Mi cuestión vasca

Lolita Copacabana

1

Si tienes miedo, nunca irás al mar—una frase que, durante mucho tiempo, estuvo escrita en la pizarra de la cocina de mi casa en Iowa City. Una frase que copié de Bilbao-Nueva York-Bilbao, un libro de Kirmen Uribe que leí en una materia de mi primer semestre en la Universidad de Iowa. Aunque la mayoría de las veces que la observaba no recordaba exactamente el contexto de la frase en la novela, sí me acordaba de esa novela como una primera novela, una novela-sobre-escribir-una-novela. Funcionaba entonces para mí como una frase talismán, que habla sobre escribir, en general, y que había dejado ahí, a la vista, para ahuyentar a eso que me llega tantas veces y que me sucede no precisa o necesariamente frente a la hoja en blanco. Una frase que es un recordatorio de que hay que seguir avanzando cuando la marea de la inspiración, o de las ganas, se retira. Cuando lo que me toca es arrastrar la barca, lo que significa: ponerse a trabajar.

 

A la novela de Uribe la leí con ilusión, en parte porque era de un autor relativamente joven, y en parte porque era de un autor vasco. Tenía cierto interés, en ese momento, por saber qué podía decir un autor relativamente joven, exitoso, del País Vasco, en su primera y exitosa novela, sobre el ser vasco. Lo que quiere decir que me interesaba bastante dentro del contexto de una materia que me tocó cursar de forma obligatoria, en el primer semestre de una maestría de escritura creativa en la que había deseado mucho ser admitida pero que quedaba en un país ajeno, lejos de mi familia y mis amigos, lejos de mi hija y mi marido, de mi biblioteca y mi editorial y el círculo literario argentino que es mi hábitat natural.

Mi motivo de interés principal era que a mediados de la primera década del 2000 me había enterado de que mi abuelo era, en cierto sentido, vasco. Me lo había dicho mi pareja de aquel entonces, de madre vasca-francesa, al igual que la madre del que después sería mi marido (quien, cuando lo conocí, y para mi sorpresa, sacó el tema de lo vascuence o no vascuence rápidamente, aunque esa vez estaba ya preparada y pude tomarlo con mayor naturalidad).

Pero volviendo a los tempranos 2000: yo no tenía la menor idea de lo que se me estaba acusando. Mi abuelo, que nació en 1914 “en España” y se mudó a la Argentina en alrededor de 1945, y que mantuvo su acento, a mi entender “español”, hasta el mismo día de su muerte, era español y ya. Había participado en la Guerra Civil, había manejado un avión. Había arrojado pan, desde su avión sobre Madrid. En la guerra, había perdido a su mejor amigo. Y tenía en su biblioteca, en el campo, cinco tomos sobre la Guerra Civil Española que—estábamos advertidos, por nuestras madres—eran los únicos que no se podían tocar. No se podía ni hablar de esos libros, de hecho. Eran la causa, ni más ni menos, de por qué mi abuelo había roto lazos con su país. De por qué mi abuelo “se había peleado con España”.

 

No sé si es hora de aclarar que a mí España me es casi totalmente indiferente o si toca seguir hablando de mi abuelo. Supongo que lo segundo, sí: mi abuelo. Como primogénita de primogénitos, tuve un romance con mi abuelo que duró casi cuatro años. Mis cuatro traumáticos años de reinado como primera nieta—la majestad más majestuosa en clave “su majestad el bebé”, diría Sigmund Freud—hasta que nacieran mi hermano, la primavera de 1984, y enseguida el mayor de mi primos, en enero de 1985. Además de mimada, o quizás en parte a causa de ello, yo era una niña avispada y precoz y, sin que se me hablara de nada remotamente vinculado al patriarcado, rápidamente comprendí que el interés de mi abuelo por esos dos intrusos tenía que ver, sobre todo, con el hecho de que fueran del sexo masculino. Fue eso—y no el descubrir que de pronto estos desconocidos pudieran acaparar tanto de su tiempo y su atención—lo que significó la primera grieta en nuestra relación, la de mi abuelo y mía. Afortunadamente, antes de eso, mi abuelo ya había logrado inculcarme algunas cosas. Por ejemplo, los libros. Su espíritu aventurero. Algo de su curiosidad. Y el amor por el conocimiento como un fin en sí mismo.

Datos desordenados de mi abuelo, posiblemente los únicos con los que cuente. Mi abuelo era médico. Nació en Bilbao. Le salvó la vida a un tipo que casi se ahoga en las playas de San Sebastián, a donde iba a menudo cuando era joven. Tenía una pandilla de amigos, eran todos deportistas y espléndidos. En la playa le hacían burla al bañero, un tal Patiño. Estudió medicina en Madrid. Le gustaba esquiar. Le gustaba navegar. Tuvo novias.

Mi abuelo nunca ejerció la medicina. Después de la guerra se mudó a Argentina para hacerse cargo de unas tierras de dudosa procedencia (como todas las tierras). Unas cinco o seis mil hectáreas en la pampa húmeda al sur de la provincia de Buenos Aires que su padre no estaba administrando con demasiado éxito. En los relatos a los que tuve acceso no se entiende si el padre de mi abuelo era un inútil, un “picaflor”, o ambas cosas. De las tierras, lo que llego a comprender es que mi tatarabuelo—el padre del inútil/picaflor—se habría hecho dueño de las mismas en alguna medida gracias a su amistad con un indio pampeano, rebelde y posiblemente corrupto, cuyo nombre, al día de hoy, se me escapa.

En una de sus estadías en Buenos Aires, mi abuelo habría conocido a mi abuela, que era una princesa mendocina y catorce años más joven que él y que también estaba de visita en la ciudad. Fue en el Hotel Nogoyá: él se acercó y le preguntó si podía pedirle la dirección para escribirle.

Se casaron en la estancia de los padres de la princesa, en la provincia de Mendoza, y acto seguido se mudaron a Buenos Aires y fundaron una familia.

Algunos detalles más, por supuesto. Pero no demasiados.

 

2

En el año 2002 la escritora de Sierra Leona Aminatta Forna publicó, en Londres, un libro con sus memorias. En el libro hablaba de su infancia y revelaba un secreto que hasta ese momento solamente sabían sus más íntimos: en 1975, el gobierno de su país había condenado a su padre a la horca. En Sierra Leona, todos sabían el destino que había corrido su padre, que había sido un activista político, pero en Gran Bretaña, país a donde emigró la familia de Forna después de eso, nadie sabía nada. Forna y sus hermanos vivieron, a partir de su emigración, una vida de incógnito. Hasta la publicación de esas memorias en el año 2002.

Una noche de 2017, en el primer trimestre de mi maestría, leí un artículo de Forna sobre la sobrevida de los libros de memorias. Un artículo publicado en The New York Review que me interesó porque mi primer libro, publicado en Argentina en 2006 por la Editorial Sudamericana, también había sido presentado en el mercado como un libro de memorias.

En su artículo Forna cuenta, a partir de algunas anécdotas concretas, no solo el revuelo que la publicación del libro causó en su país, sino también algunas incómodas situaciones que tuvo que vivir a nivel personal una vez que su libro estuvo en la calle. Cómo se vio enfrentada a que todo desconocido asumiera que, por el hecho de que ella hubiera escrito sobre determinados temas, tenía derecho a confrontarla y a exigirle, en cualquier contexto, que discutiera cosas que no necesariamente ella tenía ganas de discutir. También cuenta cómo, a causa de la publicación de una reseña de su libro, pasó varios meses muy distanciada de su madre.

Habla Forna en su ensayo, además, de su experiencia impartiendo talleres de textos vinculados a la autobiografía. Dice que le advierte a sus alumnos, en la primera clase, que escribir memorias no se parece en nada a hacer terapia, y cómo, en una ocasión, después de esta advertencia, una mujer se levantó y abandonó su taller, para escribirle agradeciéndole muchos meses después: se había dado cuenta que lo que necesitaba en ese momento, respecto de su historia, era, efectivamente, consultar a un terapeuta.

También cuenta la experiencia de una mujer que escribió un libro de memorias desgarrador, en el que relataba con mucho detalle y dramatismo los terribles efectos que había tenido en su vida, y en la de su familia, el hecho de descubrir que su marido tenía una amante. Cuando esa mujer le llevó el libro a un editor, dice Forna, no solo tuvo la suerte de que el editor lo leyera y rápidamente, sino que además tuvo la fortuna de que este le aconsejara que se pensara bien si estaba segura de que quería publicarlo. La respuesta de la mujer, después de pensárselo bien, había sido que no, que en realidad no quería hacerlo.

 

Aunque mucho puede especularse sobre lo publicado por un autor bajo el título de ficción—y aquí Kuerishi tiene razón cuando dice que “los escritores son gente amada por desconocidos y odiada  por su propia familia”—los riesgos que asume un escritor al escribir no-ficción, cualquiera que sea el subgénero, son mucho mayores.

En lo que respecta a las memorias, el artículo de Forna en The Paris Review acierta en muchas cosas: las mismas tienen una sobrevida que puede acompañar a un autor por mucho tiempo, y el riesgo de escribir memorias es, para un escritor, a nivel personal-familiar, inmenso. Sé esto en carne propia porque en 2006, cuando publiqué mi primer libro, además de las grandes oportunidades y hermosas aventuras que esto me posibilitó vivir, me tocó pasar también por una cantidad no menor de momentos desagradables. Pero lo más significativo del revuelo fue que, más allá de alguna que otra tregua, aquel libro tuvo como consecuencia la ruptura permanente con la rama materna de mi familia de origen.

Según mi recuerdo y la reconstrucción que pude ir hilvanando a lo largo del tiempo, los hechos se desenvolvieron de la siguiente manera: alrededor de las siete de la mañana del 18 de noviembre del año 2006, mi abuela leyó una entrevista que se publicó en la sección Cultura del diario La Nación, en la que no sólo se discutía brevemente mi libro sino que en la misma, además de mi foto, figuraba junto con mi seudónimo mi nombre completo (incluyendo mi apellido compuesto, que contiene tanto el heredado por vía paterna como el correspondiente a mi rama materna, es decir: el apellido de mi madre, el apellido de casada de mi abuela).         Inmediatamente después de haber leído la entrevista, en el cuerpo principal del diario, mi abuela llamó por teléfono a mi madre. Desconozco el contenido de dicha conversación. Sé que días más tarde mi madre me mandó un mensaje de texto en el que me advertía, de forma que interpreté psicopática, que “teníamos que hablar”. Y que después de eso, ante mi negativa, no nos hablamos por casi diez años.

En algún momento de esos casi diez años me enteré de que mi familia me hacía responsable, entre otras cosas, de la vergüenza que sentía mi anciano abuelo de concurrir a su adorado Jockey Club, al que hasta entonces había concurrido casi a diario, por las cosas que yo revelaba en mis escritos. En 2006 mi abuelo tenía noventa y dos años. Además de caminar cuarenta cuadras por día, iba varias veces por semana al gimnasio del Jockey Club, en donde le habían dado una especie de premio honorífico por esta causa.

 

Aquí toca aclarar que nunca supe, exactamente, a qué se referían con eso de las grandes revelaciones—si lo tremendo de mis revelaciones se vinculaba a, por ejemplo, el hecho de ser madre soltera, o a algún que otro detalle de mi vida sexual, o al hecho de que en el libro contaba una anécdota que mi abuelo había relatado a menudo, jactancioso, en la intimidad: la anécdota del día que había decidido ir a la guerra.

Una anécdota del día, en realidad, en el que, sentada del otro lado de la mesa del comedor de su departamento en la Avenida Alvear con mi hija en la falda, mi abuelo, que me quería mucho y que siempre se mostró amable y cariñoso con mi hija, contó sobre el día en el que había decidido que participaría en la guerra.

Con mi hija en la falda, repito, entre masitas de dulce de leche y tazas de porcelana, escuché cuando mi abuelo nos contó en qué ciudad estaba , pero se trata de una ciudad que no recuerdo. Tampoco el año. Me acuerdo sí que hizo referencia a un contexto convulsionado y, a pesar de la inquietud que esto le causaba, también cierta reticencia de su parte a involucrarse realmente en lo que estaba pasando. Mientras lo contaba, yo me metía sandwichitos y masitas en la boca, y escuchaba poco, porque mi beba me distraía, me reclamaba atención, y por lo tanto escuchaba, también, a medias. Pero mi abuelo contaba que ese día, que él estaba en un bar, entiendo, en algún momento de la década de 1930, en España, había escuchado alboroto. Que había detenido la ingesta de lo que fuera que estaba comiendo, en un restaurante, una confitería, un bar, y que había levantado la vista para mirar por la ventana. Y que había visto entonces, con incredulidad, cómo se acercaba marchando un grupo de mujeres que se manifestaban por la calle, con pancartas y con una consigna: “Hijos sí, maridos no”. Y entonces, dijo mi abuelo, esa consigna había bastado. Mi abuelo había entendido, en ese preciso momento, que había que ir a la guerra.

 

A principios de los 2000, a medida en que fui constituyéndome como sujeto a partir de mi desarrollo personal en ámbitos diversos e iba, de forma concomitante, escribiendo ese primer tomo de mi historia literaria, fue imposible para mí recortar esa anécdota. Es algo que no consideré jamás hacer, de hecho, porque explicaba mucho de mi ambiente de procedencia, e ilustraba a la perfección el tipo de dificultad y vejaciones a las que, como madre soltera y por poco adolescente, me había tenido que enfrentar a diario. Estábamos en el siglo veintiuno, sin lugar a dudas. Pero eso tampoco significaba tanto.

En los años que siguieron a la publicación de ese libro, no sólo me sorprendió sino que por supuesto que me entristeció que mi familia me considerara indigna, o indeseable. En mi inmadurez, había asumido que si mi abuelo era capaz de jactarse de algo en el ámbito privado, pero sobre todo si había sido capaz de ir a una guerra por determinados temas, poco podía importarle la interpretación que una mocosa pudiera hacer de esos hechos, y menos aún el recuento de una anécdota bajo su mirada casi adolescente, que concluía con la reflexión de que “el progreso era imparable”, y que incluso se detenía a especular que el ponerse uno en esa posición podía resultar en tremendas ironías. Si el progreso es tu enemigo—decía en mi libro—podrías matarlo, podrías ejercer alguna influencia sobre tus hijos (es decir: el futuro más inmediato) pero, en ese caso, lo más probable es que tu enemigo reencarnase—y que se te sentase a la mesa bajo la forma de los hijos de tus hijos.

Pero insisto: no estoy segura, no puedo creer del todo, que esta anécdota haya sido la mayor ofensa para mi familia materna.

Mis padres, que han hecho casi todo mal, me criaron con prácticas lo suficientemente liberales como para permitirme ser capaz de tolerar el disenso, es decir: para soportar disonancias tales como que en una comida grupal, o mi ámbito familiar, me toque convivir con una cuota no menor de fascismo. De esta manera, mi liberalismo residual es a causa de ellos, que me dijeron convencidos que el mayor peligro imaginable era el totalitarismo—y entonces me resulta tremenda ironía que las mismas personas que me inculcaron la idea de libertad de conciencia no sean capaces de sintonizar ese mismo canal, el de la libertad, para permitirme decir, y ser, lo que se me da la gana.

 

3

Mucho antes de ser orgullosa militante de mi condición de sujeto del nuevo continente, en la infancia, y seguramente en parte como consecuencia de aquella susurrada “pelea” de mi abuelo con España—le di la espalda a Europa.

En los años ochenta y principios de los noventa, a decir verdad, en el sur del sur, el roce era nimio, pero aún así, había cosas que no me gustaban: la poesía de Machado que me obligaban a leer en la escuela primaria, por ejemplo. Platero y yo. El diccionario de una supuesta Academia “Real” (¿no-imaginaria?) encima del escritorio de mi padre: la manera en que a veces lo consultaba para anunciar después, lo más campante, que tal palabra “no existía”. La forma en que mi abuela se ponía nerviosa cuando venían visitas del “viejo continente”, y sacaban las mejores cosas, compraban las mejores comidas, y circulaban en bandejitas de plata almendras cubiertas con azúcar color pastel que nunca me dejaban tocar. El plato aquel con mariscos con el que un par de veces al año homenajeaban a mi abuelo. Pero sobre todo las actitudes que no se nombraban, cierta cuestión como acomplejada de nosotros los sudacas cuando sucedía el encuentro, la actitud complaciente de los otros, que se acercaban con poco interés a compartir alguna noticia en un gesto condescendiente y snob, a ver si por roce se nos pegaba algo de su profunda sofisticación y nos cuidábamos de contaminarlos con nuestro salvajismo.

Después, de más mayor, seguramente a causa del sacudón de convertirme en madre y la subsecuente responsabilidad de ser capaz de proveer a mi hija con algún dato filiatorio preciso, flirteé con entender algo de esa “pelea” de mi abuelo con España, pero en seguida pasaron dos cosas: primero, me di cuenta de que mi historia familiar no me iba a ser fácilmente accesible. Porque si bien mi madre se presenta como una persona abierta, a quien se le puede preguntar cualquier cosa, también es una persona muy hábil para contestar con evasivas, agarrar el camino de la tangente, e irse afanosamente por las ramas. Mi abuelo “se peleó con España” porque “sintió que hicieron las cosas mal”. Aparentemente, “él había ido a la guerra para otra cosa” (aquí vamos a ponerle un freno a la tentación de la irreverencia).

El segundo obstáculo con el que me enfrenté en esa aproximación a la pesquisa fue mi propia pereza. Asumí, correctamente, que alguien más de mi gran familia materna, y ojalá alguien que tuviera una relación más cercana con mis abuelos, haría esa investigación por mí.

Mientras tanto, España—toda Europa—podía serme indiferente. Como yo le era (como yo le soy) a ella, vamos.

 

Mucho tiempo después, en camino a un retiro espiritual en la ciudad de Bangalore, India, pisé territorio español por vez primera. Mi avión, que era de Iberia, aterrizó en Madrid, en donde me esperaba una cortísima escala, de menos de una hora. Sería julio de 2009 o algo por el estilo. Emocionada, pensé en la bandera amarilla y roja que colgaba del balcón de mis abuelos, en Buenos Aires, en días que hoy sería incapaz de precisar, durante el curso de toda mi infancia. En la voz de mi abuelo, de paciencia infinita, tomándome de la mano y diciéndome ven, guapa. En esa misma voz, que canturreaba por los pasillos de su inmenso departamento canciones que nunca podía entender del todo de qué estaban hablando. Pegué la nariz, buscando la emoción, cuando el avión aterrizaba. En el año 2000 había decidido, a diferencia de mi hermano, no optar por mi derecho a la ciudadanía española, que me sería negado para siempre una vez que cumpliera los veintiuno. Esa podía ser la oportunidad perfecta para arrepentirme: quizás, al mirar por la ventana, sentiría algo en torno al sintagma “Madre patria”. Quizás, al tocar el piso de ese país, sintiera que algo muy profundo adentro de mí se conmovía. Quizás presintiera algo vinculado al origen o al menos a la pertenencia.

Miré por la ventana y el paisaje me resultó marrón. No esperaba marrón. Después aterrizamos y la verdad que: nada.

 

Poco después hice un segundo viaje, esta vez intencionado, a la Península Ibérica. Venía de un recorrido larguísimo por tierras muy lejanas y aterrizaba en Barcelona. Pasé unos días ahí antes de arrancar un largo tour en auto que atravesó los Pirineos para llegar a Lourdes, tocó Pau para alcanzar Biarritz, pasó por San Sebastián, Bilbao, Laredo, Santander, Gijón, Lugo, A Coruña, para seguir con Fisterra, Santiago de Compostela, Vigo, y seguir bajando hacia el sur por Portugal. Fue en aquel viaje que, inesperadamente, las cosas se dieron de una forma diferente.

Mi rápido pasaje por el País Vasco me conmovió, porque más allá de su ondulada geografía, más allá del cultivo a todas vistas intensivo, más allá de las diferencias, entre otras cosas, de escala, puede ver las similitudes de esa tierra con mi pampa, la pampa de la provincia de Buenos Aires. Y tuvieron sentido, por un momento claro, las ropas de algunos campesinos de mi tierra, con sus boinas, y también todas, todas, todas aquellas vacas. El hecho de que mi abuelo, de que el abuelo de mi abuelo, hubiera buscado la forma de apropiarse de esas tierras cerca de la ciudad de Tres Arroyos, en el sur de Buenos Aires, me resultó por primera vez natural. Que mi abuelo hubiera, muchos años después, accedido a quedarse en esas tierras tan lejanas del lugar en donde había nacido. El hecho de que yo me sintiera a gusto, cómoda, en ese lugar, frente al verde y los cultivos a más de diez mil kilómetros de distancia del campo en el que pasé tantísimos meses de mi infancia.

Hice la débil promesa de volver.

Y después, para variar, no hice nada.

 

A fines de 2015 mi madre decidió, por caprichosas causas, después de casi diez años, volver a dirigirme la palabra. Nos encontramos un par de veces, en las que hablamos de trivialidades, y, hasta mi partida a Iowa City, nos vimos periódicamente para hacer lo mismo. En esos encuentros, a veces, mi madre me ponía al día con las andanzas de sus hermanas—mis tías—y las de sus hijos, mis primos.

Mi abuelo murió en el año 2011. Antes de eso, me enteré, una de mis primas le había hecho una serie de largas entrevistas sobre su vida, que mi prima digitalizó y repartió entre los miembros más cercanos de la familia. Cuando mi madre me contó, me dio mucha curiosidad. Sabía que mi abuelo, que vivió cuarenta años antes del nacimiento de mi madre, su primogénita, hablaba bastante sobre esos años en aquellas entrevistas. Mi madre me había dado a entender que hablaba de España, de la guerra, hasta había sugerido que tocaba alguna de las causas por las que, a partir de determinado momento, teniendo la posibilidad, no había querido volver a ir a Europa.

¿Cuánto tiempo de su vida había vivido mi abuelo en Bilbao? ¿Cuál era su relación con el País Vasco? ¿Dónde había nacido su padre? ¿Sabía hablar euskera? ¿Quiénes habían sido sus amigos? ¿En dónde había ido a la escuela? ¿Dónde estaba aquella vez que había decidido ir a la guerra? ¿En dónde había estado antes de eso? ¿Qué hizo después? ¿Quién era el mejor amigo que perdió? ¿En cuáles circunstancias lo había perdido? ¿Qué era lo que cantaba en los pasillos de mi infancia? ¿Por qué no había vuelto nunca a su país?

Pero presentí que mi madre no me franquearía acceso a esas entrevistas así como así, y fui cobarde, y no se las pedí.

Meses después, en el curso de aplicar a la maestría en la Universidad de Iowa, me topé en Internet con una residencia para artistas en el País Vasco. Los dueños de un pequeño centro cultural en la región de Gipuzkoa ofrecían una estadía, creo que de varios meses, a artistas de distintas disciplinas. Había un llamado a concurso y los artistas debían llenar un formulario contando a qué dedicarían su tiempo en Gipuzkoa si resultaban ganadores.

Me postulé. Redacté un texto en el que hablaba de las grabaciones de mi abuelo y del deseo de escribir un relato ficcional de tinte historiográfico. Se trató de un ensayo más o menos conmovedor que luego tuve que adaptar a la rigidez del espacio previsto en el formulario: me quedó bastante más desprolijo y mucho menos conmovedor que mi primer borrador. No me salió. La residencia. No me salió. Evidentemente el País Vasco tenía ningún interés en mí. Si así eran las cosas, no hacían más que confirmar anteriores suposiciones. Y pues, entonces, yo tampoco.

 

4

En el semestre de otoño de 2017, mi primer semestre en la Universidad de Iowa, cursé cuatro materias: un taller de poesía, un taller de ficción, una materia vinculada a la enseñanza de segundas lenguas (actividad en la que incursionaba, entonces, por vez primera) y una materia sobre literatura ibérica contemporánea y “no castellana”. Respecto de esta última, como he dicho, con un tibio interés. Interpreté a esa materia como una oportunidad para conocer más, conocer algo, una puerta de entrada —literaria, qué mejor— a la cuestión vasca. Un adelantar a la tarea de resolución de mi cuestión vasca, quizás.

En el contexto de esta materia, cuyo programa se aproximaba no solamente a la literatura vasca sino además a la gallega, a la catalana, y nos brindó una breve aproximación al caso asturiano, aprendí, de lo que fui especialmente a aprender, algunas cosas. Varias de ellas gracias a la literatura de Saizarbitoria, de Atxaga, de Uribe y de Urretabizkaia—autores vascos que conocí y a los que, de otra manera, difícilmente habría arribado por mi cuenta.

También tuve la oportunidad de tener, gracias a los trabajos académicos que formaban parte de la currícula, una primera aproximación a las particularidades de la lengua, de la cultura y de la historia de la literatura vasca. Aprendí que la poesía es el género fundacional de la literatura vasca y que, desde sus inicios en el Siglo XVI hasta mediados del Siglo XX, la historia literaria del país vasco había sido prevalentemente pastoral, dominada por hombres religiosos. Que no fue sino hasta el surgimiento de la ideología nacionalista que la literatura vasca se empezó a conformar realmente, y que no fue hasta mediados del Siglo XX, de la mano de un gran poeta, que la literatura vasca entró del todo en la modernidad. Que el sistema literario vasco se desarrolló en los años sesenta del siglo pasado con autores como Saizabitoria y que recién con la llegada de la democracia en 1975 el mismo tuvo, finalmente, las condiciones necesarias para su consolidación.

Mi apreciación de las novelas que tuve la oportunidad de leer fue enmarcada por la propuesta de que en las novelas vascas de las últimas décadas se adoptaba la premisa de que todo ya había sido contado, pero que de todos modos debía ser recordado. Vi, en las novelas, un énfasis en la exploración del pasado reciente, en algo que parecía un intento, por parte de los autores vascos que formaban parte del programa, de releer y deconstruir los relatos que habían creado, en el pasado, discursos identitarios excluyentes desde distintas posiciones políticas (nacionalistas vascas/nacionalistas españolas). Y una insistencia en la noción de que la memoria importa, en que la recuperación del pasado es relevante—como antídoto de la nueva utopía globalizadora y a la vez contra la exaltación de la especificidad, entre otras cosas.

Pero por encima de todo esto, una vez que pude entender algo del contexto, tuve la suerte de aprender a ver la literatura vasca contemporánea, siguiendo a Linda Hutcheon, como una literatura muchas veces posmoderna: de metaficción historiográfica y, siguiendo a Deleuze y Guattari, también como una literatura menor.

En lo que respecta a la primera de estas nociones, seguí a Hutcheon en su idea de que el término “posmoderna” podía ser utilizado para describir a la ficción metaficcional e historiográfica: es decir, que contenía ecos de textos y contextos del pasado. Hutcheon sostenía que en las novelas posmodernas metaficcionales e historiográficas se demandaba al lector no sólo el reconocimiento de trazos textualizados de la historia de la literatura y del mundo, sino el reconocimiento de cómo se trabajaba con esto a través de la ironía. El lector, según Hutcheon, se veía forzado en estas novelas a reconocer no sólo su (inevitable y textual) conocimiento del pasado, sino además las limitaciones y el valor que se otorgan a esa forma de conocimiento, inescapablemente discursiva. Hutcheon identificaba al posmodernismo como a una poética o a una ideología, más que como un período: una poética o una ideología que apuntaba a combatir el hermético y elitista aislacionismo que antes separaba al arte y al mundo—la realidad—, de la literatura y de la historia. Desde su postura, no habría jerarquía entre historia y literatura, porque ambas formarían parte de los sistemas de sentido de nuestra cultura: ambas serían hacedoras de sentido y ambas intentarían dilucidar la realidad y el mundo.

Confirmé, en la lectura de las novelas vascas de ese semestre, esa ambición.

Y comprobé, a nivel empírico y con horror, a través de mis paralelos intentos de investigación, la forma en las que los dueños y defensores de una historia oficial presienten los peligros de una pesquisa literaria, y cierran las puertas de los archivos cuando olfatean a alguien que va por la vida con el inquietante título de escritor.

 

5

Lo cierto es que el eco de aquellas primeras lecciones de mis estudios graduados se quedaron conmigo mucho tiempo, rebotando durante meses en mi cabeza. Me repetía entonces, convencida, de que más allá de algunas vueltas, algunos rodeos, algunas posposiciones y el ritmo lento con el que suelo tomarme las cosas, testaba claro que en mi vida mi mayor compromiso hasta entonces había sido con la literatura. Que un porcentaje inmenso de todas mis enunciaciones eran metatextuales. Que, casi diez años después de mi primer libro, había publicado una novela posiblemente posmoderna y con cierto tufillo de ambiciones revolucionarias: una novela con el sueño de ser menor. Tenía claro además que me habitaba un espíritu rebelde y que como mujer, americana (¡periférica!, ¡subversiva!), había podido encontrar, al fin, y gracias a la literatura—ese puente—nuevos nexos con los dueños de ese idioma “raro y poderoso”, con esa tierra insumisa, con ese pueblo antiquísimo, que no es el mío porque me ha sido, en primera instancia, negado.       Es así como, desde estas lecturas, y a pesar de las distancias inmensas, de los océanos de por medio, a pesar de que me considero, orgullosa e inamoviblemente, americana, también creí reconocer coincidencias innegables entre la literatura del pueblo vasco y mi idiosincracia. No sólo existían trazos de historia en común, quiero decir, que me interesaban y me unían a ese pueblo, sino además, creía, habían rasgos temperamentales y afinidades afectivas esenciales. Fue en este espíritu que, pasados unos meses de ese revelador semestre, inspirada por la lucha y la resistencia de ese Euskal Herria, tomé coraje.

Y es que aún había pasado poco tiempo de aquella vez cuando, enfrascada aún en la lectura de Bilbao-Nueva York-Bilbao, me encontré casualmente a su autor, que se encontraba casualmente en Iowa City, en una fiesta. Nos presentó Elisa Ferrer, una querida amiga valenciana—yo quería whisky pero no había: casi no hablé. Días después, una lectura en la que Uribe participaba. Al poco tiempo terminé su novela. Sentí que su reconstrucción de la historia no me era especialmente fabulosa, su novela estaba bien, pero sobre todo—por supuesto—sentí envidia. Sentí una envidia que me motivó.

Entonces, sin un objetivo claro más que dar un nuevo paso en la aproximación de una historia que entendía como propia, llena de preguntas, temerosa, le pedí finalmente a mi madre acceso a las entrevistas. Hasta donde yo sabía, se trataba de tres CDs con una cantidad enorme de horas grabadas. En ese momento, mi madre me habló de uno solo. Que, vaya casualidad, no sabía bien dónde podía haber guardado: “lo tendría que buscar”, me dijo. Y me dijo también que podría llegar a dármelo, pero bajo una condición—que jamás escribiera sobre su contenido.

 

Ese mismo año, 2017, después de que hubiésemos analizado su novela en clase, Uribe vino a darnos una charla a nuestro curso sobre literaturas ibéricas no-castellanas en la universidad.

Como siempre que toca entrevistar a alguien, me sentí imposibilitada de generar una pregunta interesante. Yo tenía conmigo la impresión de un poema suyo que me gustaba y que hablaba sobre cualquier cosa menos sobre el ser vasco: era sobre unos pájaros, sobre el amor infantil, y me había parecido que tenía puntos en común con el monólogo de Alvy Singer en el final de la película Annie Hall, de Woody Allen. Me pareció también que había un contraste enorme con ese poema y el poema de un amor más maduro, dedicado a su hijastro, que estaba hacia el final de la novela que nos había tocado leer. Como era predecible, la entrevista que se le hizo en clase no tuvo nada que ver con eso.

También me interesaba el hecho de que Uribe había estado preso, brevemente, por negarse a hacer el servicio militar obligatorio. Había visto en un documental unas preciosas imágenes de un noticiero vasco en las que se lo mostraba en la cárcel, casi adolescente, muy ufano, porque le habían dado permiso de salir temporariamente de su encierro para recibir un premio de poesía que se había ganado. Como mi novela Aleksandr Solzhenitsyn, que publiqué en el año 2015, gira en torno a dos personajes que también reciben penas por parte del sistema judicial sin haber causado daños, me habría gustado discutir la experiencia de Uribe. Ver si había elaborado algún tipo de reflexión al respecto. Qué opinaba. Pero ese día, en clase, la discusión corrió por otros canales. Y yo soy una persona tímida, inhibida, más o menos ubicada, y dejé pasar la oportunidad de preguntarle.

Hubo una compañera, sin embargo, que le hizo una pregunta que, dentro del marco de lo que se estaba hablando, me resultó la más interesante. Le preguntó a Uribe qué había dicho su familia del libro que había escrito porque, si bien en el mismo ficcionalizaba, también había reconocido públicamente, en varias ocasiones, que había usado mucho de su historia personal. Uribe fue simpático y, acostumbrado a la dinámica de la entrevista, dijo que su madre se aprovechaba a veces para dejar abierta la duda respecto de la veracidad de algunos hechos que, aunque ficticios, dejaban bien parada a la familia. Pero que en el seno familiar sí que había habido, en el momento de la publicación, algún que otro pequeño revuelo en torno a la salida a la luz de la historia de un tío suyo, que había sido fascista.

Eso me hizo pensar en la relativa facilidad con la que uno, preguntando o no, se topa con las historias de los “equivocados, pero idealistas” tíos comunistas o socialistas del siglo pasado. Y la forma en la que desaparecen del relato, invisibilizados, los ganadores de esas luchas. Los nuevos, los verdaderos esqueletos en los roperos, esos otros tabúes: los tíos, los padres, los abuelos fascistas.

 

Cuando mi madre, que es abogada y trabajó por décadas en la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina, se negó a aportarme los pedazos de mi historia de forma no-condicionada, me negué a saber nada de su propuesta. En realidad, no me negué: le aclaré que esa historia, de la que ella y sus hermanos se sentían dueños, era evidentemente también mía. Y le hice una acusación grave pero bien entendible en los términos jurídicos con los que se maneja a diario: que no sólo a causa de mi ideología sino que a causa de mi profesión, me estaba negando mi derecho a la identidad. Una identidad usurpada por motivos ideológicos en el contexto de un país en los que el sintagma “nieto recuperado” es de uso corriente, en el que los “nietos recuperados” siguen apareciendo, no es, como decimos nosotros, “moco de pavo”.

Como aquella vez con la residencia de escritores a la que había aplicado: nada de esto convenció al jurado. Mi madre pasó tranquilamente, semanas después y sin escalas, a los deseos de feliz cumpleaños. Me pareció ofensivo, pero ajeno a mi control. Había hecho todo lo que podía. Desistí a contar esa historia. Quizás, al fin y al cabo, los jurados de las residencias de escritores y los abogados y demás miembros de mi familia (¿mi familia?) tuvieran razón, y enterarme de esa historia, internarme en esa historia, contar esa historia, no me correspondía, que es lo mismo que decir que, en realidad, no tenía derecho—es decir: que no era mía.

Puede que sea cierto, no lo sé. Creo que si son intrínsecos en mí tanto la incansable protesta como la insistente denuncia, no necesariamente pase lo mismo con el reclamo.

En 2006, cuando estaba terminando la edición de aquel libro autobiográfico, estaba absolutamente segura de cuál quería que fuese el subtítulo: el guiño al primer tomo de la autobiografía de Simone de Beauvoir iba seguro. En cambio con el título, además del *buena leche* que finalmente quedó, consideré algún otro.

Uno de los que más resonaba era *qué guacha*, que además de hacer referencia, en el idioma de los argentinos, a cierta cualidad superficialmente fría e impiadosa de quien suscribe, hacía alusión a cierta sensación de orfandad que me ha acompañado siempre. En castellano, dice cualquier diccionario, “guacha” es la cría de un animal. En las Américas (en el Cono Sur), aclara, esa palabra refiere al animal joven que ha perdido o ha sido abandonado por sus padres al nacer. Que se crió solo: de antepasados ausentes. Ascendencia nublada. Origen desconocido. Sin raíces.

De los guachos es propia resiliencia: incapaces de ampararse bajo el cobijo de su prehistoria, son animales rudos. Quizás por eso en mi país, dice también el diccionario, “guacha” es una palabra malsonante, despectiva. Un conocido mecanismo, en posición subalterna, con fines estratégicos para la lucha, tiene que ver con la apropiación de etiquetas y la consiguiente resignificación, en vías de empoderamiento.

Puede ser, sí: claro que podría ser. Pero qué pena.

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