La jaula de Faraday

Enza García Arreaza

Capítulo 2: Olivia y Morgan Faraday (fragmento)

And I am consequence
You ran off with it all
And I am sorry

Mercury
, Sufjan Stevens

El futuro es un tornillo flojo en el aire que lo sostiene todo y que en picada va recordándote un vértigo cardinal, el vértigo que calibra los grandes resortes y los fluidos que serán o no derramados o untados con una espátula en el lomo de una bestia estipulada. El futuro era nacer así, a plena luz del día, pero de un día malo. El futuro es un hada con los dientes en la mano y una picazón en el culo, todo en coordenadas que dirigen el rugido del viento hacia tu casita de paja, hacia tu corazón de fiambre y tornillo flojo.

Eran dos.

Eran un fuego difícil de ángel tarado y tiempo de sobra para que te desconocieran. Era la luna con unos mitos grotescos para dejarnos solos mejor. Era Olivia, como la abuela de-buena-familia que terminó encallada en aquel bochinche gracias a un matrimonio con un empleado de la empresa familiar que al final se rasparon entre varios. Y Cirilo, como el médico que había maniobrado de forma cuando menos milagrosa durante un corte eléctrico y una planta de emergencia que no carburó más nunca. Olivia y Cirilo llegaron a Leongrado en abril, llevándose por el medio la ya maltratada economía doméstica. Quizás por eso el padre los abandonó en el quinto año con la excusa de probar suerte en la reciente república catalana y desde entonces tías y abuela juntaron esfuerzos por ayudar a la madre que en vano intentó reemplazar la figura paterna en los siguientes cinco años.

No podía decirse que fueran unos mellizos atornillados. En el colegio siempre caían en salones distintos y mientras que a Olivia le interesaban los animales abiertos en una bandeja de laboratorio, a Cirilo se le daban las carreras mientras soñaba con una serie mundial. No solían reñir, pero tampoco parecían darle especial relevancia al hecho de haber compartido la alcoba uterina. Que no andaban, entonces, con esas pistoladas de sentir el dolor del otro. La vez que Cirilo se fue rodando calle abajo con la bicicleta, Olivia siguió muy tranquila engullendo las bolas de tamarindo con azúcar-de-contrabando que la abuela había preparado para vender. Tampoco los relacionaban a primera vista: mientras que ella conservó el rubio sucio y lacio, a él se le encresparon unos mechones brunos del lado del papá. Mientras que ella hablaba rápido, él nunca encontraba el otro par de la media. Lo único que los hacía orbitar en consonancia eran las canciones: primero tarareos efímeros, pero al unísono, y luego un reproductor digital que compartían a sabiendas de que era la única manera de sobrevivir, una canción podía matarte porque buscabas una razón para seguir viviendo y entonces tu cuerpo brillaba en la iridiscencia de una dopamina alzando la mano y salvando la patria:

 gacela triste del camino
this ae nighte, this ae nighte, every nighte and alle
They are busy building toys and absolutely no one is dead
la vida me ha dado un hambre voraz
y tú apenas me das caramelos
no me dejes caer en las tumbas de la gloria
I am a weirdo
los pollitos dicen

Pero algo sucedió en el décimo segundo año. El suministro de agua corriente fallaba a menudo y entonces la sed era pólvora, como si un dinosaurio decidiera pararse en la avenida a las cuatro de la tarde. Daba la sensación de vivir en una isla rodeada de tiburones psicóticos. Daba la sensación de haberse ganado la lotería de los abismos. Al fondo del abismo dormían las cosas que extrañaban, no exactamente lo que Olivia y Cirilo podían recordar, sino aquellas cosas que surgían en las conversaciones de los adultos. Por ejemplo: que hubo una época en que nadie pensaba en el agua y lo normal en diciembre era hornear un pavo y estrenar calzones amarillos. Hasta que en la semana de exámenes finales, durante el décimo segundo año, Olivia se encontró repasando fracciones y despejes, mientras se rascaba de a poco, porque le picaban las cosas que no había tenido oportunidad de asear a discreción. El olor de su entrepierna la desconcentraba y mientras la punta de sus dedos intentaba desacreditar el percance y los efectos del calor vespertino, una idea crujía sobre el cuaderno, sobre unas galletas también de contrabando. Tocarse era, de pronto, una piedra rebotando sobre el agua que se nos daba a imaginar. Tocarse era bueno porque nadie más hacía sombra, solo mamá que acababa de encontrar empleo como archivista en una instalación de inteligencia militar, solo las aves negras que sobrevolaban las azoteas vecinas, solo Cirilo, en la otra habitación, esperando que la señal de datos volviera para resucitar su teléfono móvil. Tocarse era volver a una idea inquietante y periódica, que la conquistaba en forma de sueños despiertos o atorados en un ventilador que se dañaba cada tres semanas.

Besar. Darse unos toques. Besar con la certidumbre de que no hay vuelta a la habitación vacía que era uno desde el principio. Besar para que el mundo agravara el sueño, para que los gérmenes tomaran el control y te dejaran ciego, como cuando las brujas te disparan a quemacoñoquéverga. Lo mas ridículo del asunto es que todas en su salón de clase ya se habían besado con alguien, con un primo que las inició a la fuerza o con el portero que las esperaba en una parada del centro. Su pensamiento de besar fue lo primero que invocó a Morgan Faraday, que se asomó entreabriendo la puerta de un guardarropa donde el novio de mamá a veces guardaba municiones, ladeando la cabeza como hacen los perros de los vídeos que tardan tres siglos en cargar y que eran la edad de Morgan Faraday, que venía de una isla, una isla rodeada por el recuerdo de aquellos que se mataban muy rápido o que se habían perdido en el bosque. Su urgencia por besar la hizo levantarse, enjuagarse la boca con el último trago del segundo botellón disponible, y sentarse junto a Cirilo, que ya sin esperanza había dejado el móvil en la mesa para memorizar datos topográficos de lugares que jamás visitaría, como era cierto que lo iban a matar algunos años después.

Qué quieres.
Nada, aquí fastidiada.
Uhm.

Bueno, tengo una idea.
¿Qué?
¿Te has besado con alguien?
Sss… í.

¿Le damos? Quiero ver.
Te volviste loca.
No le pares.
Deja, vale.
Ay, por favor. Rápido. Necesito saber.

No pasó gran cosa. La lengua de su hermano estaba tibia y repugnante, porque él tampoco se había lavado los dientes. Por los días siguientes compartieron una torpeza flexible y chistosa, un celofán roto que en verdad era la primera vez de los dos y que los llenaría de confianza para socializar como era debido en los días por venir.

Morgan Faraday asomaba un ojo o rompía una bolsa de arroz-de-contrabando para que creyeran que había un ratón. Pero la vieja táctica de sugerir ratones para que los amos trajeran un gato –la criatura favorita de la familia Faraday– no servía en un lugar como aquel. Las prioridades eran no colgarse de un árbol o generar un flujo monetario en moneda-de-afuera. La prioridad era almacenar agua y conseguir las pastillas potabilizadoras que a veces repartían las comisiones humanitarias instaladas en la frontera. La prioridad era que no se llevaran a tu hija en un bote hacia las islas del pecado, y meterle saldo al teléfono, ante todo, así no hubiera carne o pollo en la heladera.

Esa noche, por tercera noche consecutiva, se acostaron sin agua corriente, y, por qué no, sin energía eléctrica, lo cual siempre se auguraba algún destino personal, pues así habían irrumpido en el mundo. Más temprano, la madre se había congregado con algunas vecinas del edificio con ánimos de urdir un procedimiento para quemar desechos en la avenida, pero aquello venía de la boca para afuera desde que se llevaron a Lucrecia del piso siete, sin importar que era una vieja coja y salpullida, junto con los estudiantes que improvisaban escudos y explosivos bajo la estela de los gases tóxicos que espantaban a las aves de colores. Olivia pensaba que ella misma era un ave de color y una puta. Porque a pesar de que todo marchara en franco declive no podía menos que pensar en víspera de su cumpleaños diecisiete que quería coger como sus amigas del salón, que habían cogido finalmente con el primer primo a la mano o con algún acosador que al menos les comprara artículos de aseo personal.  Una vez se masturbó cinco veces en el transcurso de una tarde, uno de esos días afortunados en que no iba a clases porque cómo si no encontraban transporte o algo que ponerle al estómago, y entonces a la quinta vez que se vino encima, gimiendo porque gemir era gracioso, como desafiando el hecho de que no terminaba de coger con nadie, vio a Morgan mirándola desde un rincón, apilado sobre un montoncito de ropa por lavar cuando se desocupara la chaca-chaca que se turnaban en el edificio. Su primer impulso fue creer que alucinaba, pero luego no tardó en sorprenderse mal: si alucinaba, si no era real, entonces el aparecido no anunciaba una nueva etapa de su vida, una dimensión desbloqueada que le reiterara sus impresiones de que ella era diferente y especial, nunca como las otras chicas. Y aquello era triste, si alucinaba entonces era que le pasaba como decían los rumores, que la gente se volvía loca un día y se prendía candela o se tiraba con todo y carro por el distribuidor sin barreras. Y entonces definitivamente ese aparecido tampoco estaba allí para enterrarle el güevo y bombearle un alimento que prometía vamos a ver si una distracción o terminar de morirse. Eso era lo que hacía su mamá, después de todo, que nunca se daba aires de utilizada por los apetitos masculinos: cogía y ganaba favores, cogía y acumulaba detergente de contrabando, para cuando pusieran el agua y desocuparan la lavadora. Cogía y se echaba a reír sola, recordando aquella vez que se compró un perfume. Dejaba que se la cogieran, pero, sobre todo, ella cogía, o eso decía, cuando destilaban algún brebaje artesanal que le bajara las estrellas. Después de todo, mamá hablaba poco y tenía la culpa.

Morgan salió por la puerta como perro por su muerte y ella lo siguió. Los dos se frotaron los ojos al mismo tiempo y desde el balcón juzgaron la antigüedad de Leongrado, que antes se llamaba de otra forma y que esperaba que una ola de fuego barriera sus pormenores.

The last one I had was not as pretty as you.

Olivia le volteó los ojos, con eso sintetizaba que le deba terror pero que al mismo tiempo empezaba a creerse la presencia desatinada y profunda de un metro ochenta y cinco, borroso como si deslumbrara o se disolviera como la tinta en los dibujos japoneses.

Who was the last one?
The twin of someone, just like yourself.
So, are we actually doing this in English?
Of course. It cannot be exactly easy. This will be my gift to you: loyalty and a bit of time to think before you speak.

(…)

 

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