La traducción, ese diálogo entre sordomudos

Yamila Transtenvot

Ariana Harwicz y Mikaël Gómez Guthart. Desertar. Buenos Aires: Editorial MarDulce. 2020

A fines del 2020, con la pandemia aún haciendo estragos y el verano asomando en las vitrinas del hemisferio sur, la editorial MarDulce publicó Desertar bajo su colección de ensayos. Se trata de un libro de lectura ágil, de unas setenta páginas, donde convergen las miradas críticas sobre la literatura y la traducción, de una escritora argentina y un escritor/traductor francés.

Ariana Harwicz y Mikaël Gómez Guthart se conocieron por primera vez en la presentación conjunta de sus libros en París: Ariana con su Matate, amor en francés y Mikaël con su traducción del epistolario de Witold Gombrowicz. Dos malos entendidos inauguran su amistad. A ella le dicen que él es argentino y a él le aconsejan que intente conocerla antes de la presentación, pintándole la imagen de una auténtica muñeca brava: «te puede armar un quilombo tremendo» le dice un amigo. Mikaël sigue su consejo y luego de una primera conversación en un bar cercano a la Casa de América Latina en París, ya estaban hablando de escribir un libro juntos.

Así comienza Desertar, develando su génesis y abriendo el camino para el encuentro. Hay cosas que decir sobre la literatura, la traducción, el encuentro de las lenguas y los oficios. Un traductor que escribe y una escritora recientemente traducida a quince idiomas se preguntan qué queda del original cuando ha sido trasplantado a otro idioma, del que quizás el autor o la autora apenas reconoce su nombre escrito en la portada. ¿En qué consiste la tarea del traductor? ¿Qué problemas se producen en el camino? ¿Existe una lengua de autor? ¿Y un oído de traductor?

Estas y otras preguntas formaron parte del ida y vuelta de emails que los autores sostuvieron durante el encierro pandémico. El libro ha logrado mantener esa misma esencia: cada participante se turna la palabra en un nada solemne intercambio de ideas, anécdotas, lecturas, observaciones y confesiones. El dispositivo, a la vez que impide al lector quedarse fuera de lo que va aconteciendo (incluso si no ha leído los libros que se nombran), se consagra en la ilusión de estar escuchando las voces en tiempo presente. Una suerte de compañía que tan necesaria fue durante el imprevisto aislamiento social.

Pero la pandemia no es el tema de este ensayo. Estamos ante dos ávidos lectores que despliegan múltiples referencias como si fueran una suerte de bestiario de anécdotas literarias. Se distancian del hermetismo erudito e invitan a participar de la elocuencia de sus asociaciones libres y reflexiones en torno al oficio. ¿Cuál oficio? El de manipular los lenguajes, deformarlos, hacerlos moverse a favor de una lengua personal, neológica, la lengua autoral.

Ante todo, la vida. Pues si bien no hay una declaración jurada al respecto (quizás porque se cae de maduro), obra y vida ya van por el mismo carril, acopladas, como a veces también las palabras vienen acopladas, inoculadas por otras. Ante todo, entonces, la vida. Mikaël abandona París a los treinta años, rechaza el francés y promete no volver a usarlo. Llega a Buenos Aires y comienza a trabajar como traductor al español. Una nueva vida, una nueva lengua. Ariana hace el viaje inverso: abandona la capital argentina, se instala en París y luego en el campo francés. Allí la encuentra su primera novela publicada, entre el puerperio y el silencio.

Sus historias recuerdan a la frase que Piglia cita del memorable «Contra los poetas» de Gombrowicz: «Sería más razonable de mi parte no meterme en temas drásticos porque me encuentro en desventaja. Soy un forastero totalmente desconocido, carezco de autoridad y mi castellano es un niño de pocos años que apenas sabe hablar. No puedo hacer frases potentes, ni ágiles, ni distinguidas ni finas, pero ¿quién sabe si esta dieta obligatoria no resultará buena para la salud? A veces me gustaría mandar a todos los escritores al extranjero, fuera de su propio idioma y fuera de todo ornamento y filigrana verbales para comprobar qué quedará de ellos entonces». Gombrowicz, que conoció los efectos de la expatriación en la escritura y condujo una de las empresas más ambiciosas y bandidas de la historia de las traducciones, supo del percudido que se produce en los idiomas que entran en contacto.

Se trata de la mítica traducción colectiva de Ferdydurke, una novela que Gombrowicz había publicado en Polonia antes de su llegada a Buenos Aires y que decidió traducir al español para hacer algo de dinero. En una mesa del bar Rex, en la zona de Retiro, mientras que el autor polaco se peleaba con su castellano de trapo roto, un grupo de autores orilleros, con el cubano Virgilio Piñera al mando del pelotón, se acumulaba a su alrededor, todos entusiasmados por aquella lengua pirata que se imponía, deseante y violenta. Era la lengua de autor, la de Gombrowicz, quien notó inmediatamente el efecto que su libro producía en aquellos jóvenes forasteros y que luego también tendría un efecto en sus respectivas prosas.

¿Cómo se traduce la lengua de un escritor? ¿basta con conocer su idioma materno? Desertar es un diálogo que no se detiene nunca porque su objetivo es hacer germinar interrogantes. El objetivo final es la conversación en sí, improductiva en términos materiales pero completamente eficaz. La pregunta es cómo traducir una estrategia sintáctica, un fraseo en español afectado por el uso del francés o viceversa, afectado por su puntuación; cómo se compensa la lógica gramatical del idioma de llegada con las aritméticas semánticas y formales de un autor. Escribir es leer, tomar decisiones. ¿Traducir implicaría lo mismo?, ¿son similares las operaciones que atañen a ambos oficios?

Una lengua que muta es una lengua viva. Para Harwicz y Gómez Guthart, los contagios entre idiomas son abonos que tornan fértiles a los malos entendidos.

La escritora argentina le pide a sus traductores «que no importe la palabrita o estar pegado al sentido». No es difícil entender por qué. En las novelas de Harwicz, el primer premio se lo llevan el pulso de la narración, la latencia de un ritmo vertiginoso y la elección de un léxico bélico y sensual. Todas estas cosas le atañen al oído. En su Crisis del Signo, el filósofo del lenguaje y poeta francés, Henri Meschonnic, apuesta al ritmo antes que al sentido para pensar nuevas relaciones fuera del signo lingüístico. Si se parte del ritmo como organizador del movimiento de la palabra en el lenguaje, aparece otro sistema. Dice Meschonnic: «el ritmo es particular a una obra, ya una sola, a una inversión del pensamiento». Pero, ¿para quién trabaja el traductor? ¿Para el escritor o para el lector? Esta cualidad de doble agente tiñe al traductor de una perenne mala fama. Cualquiera sea su estrategia, ¡Traduttore, traditore!

Gómez Guthart tiene una mirada un poco más pragmática en este punto: el lector tiene que poder acceder al libro que está siendo traducido. El libro debe poder dialogar con su realidad. Harwicz, por su parte, elabora una teoría personal para pensar la traducción. Se puede ser creyente, agnóstico o ateo. El primero confía en que todo texto es plausible a ser traducido. El agnóstico duda, ¿es Shakespeare lo que leo cuando leo su traducción al español? Quizás lo conozco un poco. El ateo es el Cioran de la traducción, o Schopenhauer: no se conoce a Chéjov si no se lo lee en ruso.

Pero el traductor no es un mero escriba y Gómez Guthart repone el deseo como parte del oficio. Entre sus obsesiones se encuentra una traducción al rioplatense de El charlatán de Louis-René des Forêts, título de la traducción española que en su versión lleva el nombre de El parlanchín, y aún se encuentra guardada en un cajón (no olvidemos que muchas veces, si no la mayoría, es el traductor quien se encarga de convencer a la editorial para publicar el libro).

Cuando las posturas de Ariana y de Mikaël convergen, la escritura se vuelve un campo de batalla y ellos, dos expertos francotiradores. Pero al divergir, son respetuosos e independientes como viejos amigos. He ahí la victoria de la conversación, el virtuosismo de su arte, un combate justo, puro fair play.

Traducir es el modo más atento de leer. Proust se dedicó a traducir antes de escribir su En busca del tiempo perdido, con la ayuda de su madre. Cuando esta fallece, escribe en una carta que su tiempo de entrenamiento había terminado. Entonces se lanza a escribir su monumental obra. Traducir como un ejercicio de lectura. El traductor y el escritor, en definitiva, sufren por las mismas razones.

Desertar es abandonar las responsabilidades, ser inconsecuente con el sentido común para aventurarse con preguntas que desafíen la lógica editorial y de mercado: ¿Por qué se considera una buena traducción a aquella que no parece una traducción? Si, como dicen los autores, el idioma francés hace una distinción tajante entre un libro escrito en francés y una traducción, ¿no debería la traducción sonar como una lengua extranjera, incluso cuando ha sido traducida al francés? ¿Qué lenguas son legitimadas por las dinámicas del mercado y cuáles quedan rezagadas? Estas y otras cuestiones mantienen el diálogo en movimiento, azuzan el intelecto y le escapan al encierro. Conviene seguirles el paso a estos autores hasta el final donde el hilo los devuelve a su propia historia, a las idas y vueltas de la vida.

Desertar de una lengua, celebrar el malentendido, huir hacia el misterio y cuestionar las formas de lectura y circulación de la literatura. De todo eso trata este libro. También, de cómo no hay nada de productivo en asociarse sino todo lo contrario, un diálogo puede ser un suceso contra-productivo en términos capitalistas, una contramarcha, una confabulación, un germen subversivo. La literatura necesita de «la dulzura de un misterio», decía Proust. Y también necesita de sus conspiradores.

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