La única metáfora posible

Miguel Serrano Larraz

Javier Calvo. Piel de plata. Barcelona: Seix Barral. 2019

Pol, el protagonista de Piel de plata, solo tiene catorce años pero ya cuenta con un historial conflictivo: en algún momento de su pasado clavó un tenedor en el cuello de Guiomar Galbán, una compañera de la Escuela Secundaria Josep Carner del barrio de Sant Antoni, en Barcelona, y acabó ingresado en un centro psiquiátrico. Asiste a sesiones semanales con un terapeuta, el doctor Buenanueva, pero sigue leyendo novelas de Cooper Crowe, el prolífico y misterioso escritor de ciencia ficción que descubrió en una librería de segunda mano de Brooklyn (Pol tiene familia en Nueva York y pasa los veranos allí) y que él mismo considera, de algún modo, el origen de su acto de violencia y tal vez de su visión alucinada del mundo. Continúa sus estudios en otro centro escolar (en el que tampoco tiene amigos) y cuenta con la única supervisión de Oli, su hermana mayor. La madre de ambos, una estadounidense que pasa la vida entre aeropuertos y congresos académicos, no presta demasiada atención a sus hijos, aunque la novela regresa una y otra vez, desde la primera página, a un consejo que le dio al protagonista: «Siempre que alguien te critique, acuérdate de que los demás son insectos y de que tú eres mucho mejor que todos esos imbéciles». Padre ausente, madre itinerante, lectura intensiva, mundos paralelos, delirios de grandeza fomentados por el entorno, narcisismo, hormonas: la primera explosión afirmativa de Pol con un objeto multipunzante puede entenderse como el movimiento defensivo de un adolescente desubicado que sufre acoso escolar, pero también como un acto de rebelión contra una realidad mediocre, o incluso como una versión actualizada de la primera salida de don Quijote. Tras un periodo de represión de dos años, el inicio de Piel de plata encuentra a su protagonista preparado para un segundo intento.

La trama se desencadena en la consulta del doctor Buenanueva, donde Pol conoce a Bronwyn, una joven tan enigmática como su nombre, una Dulcinea presente, fuerte, punk, pero Dulcinea al fin y al cabo (es decir: proyección del mundo interior y el afán de trascendencia del protagonista, como no tarda en advertir el terapeuta). Bronwyn será la canalizadora que permita el acceso de Pol a un intenso proceso de descubrimiento que incluye alcohol y otras drogas, música industrial, recitales de poesía, el extrarradio de Barcelona (con el que hasta entonces no había tenido ningún tipo de relación), el Raval, más violencia, una epifanía psicótica o esotérica con ecos del «Cuento de Navidad», rituales de iniciación, la noche barcelonesa más excéntrica y una revelación en tono menor, más terrenal, que cerrará “la Era de Bronwyn”.

Es el narrador de la novela (el propio Pol, seis años después de los hechos) quien desglosa su pasado en etapas de nombres mitológicos: «La Era de Cooper Crowe. El Imperio de las Furias. La Era Sin Tenedores. La Era del Doctor Buenanueva. Y por fin la Era de Bronwyn. Ésas son las Eras de mi vida». Hay algo indudablemente esotérico en esta secuencia, en este proceso iniciático que resulta al mismo tiempo cómico y trágico (la tragedia insustituible de la adolescencia), provisional y definitivo, grandilocuente y amenazador.

El argumento de Piel de plata recuerda a las novelas de formación, tanto a la tradición picaresca como a algunas novelas del siglo XIX (Calvo se ha declarado devoto de Dickens) y a la versión posmoderna o cínica que tiene su exponente más conocido en la obra de J. D. Salinger (especialmente en El guardián entre el centeno) y que ha extendido sus tentáculos a gran parte de la narrativa norteamericana reciente: esos niños o púberes prodigiosos, inadaptados e hiperlúcidos que cuestionan las normas de la sociedad adulta y encuentran un acomodo distinto en forma de familias y vínculos alternativos (cuando uno empieza a pensar en ejemplos, se da cuenta de que hay cientos de novelas y relatos recientes con uno o varios elementos de este mismo paradigma, desde Truman Capote y Philip Roth hasta David Foster Wallace, Donna Tart, Jonathan Lethem, Jonathan Safran Foer y Jeffrey Eugenides, por enumerar tan solo un puñado de ejemplos célebres, y sin entrar en las series de televisión y en el cine independiente: seguro que el lector o lectora de estas líneas recuerda otras muchas encarnaciones de este modelo iniciático de resonancias mítico/folclóricas al que sería interesante aplicar las funciones de Vladimir Propp). El gran acierto de Piel de plata, sin embargo, lo que la separa de otras ficciones tejidas con mimbres similares, es su ambigüedad moral. Dentro de lo que conocemos como “ficción literaria”, muchas novelas de formación flirtean con la nostalgia o incluso con una cierta narrativa juvenil de voluntad pedagógica (pienso en los casos de Paul Auster, Haruki Murakami y Mark Haddon, validados por el mercado y ciertos sectores de la crítica convencional). Estas obras de ficción se caracterizan por una rebelión impostada y un poco ingenua que conduce al personaje principal, muchas veces el propio narrador de la historia, hacia un modo de encajar en la realidad social sin modificarla, con tan solo unos ajustes menores en su sistema de valores (el final de la saga de Harry Potter de J. K. Rowling, por ejemplo, encajaría sin problemas en este modelo). Estos productos culturales presentan un falso dilema que se resuelve gracias a la intervención de uno o varios adultos capaces de enseñar al protagonista las posibilidades infinitas del fingimiento y de la resignación (como en el caso fundacional de Lázaro de Tormes). En Piel de plata, sin embargo, no hay huellas aparentes del cinismo de los bestsellers bienintencionados, y la intensidad mefistofélica de tonos neorrománticos se mantiene hasta el final, con una apuesta fuerte por el exceso como única vía de conocimiento y por la diferencia (con todas sus consecuencias) como único modo de resistir a la alienación. Bronwyn no representa la figura del chamán sabio y comedido que acompaña al personaje en el tránsito hacia la madurez, sino todo lo contrario: es nihilista y caótica, oscura, una figura de destrucción.

Uno de los personajes articula una teoría del arte y de la existencia que no admite equívoco y que obliga al lector a posicionarse: «Calla y escucha. Da igual lo que digas. Puedes vestirte con ropa nazi y usar sus símbolos. A fin de cuentas, los símbolos nazis tienen más significado que el puñetero culto al dinero y a la fama. Es todo una elegía trágica. Quien no lo entienda me puede comer la polla. Pero eso da igual. Vístete de nazi y lleva un rollo ambiguo. O usa la religión. O defiende el sexo con niños. Lo que importa es lo siguiente: si nadie se siente insultado, si a la gente le gusta, es que no lo estás haciendo bien».

Pol recibe señales similares desde distintos puntos de su entorno. Ya hemos visto el consejo de la madre, pero el desafío a la corrección política llega también de otros lugares: desde los comentarios de Oli sobre la homosexualidad de una compañera de la universidad hasta el hecho de que varias personas suministren distintas drogas a un niño con antecedentes psicóticos acompañados de violencia: su hermana lo acompaña a varios locales nocturnos en busca de Bronwyn y lo invita a cerveza, la propia Bronwyn le da vodka y una dextroanfetamina y le aconseja que fume: «Fumar es lo único que destruye el miedo burgués a la muerte. No hay plenitud humana como encender un cigarrillo».

En cierto modo, el título de la novela podría entenderse como una reacción radical a la “piel fina” que suele atribuirse a los millenials y a las generaciones posteriores, a su falta de defensas frente a la frustración y los inconvenientes. La solución que propone la novela es explosiva y a contracorriente: la iluminación exige intensidad, del tipo que sea, con independencia de las normas comunitarias y del efecto que pueda tener en otras personas. Haber ardido permite mantener la capacidad de combustión, incluso desde la comodidad burguesa de la edad adulta. El viaje iniciático no es el peaje que debe pagarse para alcanzar un estado mejor, sino lo único que vale la pena. En ese sentido, resulta significativo que Calvo haya elegido situar las aventuras de su protagonista en un mundo contemporáneo al de la publicación de la novela, y no en la época de su propia adolescencia en la década de 1980. Esta maniobra crea una cierta sensación de anacronismo que afecta a la verosimilitud, pero permite ahuyentar la lectura de la obra en clave de autoficción y amplía el alcance simbólico de la propuesta.

Javier Calvo se ha distanciado de su personaje en varias declaraciones públicas, insistiendo en el aspecto cómico o incluso ridículo de Pol (al que definió como «un chico pedante y repelente» y como «un individuo torpe y completamente ingenuo que se deja encandilar por la primera persona que pasa» en una entrevista con Daniel Arjona en El Confidencial). Esta insistencia en señalar que la novela es una farsa, y que no debe tomarse demasiado en serio, se contradice en cierto modo con la pasión de Pol por el escritor Cooper Crowe (un trasunto de Michael Moorcock), por el poeta Juan Eduardo Cirlot y por el grupo de neofolk Death in June, tres figuras del panteón personal del propio Calvo (y tres casos del tipo de artista que no tolera las imposiciones de lo que se considera aceptable, coqueteos con el nazismo incluidos). Las declaraciones del autor, en este caso, dotan a la ficción de una ambigüedad aún mayor.

Javier Calvo debutó con un libro de relatos, Risas enlatadas (Mondadori, 2001) y después publicó dos novelas fragmentadas y desmesuradas, divertidísimas y enervantes a partes iguales, de una ambición colosal: El dios reflectante (Mondadori, 2003) y Mundo maravilloso (Mondadori, 2007). Estos tres libros, junto a las cuatro nouvelles de Los ríos perdidos de Londres (Mondadori, 2005), configuran la primera etapa de su producción, caracterizada por una voz y unas preocupaciones compactas que mezclan lo grotesco, lo pulp, lo pop y un cierto tono canalla que también podría resultar despiadadamente poético y cuya experimentación formal no condiciona una vigorosa voluntad narrativa. Durante esos mismos años Calvo colaboró con El País y otros medios de comunicación de gran tirada y se asentó como uno de los traductores más respetados y prolíficos del mundo literario en español, con versiones de David Foster Wallace, Chick Palahniuk y Michael Chabon, entre otros autores de la tradición posmoderna con la que más se le relacionó en sus primeros libros. A partir del puñetazo en la mesa que supuso Mundo maravilloso, sin embargo, su obra se hace más difícil de categorizar, como si la libertad total de esos primeros libros le hubiera abierto la posibilidad de una libertad aún mayor, menos recursiva o más inesperada (no es imposible que su cambio de rumbo tuviera algo que ver con la insistencia en incluirlo en la llamada “Generación Nocilla”, de la que él se desvinculó con un artículo antológico publicado en el diario La Vanguardia). En cualquier caso, resulta significativo que la sección biográfica de Javier Calvo en Wikipedia no incluya ninguna mención a los seis libros posteriores a Mundo maravilloso, que solo aparecen citados en la sección de «Obras», a pesar de que al menos uno de ellos, El jardín colgante (Seix Barral, 2012) merecería objetivamente algún tipo de información adicional (recibió el premio Biblioteca Breve).

Esta segunda etapa de la obra de Calvo incluye dos novelas, Corona de flores (Mondadori, 2010) y la mencionada El jardín colgante, las dos primeras partes de la Trilogía de la muerte, una aproximación perversa a la historia de España, y también El sueño y el mito (Aristas Martínez, 2014) y El fantasma en el libro (Seix Barral, 2016), que muestran las dos caras de Calvo como ensayista: el primero es una recopilación de artículos entusiastas sobre algunos de sus temas recurrentes, publicada en una pequeña editorial independiente y en edición limitada, y el segundo un librito divulgativo acerca de la labor del traductor, sorprendentemente impersonal y desprovisto casi por completo de opiniones contundentes y de anécdotas sobre la experiencia profesional de su autor. El listado de la última década (cinco libros muy distintos publicados en cuatro editoriales diferentes) se completa con Suomenlinna (Alpha Decay, 2011), una concentrada nouvelle ambientada en Finlandia.

Piel de plata supone un nuevo giro en este proceso de depuración. La reflexión sobre la sociedad del simulacro, o sobre la existencia simultánea de distintas capas de realidad superpuestas (afín a las ficciones de Philip K. Dick), ya no se pone de relieve a través de una trama centrada en el cine, la televisión o los recursos de la literatura de género (monstruos japoneses, asesinatos rituales, tecnología desquiciada, artistas extremos, sociedades secretas de control de la población), sino a través de la percepción individual. Las novelas de Cooper Crowe, por ejemplo, no aparecen en el mismo nivel de ficción que lo que sucede a los protagonistas, como ocurría en El dios reflectante, sino en un nivel secundario, enmarcado en la historia principal (se trata, en ese sentido, de una novela realista). Esta modificación se percibe especialmente en un cambio de perspectiva a la hora de contar. La ficción anterior de Calvo utilizaba un mismo narrador omnisciente que describía las escenas con un distanciamiento clínico que creaba momentos hilarantes o escabrosos, pero siempre extrañísimos y cuya presencia irónica se hacía notar en el uso de símiles excéntricos y en la aparición esporádica de reflexiones sobre el sentido del relato, sobre la capacidad simbólica de la ficción, unos comentarios que oscilaban entre el escepticismo ante las posibilidades de la literatura y la exaltación (simultánea, en ocasiones) de esas mismas posibilidades. Aquí, la única voz a la que tenemos acceso es la del protagonista, que ya nos advierte al comienzo de la novela: «Estáis obligados a creerme, porque la historia la cuento yo».  Por otra parte, la proliferación de personajes (cientos, en sus primeras novelas) da paso a media docena de figuras bien definidas y con una función clara en el relato.

También la técnica del sampleado, otro de los rasgos que Calvo había utilizado con alegría en obras anteriores, reaparece en Piel de plata de una forma mucho más orgánica: las versiones de Dickens, de un verso de William Blake o del comienzo de El gran Gatsby no son meros guiños para iniciados, sino elementos cruciales de la estructura interna y el propósito de toda la novela.

Sin embargo, los elementos de continuidad con la obra anterior son mucho más poderosos y relevantes que las diferencias técnicas. Se trata casi de un “idioma privado”, como el que Pol atribuye a Cooper Crowe, un código que recorre todas las ficciones de Calvo, que forman un único texto lleno de referencias cruzadas. Uno de los protagonistas de El dios reflectante, por ejemplo, era un ángel asexuado e hipersexual, de edad indeterminada y aspecto adolescente que había sido ingresado en un centro psiquiátrico a los doce años (al igual que Pol) y llevaba siempre consigo un Libro de Revelaciones, un trasunto de los diversos «Libros de Bronwyn» que constituyen el origen del relato de Pol en Piel de plata. Estas coincidencias podrían parecer automatismos inconscientes, si no fuera por el nombre del personaje: Pola. En su primera aparición en El dios reflectante, Pola conversaba con un joven que vestía una camiseta con la palabra BURZUM. Cuando Oli viste a Pol para tratar de que pase desapercibido en la noche barcelonesa, le presta «una camiseta negra con una imagen de una iglesia en llamas encima de la palabra BURZUM». Pol pregunta por su significado y su hermana le responde: «Fíate de mí, es un rollo bastante chungo. Si la llevas, no creo que nadie piense que tienes catorce años». En El dios reflectante aparecía también una versión del doctor Buenanueva, el doctor Smilowitz, un psiquiatra excéntrico que coleccionaba Action Men (el doctor Buenanueva colecciona modelos planetarios).

También la trama de Suomelinna comenzaba cuando una joven, Mirkka Rislakki, regresaba a su casa con un permiso después de haber cometido un “crimen racista” instigado por su pertenencia a un grupo de black metal. Una de las primeras cosas que percibía al entrar en su habitación era que habían desaparecido dos posters, uno de ellos «el póster del chico muerto con la palabra MAYHEM». No hay espacio aquí para detallar la relación entre Burzum, Mayhem y las imágenes de las portadas de sus discos, pero la conexión existe, y es relevante, y difícilmente puede ser accidental.

Más: Valentina Parini, una de las protagonistas de Mundo maravilloso, tenía doce años, vivía con su madre en Barcelona y se consideraba la Mayor Experta Europea en la Obra de Stephen King, aunque su psicóloga escolar le había prohibido que leyera la última novela de su autor preferido (los problemas de Valentina se remontaban a la época del episodio de su vida conocido académicamente como «El Percance de la Clase de Español»).

Todo este desfile de parientes de Pol tiene como elemento más destacado a Álex Jardí, el protagonista de «Crystal Palace», una de las nouvelles de Los ríos perdidos de Londres. En un volumen plagado de intertextualidad explícita (los títulos de los otros relatos del libro hacían referencia directa a Mary Poppins, a un cuento de Vladimir Nabokov y a una película de Roman Polansky), «Crystal Palace» («dedicado a mí mismo», según señalaba su autor en una nota inicial) contaba la historia de un adolescente barcelonés obsesionado con la cultura británica, con Doctor Who y con las máquinas TARDIS (Time and Relative Dimensions in Space) que permiten que los personajes de la mítica serie de la BBC viajen por el tiempo y el espacio. Se trata, posiblemente, del único texto de ficción de Calvo que podría aproximarse a una idea de naturalismo, y sin embargo, o precisamente por eso, puede considerarse también una especie de poética, el relato que ilumina todos los demás (en cierto modo el reverso de Piel plata). En «Crystal Palace», el terapeuta se llamaba doctor Campillo, y la característica excéntrica de su despacho eran las fotografías de las paredes. En el último capítulo de esta nouvelle, el narrador afirmaba que «Las máquinas TARDIS son la única metáfora que hay en esta historia (…) Las máquinas TARDIS son la única metáfora posible en cualquier historia». El parentesco de Álex Jardí con Pol es evidente, como lo es su parentesco con Mirkka Rislakki, con Pola Arthur, con Valentina Parini y con Matsuhiro Takei (el antiguo niño prodigio que protagonizaba El dios reflectante). Si nos fiamos de la buena voluntad del narrador omnisciente de «Crystal Palace», no nos queda más remedio que creer que las máquinas TARDIS son la única metáfora posible de toda la narrativa de Javier Calvo. También de Piel de plata, por supuesto. La interpretación de la novela, en ese caso, adquiere una nueva dimensión, con independencia de las afirmaciones públicas de su autor.

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