Memoria

Gabriela Guraieb

Es difícil saber cuándo fue la primera vez que escuché sobre la existencia del Bicho. Tengo una imagen recurrente: voy manejando en mi auto por Avenida Gabriel Mancera, el auto que manejaba antes de todo esto, cuando me llega un mensaje al estilo meme, chiste, imagen graciosa que contenía algún referente asiático, acompañado del típico texto fatalista de Emiliano que decía «nos vamos a morir y ni siquiera vamos a haber estrenado nuestra obra, fue un placer». Me reí sin entender de qué me hablaba. Todavía era 2019. Ni siquiera me dio la curiosidad suficiente para investigar de qué me estaba hablando. Emiliano siempre está más informado que yo, pensé; me limité a reírme sobre la idea de morirme sin haber estrenado una obra de teatro. En ese entonces, estaba aún más desconectada de las noticias de lo que estoy ahora. No tenía tiempo. Estaba ensayando, escribiendo, firmando el convenio de una beca con el FONCA, planeando un viaje a la playa, planeando al fin y al cabo…

Poco a poco las noticias se fueron acercando. Empezaron a tener un peso distinto. Algo de aquello se volvía real. Los memes sobre la cerveza corona empezaron a hacer sentido aunque todavía me daban esa risa de quien se burla de algo con distancia. Algo estaba pasando del otro lado del mundo. Algo con cierto tufo malo, feo, triste, pero del otro lado del mundo. Entonces el Bicho se fue acercando. Europa, Estados Unidos. En forma de murciélago, de mito raro, de cajas de mercado libre, de extranjeros irresponsables… de desinformación, y un largo etcétera. Yo regresé de la playa con un bronceado increíble, estrené la obra con Emiliano, hice mi primer viaje de campo de la beca y me compré una agenda grande porque el 2020 iba a ser un año que prometía.

Lo siguiente que recuerdo es un mensaje muy serio de Jorge Drexler en las redes sociales pidiéndonos a todes que nos quedemos en casa. Lo vi como siete veces. Drexler en España, pidiéndole a sus compatriotas, en Argentina, y al resto de la humanidad, que se quedara en casa. Que era cosa seria. Que para ellos había sido muy tarde, pero nosotros estábamos a tiempo. No tenía sentido. No entendí, o no quise entender, pero, de alguna manera, me sentí aludida; aunque, allá afuera, la vida, en las calles, permanecía prácticamente igual. El 14 de marzo, después de dar una función con teatro lleno y aplauso de pie (ah, cómo nos gusta al gremio que nos aplaudan de pie), nos juntamos elenco y producción al final a preguntarnos un montón de cosas que hoy, 31 de julio del 2020, siguen sin respuesta; luego solo nos despedimos, sin saber que no nos volveríamos a ver y que aquella había sido nuestra última función. Creo que dejé un calcetín en el camerino, yo espero que siga ahí y espero, algún día, poder recuperarlo.

A partir de ese día, todo fue incertidumbre. Nadie sabía nada, ni los que se supone que deberían saber sabían; cuando la gente que normalmente tiene las respuestas está igual de aterrada que Drexler, cuando se le quiebra la voz al doctor más especializado mientras pide tiempo, tiempo, tiempo, es cuando empiezas a tener miedo. Quiero pensar que, dentro de todo, el miedo llegó tarde a mi pandemia, porque todos tenemos una, y por suerte, porque antes del miedo vino el amor. Es ridículo pensar a estas alturas, hablo de mi edad y todas esas cosas, que el amor lo puede todo, eso es mentira, lo sabemos, el amor existe y el Bicho también, fin de la historia. Y al mismo tiempo, hoy en día nada es cierto. Y el amor lo es. Y es capaz también de hacerte despertar por la mañana, hacerte un buen café, leer un libro y disfrutarlo, habitar cada uno de esos pequeños lugares comunes que hacen del mundo un lugar más ameno. Entonces el mundo se volvió mi casa, mi casa se volvió mi compañera de piso, mi compañera de piso se volvió mi hogar. Mi hogar se volvió mi cuerpo. Mi cuerpo se volvió el mundo. Y a la vez, el mundo se volvió la pantalla de mi computadora, la vecina que pasea a sus perros con viseras que combinan, el camión oaxaqueño que poco a poco dijo adiós, y así, todo, poco a poquito, todo ese mundo, también se fue apagando.

En medio de una de las crisis más grandes de la historia (lo dice la gente, no lo digo yo), en medio de una de las crisis más grandes de la historia, yo me enamoré. No sé si esto sea el resultado de una paradoja, o de un privilegio mal utilizado. Debería estar preocupada, debería estar haciendo cuentas, llamando a mi familia, pensando en mi futuro; en cambio, me descubro sonriendo frente a un espejo grabando un video de mi nariz y pensando y afirmando: esto es lo importante. Lo importante. Lo único. Lo importante se volvió eso, eso y no quemar el café, eso y que las plantas no tengan demasiada sombra ni demasiada luz, eso y que la señal no se corte a la mitad de una coreografía de hip hop. Acordarme, a veces, de mi beca del FONCA, sentarme a palomear un requisito, regresar a la clase de hip hop y elegir una buena película. Perder el tiempo. El tiempo perdido. Mirar el techo. Descubrir la humedad en las paredes. Reconciliarme con Drexler. Maldito, qué bien lo hace. Hacerle caso al horóscopo y estar atenta a la carta natal como una forma de calendarizar el futuro próximo. Hoy llueve. Hoy hay luna llena. Tengo un dolor en el pie que solo no se va. El cabello crece, las uñas también. Ya no hay café. Lavar las ventanas. Acordarme de Elena Garro. Perdonar a Cortázar. Mañana hará viento. Mirar un gancho, con ese pico medio chueco tambalearse en la oscuridad, escuchar y pensar que ese gancho no tiene miedo de nada, porque nada le es propio, ni el amor, ¡ja! El Bicho es una novia que está por huir de la ciudad, pensé una mañana, es una bolsa vieja, dije, como para ganar un concurso. También es un pan y es el recuerdo dejado en la bolsa de un pantalón junto a un billete de cien pesos que ya no vale nada o que vale todo, una apuesta, por ejemplo.

También me despedí. Por ahí del primer mes, o del tercero, qué importa. Me despedí como tres veces en un tiempo que no empezaba ni terminaba. Me despedí como los grandes, con un poema en mano, victoriosa, llena de palabras elocuentes y con un llanto bajo la almohada propio de cada inicio de semana, ese no se disipó, ni se disipará con nada. Hice playlists como si fueran caramelos, hice como doscientos y los regalé, porque eso se regala hoy en día, eso y pan, mucho pan, eso y Amazon, eso y una llamada, llamadas interminables, llamadas internacionales, algunas acompañadas de caminatas filtradas ya por una tela. Hablar por horas como si tuviera diecisiete y esto fueran los noventa, hablar por horas con mis amigas de la prepa solo para darnos cuenta de que ya no tenemos nada en común, gritarnos y decirnos otra vez adiós. También me despedí.

Poco a poco también empecé a dudar de todo, de mis manos, de las paredes, de la existencia del ruido que hace la bomba cuando se activa por las tardes. Esas dudas me obligaron de mala gana a buscar certezas, pequeñas certezas que ayuden a sentir que no todo a mi alrededor se borra y desaparece. Un ancla. Luego veo mi cara torcida en el Zoom y prefiero tirar los espejos a la basura. Una hilera de zapatos feos y sucios a la entrada de mi casa marcan el ritmo de las salidas y de las entradas. Nadie entra. Nadie sale. Nuevas reglas. Protocolos. Limpié ayer o hace un mes, de todos modos da igual, el Bicho flota, ni el cloro ni nada, ya dijeron en las noticias los rusos, después de probar en ratas y luego en gente valiente, nos esperanzaron bobamente con la llegada de la vacuna. Siete vacunas. Ocho. Mañana otra. Y mientras tanto, la venta de caretas, los cubrebocas al alza y a la moda. Las nuevas medidas de sanidad. Mi moda siguen siendo un par de chanclas rosas, un chongo mal armado y el vino en promoción.

El 13 de abril, dos días después de un cumpleaños con gente intoxicada por algo que no era el Bicho y que solo daba bronca, murió la pareja de una de mis mejores amigas. Y tras esa, las noticias de los fallecidos empezaron a caer como esa lluvia de hormigas sobre Londres, con ese peso de irrealidad que pasa a ser más cómico que triste. Una comedia sin risas. Porque las risas están contadas, aprendimos a reservarlas y a cuidarlas para lo que sí vale la pena. Juntarse con les que se pueda, convivir, no soltarse, hacer familia, comunidad, no perder el sentido de la espontaneidad, de lo nuevo, en medio de todo eso el amor, no vale aburrirse, no vale caer en la rutina, ni tenerle miedo a lo monótono. Todos los días se parecen (eso también lo dice la gente, no lo digo yo), a decir verdad, yo pienso que eso es mentira, que todos los días son un año y viceversa, sin pies ni cabeza, donde la felicidad se parece tanto a la tristeza que de pronto te descubres llorando de miedo, riéndote de enojo y desesperada por volver a ver alguien. Alguien. Afuera. Adentro. Adentro de mí. El encierro dentro del encierro. Mi cuerpo acuerpado acuerpando con el cuerpo acuerpado de otro encerrado en su propio encierro. Como una mamushka. El amor es una mamushka. El mundo es una mamushka. El plátano en la mezcla en el molde dentro del horno en Heriberto Frías en la Ciudad de México es una mamushka.

Y de pronto, los libros nos cuentan las cosas que ya no vamos a poder vivir o eso creemos, porque lo que se iba a terminar ahora se parece más a una forma de vivir, salud. Acostumbrarse al no contacto. Hay aplicaciones para datear con tips para ligar con sana distancia, hurra. La sana y nunca tan bien ponderada distancia. Que el mundo no vuelva a ser lo que era, que era pero no era ni nos gustaba tanto ni nos sentíamos contentos, pero ahora menos, eso sin duda, porque no hay chile que nos embone, diría mi abuela, que tuvo la fortuna de no vivir este infierno pesadillezco. Que el mundo no vuelva a ser lo que era, que el teatro no vuelva a ser lo que era, que el teatro no vuelva, que el teatro no. Que el teatro. Se acabaron las tablas y vivir del aplauso, ahora habrá que hacer como el resto y buscarse una forma digna de trabajar, yo diría que para todo hay que poner el cuerpo. El cuerpo acuerpado el cuerpo enamorado. Por eso desayuno, me ejercito, hago composta, y me sigo lavando los dientes tres veces al día (mentira, dos), para poder llegar al final del día y saberme una sobreviviente más, y mañana… mañana veremos qué pasa.

Y no sé, no sé si esto es el final de algo, o el inicio de otra cosa, pero mientras no nos alcance la muerte, cada día seguirá siendo eso, un día. Y yo volveré a los lugares comunes, a los clichés más aparatosos, miraré dentro de mi taza y pensaré: hoy el café me quedó bien y sonreiré, le sonreiré al oaxaqueño que regresó con las medidas necesarias, a la señora de los sopes que nunca pensé que extrañaría tanto, al vecino que siempre me preocupa que salga sin paraguas a pasear a sus siete perros sin correa, a mi compañera de piso, sentiré diez dedos de la mano y me sentiré aquí.

 

México, Benito Juárez, 31 de julio del 2020

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