La casa vieja

Por Elizabeth Mirabal

La casa vieja parece más comprometida

con el paisaje que la envuelve.

Nace de las aguas del estanque

y plantas que la abrazan.

Cada trozo de madera tiene su historia

como hinchada la memoria de tantos recuerdos juntos,

de clavos herrumbrosos sujetando las páginas

un libro escrito a orillas del río seco.

Cada pedazo de día tiene su sol,

y cada noche la respuesta de la frescura del bosque.

 

La casa vieja parece más comprometida

con el paisaje que la cubre

esa enredadera que la aprieta

y las flores empujadas por el viento.

Se cubre el camino de polvo,

la hierba sigue creciendo

y los pasos se oyen lejos

en el profundo silencio.

La casa es cada vez más vieja,

le cuelgan los años en las puertas y las ventanas.

Los crujidos se esparcen,

se sientan en antiguas sillas

que rodean los portales.

Un pájaro canta,

quizás lo único nuevo de aquel cuadro detenido.

El pájaro canta, quizás tenga su motivo.

Pero nada cambia el insoportable hastío,

ni las sombras untadas en las paredes y los pisos.

La sombra seguirá allí plantada

de sueños viejos aunque el pájaro cante.

 

Poesía borrada a partir de un poema original de Luis Mirabal.

Mi casa

Mi padre escribió varios cuadernos de poesía,

pero nunca publicó ninguno.

Los pasaba en limpio

con una máquina de escribir

luego de haberlos terminado a mano.

Llevaba esos cuadernos con él a todas partes,

mezclados con los documentos de un trabajo gris.

Un día le robaron el portafolio donde

llevaba los papeles de trabajo

y los poemas.

 

Recorrimos latones públicos de basura

por las calles de la ciudad

con la esperanza de que el ladrón hubiera

botado los cuadernos de poesía en uno de ellos.

Pero nunca apareció nada.

Y me gustaba pensar que el ladrón

tenía todos los cuadernos de mi padre en su casa

y que los leía de vez en cuando.

Puede que estén

en ese sitio hipotético

todavía.

Lo están al menos en mi imaginación.

 

Después de la muerte de mi padre,

me puse a releer los pocos cuadernos

sobrevivientes.

En esa revisitación de poemas

que había escuchado declamados por él, pero que

nunca había leído,

encontré uno titulado “La casa vieja”.

Siempre he creído que se trata de su mejor poema.

 

En mi más reciente viaje a La Habana,

traje conmigo una copia impresa de

“La casa vieja”.

El poema ha adquirido

un valor premonitorio o profético

porque mi casa familiar

se ha transformado

en la casa vieja.

 

De hecho, la casa fue

una de sus últimas preocupaciones.

Delirante y en pleno estado de alucinación

debido a la morfina que mi hermana o yo

le inyectábamos

para ayudarlo

a menguar

el dolor del cáncer de páncreas,

comenzó a indicarnos que buscáramos

las llaves de la casa

y que desenterráramos

un gran tesoro

del minúsculo patio trasero.

 

Aunque ya he aprendido a asumir el

despojo total

como mi condición invariable,

no deja de ser doloroso

reconocer la casa vieja del poema de mi padre

en el cascarón vacío

en que se ha convertido

la que una vez fue

mía.

 

Tras la muerte de la última tía que me quedaba,

la imagen del Sagrado Corazón de Jesús

que ella había heredado de mi abuela,

fue escondido por sus cuidadoras

en un escaparate

para evitar que mi madre

lo vendiera.

 

El escaparate sin ropas

mostraba

a un Jesús en tinieblas

con una mano erguida

en el centro del pecho,

muy cerca de un corazón

sangrante.

 

Desconcertado,

parecía interrogarme

sobre su nuevo destino.

Los estantes donde antes

se habían preservado

platos

y hasta copas

exhibían también un

vacío acusador

de usurpaciones

de ¿misteriosos? seres

que pasaron por mi casa.

La culpa suele caer

en las entelequias.

El jardín era feroz

y las hierbas crecían de cada partidura de la acera.

Los vecinos habían añadido alguna basura

para hacer

su pequeño aporte

a la desidia.

 

Con la muerte de todos,

acabó por instaurarse

la maldición de los Atridas.

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