendían un olor a brezo, tan dulce que me hacía pensar en el amor, a mí que nunca me habían interesado los hombres. En esos momentos, sin embargo, era incapaz de olvidar su enfermedad, porque el sudor de su frente era frío y espeso. Ella se lo enjugaba sin parar con la punta de los dedos, con una mueca, y yo hacía como si no reparara en ello, naturalmente. ¡Qué importa! Aquel era nuestro secreto, de todas formas. Lo fue durante mucho tiempo, puesto que ella se maquillaba con tanta pericia por la mañana que su madre tardó en enterarse del avance de su enfermedad. Y este fue muy rápido. Yo oía a los médicos hablar entre ellos: “No se defiende”, decían. ¿Por qué hacerlo? Al cabo de unas semanas, cuando estaba a solas conmigo, se abandonaba.

»Creo que incluso hallaba cierto placer en mostrarse como era, lívida bajo la imperceptible capa de maquillaje, con los ojos apagados y su pecho hundido, asomando por el cuello de una de esas preciosas camisas que tanto le había envidiado antaño. ¿Quizá se liberaba así de la pesada obligación de fingir durante la jornada? Ahora exigía que yo durmiera en su habitación, en una cama plegable. El abuelo había reservado para otoño una habitación en un sanatorio, uno de esos hospitales para millonarios. “No es tan urgente”, le decía a la madre. “En verano el clima aquí es tan sano como en cualquier otro lugar y ya ves que no puede estar sin Philomène”. Es verdad que cada vez estaba más apegada a mí, y yo a ella. La señora desconfiaba un poco. “Philomène no se cuida demasiado”, decía el abuelo. Ella le respondía: “¡¿Pero no ves que no deja de engordar?!”. Era verdad. No me costaba pasar la noche despierta, no tenía necesidad de dormir. Y la señorita también podía prescindir del sueño perfectamente, o al menos ya no le apetecía dormir.

»Durante el día, ella iba y venía como de costumbre, a veces la oía reír. Aunque en esos momentos me dejaba ver lo menos posible, cuando nos cruzábamos, ella fingía no verme, o sonreía de una manera extraña, como incómoda. Cuando estábamos a solas, al principio ella siempre fingía dormir. A medianoche, la tos la despertaba. Debía sentarla en la cama, la pobre camisa pegada a su piel. Cuando pasaba el ataque, estaba más indefensa que un niño; me decía que iba a morir, que lo sabía, que la avergonzaban las mentiras de los doctores. A partir de entonces, pensé que uno debe someterse a la muerte. Ella lloraba durante horas, muy dulcemente, sin un sollozo, sin parpadear siquiera; es como si la vida se le escurriera. Al final, yo también lloraba. Ella me decía: “¡Cuánto me quieres!” ¡Qué importa! Esas lágrimas no eran malas, pues la fatiga no hacía mella en mí. Para ser sinceros, nunca había tenido tanto apetito. Siempre me presentaba la primera en la cocina, antes incluso de que se vertiera la leche en la cacerola. Habría masticado piedras.

La anciana solo habla ya para sí misma, olvidando la presencia de Mouchette, con el paquete sobre las rodillas, que ella rodea con sus brazos trémulos. ¿Hasta qué profundidades de su alma secreta se habrá sumergido en su confidencia? Pero ha ido allí en vano.

–¿Qué le pasó a la señorita? –dice de golpe Mouchette, con voz ronca.

Agarra nerviosamente el brazo de la vieja cuentacuentos y su mirada es la de los malos días.

–¡Me has asustado, bonita! ¿Por dónde iba? Ya no me acuerdo. Me parece que me quedé dormida y me has sobresaltado, hija.

Pero por breve que haya sido, ese reposo le ha dado fuerzas renovadas a Mouchette. Siente cómo le arde en las mejillas un fuego que conoce bien, y en las sienes ese cerco doloroso, provocado por los arrebatos de obstinada crueldad que tanto exasperan a la maestra.

–Me repugna, es usted una vieja inmunda. Si yo hubiera sido la señorita, le habría estrangulado.

–Mírate –replica la sacristana sin el menor atisbo de miedo–. Un gato salvaje. ¿Y qué tienes tú que ver con la señorita, morena? Ella era bella, lozana; tú pareces una gitana.

Con un movimiento inesperado, que coge a Mouchette con la guardia baja, se acerca a la muchacha y posa la mano sobre su pecho, justo encima del corazón.

–Solo quiero ayudarte –le dice–. Eres cruel, pero creo que solo hace falta comprenderte. Y creo que ya conozco tu historia. Habla sin temor, hija.

Ella se ha aovillado en el sillón y sus manos recorren incesantemente el vestido negro, con un movimiento tan vivo de los dedos que parecen dos bestiecillas grises persiguiendo una presa invisible.

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