Le pertenece

Luis Chaves

Lo bueno del mar es cuando nadie se ahoga. Amanece y lo dice para adentro, sin mover los labios, como los ventrílocuos. Lo dice mentalmente y lo que escucha es el rumor de las olas. Ese es el sonido de fondo a lo largo de este texto. Viene de afuera, de lo que está delante, a los lados y detrás de su campo de visión, de su cuerpo sentado en la arena, los pies enterrados hasta los tobillos, las rodillas como dos criaturas asomando entre los brazos que las rodean, la cabeza apenas apoyada en la bandeja en que se convierten ahora esas mismas rodillas, esas mismas criaturas.

La mirada al frente –hacia el gran Pacífico, hacia el hilo invisible donde se junta con el cielo–, la voz interior, la mecánica de las olas, los minúsculos ojos tornasol de la espuma, los bordes blancos ondulantes de un mantel monstruoso de agua salada.

Hubo algo antes, eso lo sabe o lo sospecha, pero todo gira, se eleva y desciende, apenas imágenes rápidas, murmullos que entran al mismo remolino, a la corriente submarina. Una conversación de adultos, tarde en la noche, al otro lado de la pared; el retumbo violento dentro del pecho la primera vez que cruzó sola la ancha y temida avenida principal; la mañana que, despierta antes que todos los demás, salió al jardín para encontrar al perro muerto por un ataque de abejas; su cara reflejada en los zapatos de charol; el olor ácido debajo de la cama de la abuela; los gusanos expuestos en el corazón de la guayaba mordida; la electricidad en el aire segundos después del rayo que partió el único árbol de un parque de provincia; el corte vertical de un cuerpo humano en láminas a color de un libro voluminoso; el silencio diferente de la chica muda que se sentó a su lado unas semanas en primer grado; unos peces flotando en la pecera oscurecida por las algas; las columnas de humo inmóvil sobre las enormes y lejanas chimeneas de una fábrica; caballos pastando vistos desde un tren en movimiento; el reflejo acuoso y ámbar de los frascos de homeopatía, vacíos y ordenados en repisas simétricas; la forma difusa y veloz de cetáceos que parecían acompañar a una lancha.

Hunde los pies un poco más, siente la frontera que separa la arena seca y suelta de la húmeda y compacta. La ve con los dedos de los pies. El sentido del tacto transformándose en el de la vista. Las ideas que se materializan en palabras (en letras agrupadas) cuando las piensa, cuando las evoca. Piensa «abismo» y se reúnen las letras de la palabra en la mente. ¿La mente dónde está? No lo sabe, pero allí se acaba de formar la palabra. Entonces, los pies clavados en la arena tibia. El resto del cuerpo afuera, en la superficie, rozado por la brisa, rodeado de sonidos.

Hubo cosas después, también lo sabe o lo sospecha. Vellos minúsculos en unas piernas largas y morenas; la marca de unos dedos sobre el polvo de la persiana; la cavidad entre el cuello y la clavícula, honda, sugerente, tibia; el curso de venas expuestas y cargadas sobre músculos no grandes, pero definidos; voces diferentes en diferentes momentos, a veces cerca, muy cerca, casi susurros, otras a distancia de habitación o de espacios abiertos, una en especial vuelve siempre, cíclicamente, como esas olas, es la voz ronca de mujer que le dice «en esta foto todavía no existías».

El cielo está arriba, pero también al frente y atrás. Cambian los colores. El sol, perpendicular, avanza en su arco o, para ser más precisos, el planeta gira sobre su eje al tiempo que se traslada.

El mar, su sonido, su falsa quietud, su quietud verdadera, su furia, su indiferencia, su persistencia, su salinidad, habla siempre de cuando no estábamos, de cuando no existíamos, pero sobre todo –piensa– de cuando no vamos a estar. Habla de Flebas el Fenicio de Pound, muerto hace quince días hará varios milenios. Flebas que olvidó el grito de las gaviotas y que mientras entraba al remolino, mientras se hundía y se elevaba y se volvía a hundir, repasó su juventud y su vejez. Flebas que una vez fue esbelto y bello.

Sopla un viento cruzado, una diagonal de levísimas punzadas de arena en la piel y el velado olor a sexo del salitre. El cabello largo se extiende en el aire, es una bandera, es ropa tendida atravesada por la brisa. Más allá, perros que llegan a olisquear las entrepiernas, las huelen como a un pariente del miedo, siluetas reducidas por la distancia que desaparecen tras las dunas, la cercanía de los moluscos, los frutos de mar, vulvas autónomas. Entre los restos de la marea, vienen y van, vienen y van, secuencias cortas sin orden temporal, la boca en otra boca, exhalar durante el beso, inhalar, la textura rugosa del cielo de la boca de la otra, del otro, la boca reconociendo cuerpos. El olor impaciente de las partes, el mar mínimo del sudor, el sabor ferroso de las pequeñas fisuras y la menstruación propia y ajena. El braille de piel y pezones erizados en sitios oscuros, pezones de hombre y de mujer, pezones femeninos en torsos de hombre, pezones masculinos en torsos de mujer, el territorio sin género del deseo. El mando, someterse y someter, la violencia, la sincronía, la curiosidad, lo animal y en los finales, todos, la sensación de la gravedad bajo el agua, amortiguada, ralentizada.

Es la hora en que el mar es más profundo, más amenazador, la noche. Debajo de su cúpula sin fondo no siente el frío. Desapareció todo lo que el sol ilumina, apareció todo lo que oculta. Sentada todavía, detrás de los ojos cerrados, ve desde abajo, desde el fondo, lo que se hunde. Un recipiente industrial, un tenedor, embarcaciones, partes de aeronaves, cargas submarinas, cuerpos de todas las edades, vestidos, solos y en grupos, también desnudos, descendiendo en cámara lenta ya sin luchar, en diferentes latitudes, el agua azul, a veces verde, a veces turbia, lanzas de luz clavándose en intervalos. Y también todo lo que lo habita: peces sin rumbo, el algoritmo de los cardúmenes, los monstruos ciegos y solitarios de lo más hondo, tortugas avanzando con la calma de la evolución, crustáceos, la improbabilidad de las medusas, escualos, los ojos minúsculos en la criatura más grande del planeta, hipocampos, hilos de mar, un nautilos, las especies que eligieron ser mitad del agua y mitad de la tierra, seres todavía desconocidos, sin clasificación. Y el reloj del lento crecimiento de los corales, que es la erosión al revés.

Luces rojas intermitentes avanzan en el cielo nocturno, unen –sin testigos y a su manera– las estrellas en diseños geométricos. Cada tanto aparece y desaparece el fluir lento de un satélite o la tiza de una estrella fugaz sobre el fondo negro.

Casi amanece. Justo antes de la luz, de ese momento inasible en el que empieza otro día, vuelve a la vez que entró al agua salada. Una playa extensa frente al mar abierto, a primeras horas como esta, sola en kilómetros a su derecha y a su izquierda. Atrás, en la arena, la línea recta de sus huellas, el bajorrelieve de su peso en la superficie que luego desaparecía debajo de la espuma, la mañana en que entró al mar sin prisa y se dejó rodear por el movimiento de ese otro elemento, la piel erizada por la temperatura, como los ojos que se acostumbran a la luz o la oscuridad, el cuerpo adaptándose a los grados centígrados del Pacífico, aves marinas a la distancia contra el cielo limpio, el cuerpo, sin pensarlo, dejándose flotar boca arriba, horizontal, el sol calentándole las zonas de la piel que el mar dejaba de cubrir. El chasquido del agua en las orejas, los ojos cerrados como ahora, el baile de puntos rojos detrás de los párpados, la sucesión de pensamientos que es como decir el sonido de la respiración en el agua, el monólogo interior, la sensación, primero, de masas acuáticas de temperatura desigual, después la sospecha de una atracción, un vector mayor y poderoso, una decisión menos del mar que del océano. Agua fría llevándola al centro de algo, a un desierto líquido, a la soledad total, al lugar donde era invisible, un punto entre dos inmensidades, un punto entre el océano y el espacio sideral. Entonces, la certeza brutal no tanto de lo que pasaba sino de lo que iba a pasar, una claridad más allá de las palabras, una sensación sin letras para agrupar. El sol negro, la visión empañada, las brazadas inútiles, el ritmo cardíaco acelerado que se podía escuchar desde el exterior, los minutos de calma acortándose entre los de desesperación, el cuerpo convirtiéndose en ancla, la medusa de cabello flotando frente a sus ojos, las bocanadas tratando de separar el oxígeno de la molécula del agua. Y en el descenso, al ver la dirección contraria de las burbujas, que son la forma de las palabras debajo del agua, pensar en las olas vistas desde la orilla y pensar –precisamente entonces, en el viaje amortiguado hacia lo más profundo– que el sonido de las olas no es el del agua, es el del tiempo. Y antes de la totalidad final, antes de empezar de nuevo, la voz ronca desde adentro, desde el centro del tiempo o del espacio o desde el lenguaje. Lo que el mar toca le pertenece.

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