Lengua bífida

Rose Mary Salum

La forma en que me expreso tiene dos vertientes, una de ellas se desarrolla en el universo de la palabra hablada, la otra, en el de la palabra escrita. Ambas formas me nutren, pero también es cierto que ha sido difícil integrarlas naturalmente; mi lengua está partida. Cuando hablo mi cerebro dispara un manojo de pensamientos bilingües que se tropiezan con las frases que busco enunciar como si se tratara de una carrera de caballos desbocados. El resultado es una forma de expresión que se antoja recortada, dubitativa, como si lanzara manotazos hacia las palabras correctas en busca del nombre apropiado para cada idea. Cuando escribo, mi pensamiento es más pausado y las palabras son maleables al tacto, llegan a su debido tiempo, se adaptan dócilmente a mi idioma y las formas deseadas por mi mente, aunque el proceso sea lento y tome tiempo. Mi yo que se expresa verbalmente trata de ser racional, cuida las formas, evita ofender y más seguido de lo que quisiera se desarrolla en los terrenos de lo políticamente correcto. El yo que se expresa por escrito es rebelde y no obedece a los códigos sociales, tampoco percibe cuándo ofende o si debe evitarlo; busca traducir la realidad al papel sin tomar en cuenta ningún tipo de trabas. Mi conversación siempre va acompañada de un par de ojos muy abiertos como si ese gesto facial pudiera dilucidar con facilidad las oraciones que se aglomeran en el cerebro. Lo sé porque me he visto hablar en video y lo odio.  Mi escritura, por el contrario, tiene que padecer a un robusto censor que me paraliza, pero para el que he desarrollado un bozal muy grueso. Aunque aún no es infalible minimiza los estragos. De algo bueno me ha servido vivir tantos años en este planeta.

La vida en el exilio ha acentuado esta ruptura, de modo que a veces me encuentro sin la forma más básica de expresión. Hay ocasiones en las que experimento el diálogo desde un limbo, como si hubiesen desaparecido las palabras y no encontraran el transporte necesario para alcanzar al Otro en la orilla opuesta. El recuerdo de ellas se esconde debajo de una manta oscura que sólo muestra la nada y cubre a ambos idiomas, el inglés y el español, de manera que no tengo a la mano ninguno de ellos. Sueño con un mundo en el que podría expresarme en castellano y no vivir preocupada por encontrar las palabras apropiadas en inglés o la pronunciación adecuada, fluida y llena de confianza de quien se expresa en su propio idioma. Vassily Aksyonov ve en el exilio literario a un anfibio. Para sobrevivir hay que desarrollar cierto tipo de branquias además de los pulmones. Desafortunadamente carezco de ambos y la mayor parte de mi energía la invierto en tratar de no perderme a mí misma.

El destierro tiene una puerta giratoria en la que se entra  y sale de una lengua a otra. Y cuando se retoma el idioma propio ya ha quedado contaminado: cuando se está expuesto a otras lenguas, ciertas frases o palabras se cuelan en la expresión diaria ya sea instintiva o inconscientemente porque se sienten más apropiadas. Es así como se van perdiendo algunas formas precisas para describir la realidad en el idioma materno, en esa lengua con la que crecimos y nos relacionamos con el exterior por primera vez. Es así como las únicas palabras que parecen presentarse en la mente para expresar lo que se debe son palabras sueltas en el idioma opuesto. Lo mismo se experimenta cuando se traslada uno al inglés: las palabras en español se amontonan en la lengua y sin desearlo se nombran en voz alta provocando una cara de extrañeza en el interlocutor.

Quizá por eso, en años recientes, he dedicado una buena parte de mis pensamientos a mi experiencia como escritora dentro del contexto de este país. Esa experiencia no se despega de aquella otra que es la de ser hispanoamericana (que no mexicana). Cortázar decía que cuando un argentino vivía en París dejaba de serlo para volverse latinoamericano. Yo era una escritora de México con ascendencia libanesa hasta que vino a Estados Unidos y descubrió que lo que aquí llaman el identity politics impone sus propias reglas y determina el origen. En ese sentido, dejé mi nacionalidad y mis raíces para pasar a ser parte de un amasijo de países llamado “hispanos”. Con la desagradable novedad de que la literatura norteamericana no incluye a la hispana. Desde el año pasado he tomado conciencia de que ahora soy consciente (que valga esta redundancia para poder expresar con nitidez este sentimiento tan desconocido) de que hablo y escribo español dentro de un país en el que la presencia de este idioma se expande en proporción directa a como se le discrimina.

Hace unos días fui a una tienda con mi hija. Cuando deambulábamos por los pasillos buscando material para el Festival Internacional de Cortometraje que organizamos en Literal anualmente, ella comenzó a compartir conmigo algunas ideas. Una señora se aproximaba hacia nosotros y enseguida sentí una sensación desconocida, como si su mirada hurgara entre el espacio que nos separaba a mi hija y a mí. Imaginé a un juez autodesignado, sentado en una nube acolchonada, con un bastón en la mano para acusar a quien se atreviera a transgredir las reglas del idioma. De acuerdo a esa forma tan irracional en que uno piensa las cosas cuando su intuición lo alerta del peligro, imaginé que aquella persona, para la que hasta el momento éramos completamente indiferentes, nos estaría escuchando hablar español y nos haría algún comentario racista o violento. Estaba alerta a cualquier reacción de esa mujer temiendo un ataque inesperado, pero todo continuaba igual: ella en lo suyo y mi hija y yo en lo nuestro. Cuando salimos del comercio y subimos al auto, no pude más que tratar de analizar las causas por las cuales había experimentado esa sensación de alerta o aquella indeseada invasión de adrenalina en el estómago. Hacía unos meses me jactaba de trabajar en un proyecto como Literal cuya misión era la de establecer puentes culturales entre Estados Unidos y México. Una causa por la que había venido luchando 15 años de pronto era sustituida por la cobardía y el miedo. A partir de ese incidente, y claro, de las noticias que se escuchan a diario, cientos de situaciones hipotéticas han poblado mi imaginario sin haber sido solicitadas. Además de, tengo que confesarlo, un sinnúmero de preguntas obsesivas que no puedo suprimir: ¿y si me dicen públicamente que debo hablar inglés?, ¿y si me atacan?, ¿y si alguien me dice que me regrese a mi país?, ¿y si? Asimismo, respuestas hipotéticas toman mis pensamientos: llamar a la seguridad del local en el que me encuentre, contestar con la misma agresividad, no contestar, grabar la situación indeseable con mi teléfono celular, amenazar con llevar el video a redes sociales, alzar la voz para atraer la atención de las personas que me rodean, soltar lo que tenga en las manos y huir, escribir al respecto. Escribir. ¿Escribir en español o inglés? He ahí la disyuntiva. En el idioma que lo haga, ¿habrá el espacio para expresar mis experiencias? Si escribo en inglés, ¿seré entendida? O, por el contrario, ¿se acentuará la discriminación? Si escribo en español, ¿habrá lectores que se identifiquen conmigo?, ¿habrá quien esté dispuesto a rebelarse conmigo?

Comprendo entonces la profundidad del daño que se me ha hecho, que se nos hace a diario a los hispanohablantes. Entonces recapacito: dadas las circunstancias, hablar y escribir en español es desafiar el status quo. Es crear una legión de palabras como resguardo. Es pelear por lo propio. Es imponerse a pesar de.  Es mostrar lo evidente. Es defender la libertad. Es un acto de rebeldía. Es develar la realidad. Es optar por las similitudes y no las diferencias. Es derrumbar el muro. Es mostrar que las fronteras son una construcción artificial. Es tomar conciencia de que el muro es una construcción real. Es comprender que se nos ha impuesto. Es saber que sí existen las diferencias. Es tomar conciencia del racismo. Es no rendirse ante el miedo y la intolerancia.

La frontera podrá ser entonces una barrera mental, una construcción cultural, pero su sola idea ya ha quedado instalada en el inconsciente colectivo. Tal como lo describe Rodrigo García de la Sierra y Raquel Velasco en su libro La migración y sus narraciones, ésta es un ejercicio de resistencia que define la geografía que trazan los que la transitan. En este territorio de desplazamientos corresponde al lector el trabajo de reconocer el sentido de la diáspora en un mundo de fronteras elásticas, pese a la contundencia de muros físicos o simbólicos, de los muros autoimpuestos o los que delatan el exilio.

Escribir en español implica una apropiación física y mental de un espacio y sería absurdo pensar que este proceso se detiene cuando se es un ser errante. La escritura, mi escritura, se desarrolla en el espacio íntimo que construye mi propia identidad. La frontera puede presentarse como una barrera física o mental, como una que camina al lado de uno cuando retrata sus circunstancias y las traslada a la propia obra. Uno sabe secretamente que hace falta ese sentimiento de pertenencia cuando de escribir se trata. Porque se puede entender que uno ha quedado fuera cuando se hacen ferias de libros y no se incluye la literatura en español, cuando las editoriales no aceptan manuscritos traducidos, cuando no existen convocatorias a concursos literarios en nuestro idioma o muy pocos, cuando los espacios de publicación se reservan a los nativos.

En el mundo de la escritura, mi obra ha sido rodeada de un muro silente, uno que continuamente detiene y frena, impidiéndome navegar por las aguas naturales de este oficio como lo hacía en mi país, como lo hacen mis colegas. Las posibilidades de mostrar la obra de un hispanoparlante en Estados Unidos se reducen a pequeños enclaves que se han construido gracias a una visión idealista y se sostienen en columnas instaladas sobre arena movediza. Si un proyecto no encuentra el eco suficiente, o el respaldo de una institución, la tierra traga su memoria sin dejar rastro. Son pocas las editoriales interesadas en el español que han logrado sostenerse. Para encontrarlas se debe hurgar copiosamente pero una vez que se encuentra una, algo es seguro: los libros en castellano no llegan al mainstream de la literatura norteamericana; ni siquiera a ocupar una repisa entera en las librerías de este país.

Nunca concebí mi futuro hablando apologéticamente de mi idioma. Jamás pensé que algo que había dado por hecho, tendría que analizarlo, racionalizarlo, incluso, defenderlo. Tampoco lo pensé así cuando hace 20 años, mi familia y yo nos mudamos a Estados Unidos y mi lengua quedó partida como la de un reptil. Conforme fueron pasando los años comencé a sentir la necesidad imperiosa de justificarla porque, ahora lo entiendo, allí se ubica mi hogar.

Un idioma no excluye al otro. En las humanidades, las leyes físicas que determinan que un objeto no pueda ocupar el mismo espacio que otro, no proceden. Los idiomas pertenecen a otra dimensión, a una donde su presencia es sinónimo de educación, de cultura, de refinamiento. Un país tiene la capacidad de acoger cuantos idiomas existen en el planeta tierra. O al menos debería. Estamos hablando de un país con apertura y preparación. No de Estados Unidos, que en estos momentos transita un vergonzoso momento donde el racismo es su motor y la ignorancia su campo de cultivo.

La moneda está en el aire. De nosotros los hispanohablantes depende el destino de nuestra lengua. En nosotros recae la responsabilidad de mover y remover el tejido social para construir los escenarios que dominarán en el futuro. Mientras tanto, no queda más que imponerse y desafiar el estado de las cosas a pesar de que la lengua se haya partido.

 

Bibliografía

García de la Sierra, Rodrigo y Raquel Velasco.  La migración y sus narraciones. México, Literal Publishing, 2014.

Robinson Marc (ed.) Altogether Elsewhere. Writers on Exile. Winchester, Faber & Faber, 1994.

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