La cacatúa humana de las Indias (fragmento de monólogo teatral)

Mauricio Kartun

Teatro Pampa. Unos cueros de bagual por toda tramoya.

Curiqueo, de pringosa levita, enciende uno a uno los candiles de sebo.

Al fondo, de rodillas, la sombra siempre borrosa de Blanca Celeste, la cautiva, que toca con monótonas campanadas graves la misma tecla de su piano toy.

En un rincón, sentado en su calavera de vaca, Autismus mira todo con sus ojos transparentes. Tiembla de frío. O de fiebre. A su lado, meciéndose aun en el cordel, una lámina gastada que acaba de colgar:

«Bienvenida, presentación y prefacio».

CURIQUEO: (tan íntimo que a veces parece hablarle a nadie)

Bienvenidos americanos. Bienvenidos y adelante. Bienvenidos son y a buen cobijo. Bienvenidos. Llueve sobre la pampa impía. Llueve, atardece y hay charcos de barro oscuro en el desierto. Qué puede haber menos triste en el atardecer mojado de las tolderías que este pequeño teatro de atracciones. Bienvenidos y adelante. Bienvenidos a la penumbra. Bienvenidos a la luz. Al cobijo de los toldos de potro. Piel de musas. Melpómene tordilla, Euterpe alazán, Talía overa. Teatro… Teatro… Qué otra cosa mejor cuando llueve acá. En el afligido aduar de los ranqueles. Más igual a sí misma aun mojada la pampa, si cabe. Redundancia pura: tan grande la pampa y tan igual a sí misma que podría ser pequeña y nadie se daría puta cuenta. Pasear por la pampa, criollos, es un recorrido inmóvil. El único viaje posible por el desierto es la droga. La única excursión entretenida es el ensueño. El cebil. El té oscuro de los curanderos. El opio pampa. La alucinación. O el teatro…  Adelante. Adelante cautivas de pies en carne viva, gauchos juidos de bota e´potro y olor a verija, indios tristes, paisanos míos comedores de cuises, descuisiados. Público adelante. Público digo por ser benevolente… con lo presente… que ni a público me llegan, pobrecitos, que apenas a privado: a privados de razón, a privados de gracia…

Que si las publicaciones / propias del público son / lo ha de ser de lo privado, / seguro, la privación…

Privados de grandeza, de dignidad, de gloria… en esta llanura de mierda, digámoslo de una vez o callemos para siempre.

Adelante y bienvenido, privado querido. Que en el teatro todo se olvida. Hasta la vida. Que aquí todo se recuerda. Hasta la mierda. Adelante al buen resguardo de estos cueros engrasados.

El indio te hace un ranchito / con dos cueros de bagual / con cuatro te arma un corral / y con catorce una villa / y cuereando una tropilla te cose una catedral…

Bienvenidos a este tablado. Bienvenidos los que aquí llegan, que aquel que no es bienvenido aquí –y hay solo uno– bien lo sabe el soberbio sorete, y ni se acerca. Y merodea como perro apaleado bajo la llovizna. Y bien saben acá de quien hablo, gaucho del culo. Corneado y mariquito señor Fierro. Y va lo de señor para no decir el nombre y reírme, que llamarse Martín es ser en la vida sólo un diminutivo: una Marta pequeña.

Guacho borracho que la va de bucanero, y en Fierro la erre le sobra, que no es Fierro: es solo Fiero.

Bienvenidos a este tablado zaino. A este corral de comedias, nunca mejor dicho corral. A este politeama en cueros.

Presenta

Misterioso. Insondable. Ilusionista, sombrámano y prestímano. Magia egipcíaca y magia chinesca… Autismus… Escamoteador, calculista y físico asombroso (aviva con un coscorrón al rubio que se para y vuelve a sentarse por todo saludo)

Presenta

Mano diminuta por Dios creada a la medida justa de su teclado enano. Prodigiosa concertista del pentagrama universal: la beethoviana Blanca Celeste y su delicado piano toy.

La sombra se conmueve apenas

Y la nouvelle. La nouvelle otra vez y siempre. La novela ágrafa que aquí comienza una vez más. Y otra. La novela escrita en el vacío, en el viento de la pampa sorda. La novela, en la voz incandescente de este cómico de la lengua, de este artista que les da con ademán la bienvenida nativa: Príncipe Curiqueo: la auténtica Cacatúa Humana Americana.

Blanca Celeste aporrea en su piano una melodía entusiasta. Autismus con gesto autómata se adelanta en un juego de manos. Regresa a su rincón y antes de volver a la calavera cuelga en el cordel la segunda lámina:

De cómo el infante ranquel fue vendido al misterioso albino

CURIQUEO:

Desertor soy, siempre lo he sido / cómo no serlo, si aquí he nacido / y aquí será que termine muerto / soy desertor lo confieso, es cierto / porque nacido, he sido / en el desierto.

Noche de luna chica habrá sido la que nací, de luna estrecha, que la estrechez ha sido mi sino. Nacido aquí mismo. ¿Puede decirse en la pampa un aquí? ¿Existe aquí un aquí? ¿Un punto que distinguir entre otros puntos? No. Deberé decir entonces, como cualquier indio ranquel, que he nacido en los alrededores. En unos toldos como estos de indios amansados, apenas empezaba el siglo, nací, según supe luego de boca de Maese Íñigo, el albino mal culeado, mi tutor y propietario. Sí. De él se trata buena parte de esta historia. No toda gracias a Dios y a algunas semillas de las que ya les hablaré. Y a mi odio que será aquí caldo gordo.

Cortaba la cara el frío y llovía como siempre aquí la tarde que llegó el albino a los toldos. Sancochada su piel lechosa, llagada, y harto de piojos, sacudiéndose en carreta de un eje. Buscando en su quimera un público virgen al que conmover al fin alguna vez. Soñando aplauso así fue que llegó.

Maestro eximio de la declamación y el arte escénico el albino. Actor extraordinario. Intérprete inspiradísimo, milagroso. Y en la misma simetría fracasado hasta la humillación. En el camino del trágico. Y en el del cómico. En los dos con pedorrea del público más o menos parecida. Por más inspiración, por más histrionismo, lloraba el albino en la tragedia y de él reían todos. Hacía la gracia en la comedia y todos fruncían la frente. Por más peluca, por más embozo. El público se iba en aguas de risa con sus ojos coloraditos, el temblor de su mirada, su epidermis transparente. No. De nada servía su bizarría, que fuese de Lope supremo sacerdote, que asombrara al mundo su Segismundo, que hiciera con creces los entremeses. El público –que mierda es, digámoslo de una vez– en su idiota veleidad, veía antes que al héroe a su blanca albinidad, su albinura, su albinez, que así hacíamela llamar «Que el albinismo es un mal, infame puto,  y lo mío no lo es, sino atributo». Así del fracaso en su sino mojado el jodido albino, de ciudad en ciudad sin saltear una sola, prolijamente, había ido fracasando en su península Ibérica toda de Algeciras al Cantábrico. Y en la desesperanza de encontrar su público por fin –que todo artista merece tener algún público propio alguna vez siquiera, hijos de puta– acabó embarcando a América en goleta mercante. Pequeña la goleta. Y saltadora. Nauseando cada día las sardinas saladas y la galleta dura. Y pagando su embarque con labores de escribiente en camarotes; que cualquier sol atlántico era capaz de freírlo en cubierta al muy camarón. Creyendo él también, iluso, en la América del cuento. Soñando en su desesperado fracaso a quien pudiera disfrutarlo con su albor, a quien pudiera verlo Otelo al fin una vez en algún lugar del mundo. Moreno, moro, morocho y de mirada oscura. Pero nadie ve azabache donde hay leche. Y desembarcado ahora en la mugrienta Buenos Aires, fue a dar una vez más el infeliz con la mueca y el desprecio. Los criollos también escarnecían al bufo lácteo. Lloró por noches sus lágrimas de leche. Tragó por días sus mocos de nata. Y en el desaliento de su histrionismo impedido fue alejándose de a poco de la ciudad, como aquel que no quiere irse. Legua a legua. Internándose de a pasos en la soledad de las afueras, del campo, de la pampa, el desierto. Que en este orden se degrada la tierra en esta geografía siniestra: metrópoli, afueras, pampa, desierto y al fin la nada. Lento como una sombra descendió el cómico en carreta hasta los confines, hasta la frontera, a los fortines, a entretener fortineras. Quebrado ya sin remedio y exponiéndose como fenómeno en una tiendita de tela algodón. Presentando en aldeas infames su ruinoso bululú, su representación solitaria.  Bebido cada función de caña mala, recitando de Quevedo sin cesar sus letrillas más sucias, sus versitos esos:

«Más te quiero que a una buena gana de cagar… Que no habría gusto en el mundo como el cagar si tuviera besos».

Unas letras garabateadas sobre un cartel de lienzo sucio lo presentaban a quien supiese leer: «El Genuino Aparecido Viviente».

Fue así, naufragado y buscando el final, que llegó el albino a estos toldos ranqueles. O así se lo contó al menos una noche en Madrid años después a un trío de perdularios, desatándome del cuello lacerado la cuerda de cáñamo indiano para que les hiciera mis gracias. Vestido de paño bueno ya y con un inflamable aliento a chinchón. Así fue –les contó– que llegó a este aduar en el que me criaba a mí a puro hambre mi pequeña madre buena. Y a grasa pura las criaba a mis tres hermanas malas. Gruesas y perras según recuerdan todavía mis moretones. Que siendo mujeres y mayores que yo, se conjuraban entre ellas para repartirse cada día la ración y dejarme a mí los restos, el hambre. Que quien tiene hermanas lo sabe: debe aprender a gritar o resignarse a sufrir. Que si una puede amargarte la vida tres de ellas te la arruinan sin remedio. Que tres hermanas fueron las parcas. Y tres iguales los clavos de mi cruz. Así fue.

Fue así vociferando mi hambre que crecí. Berreando por un hueso, por un pedazo de la galleta seca del pehuén fue que creció mi voz. Que se hizo poderosa. ¡Llipún… Llipún…! Que así llamamos los pampas al hambre. ¡Hambre!, gritaba todo el día. ¡Llipún!  Tratando de conseguir a grito calmar el retortijón. Aullando y poniendo en la voz lo mejor que la voz puede, según me explicara luego el maestro: intensidad e intensión. Intensidad e intensión…

Recuerdo al albino y me lo devuelve su retrato de blanco sobre blanco. Un junio fue que llegó a los toldos en busca de pieles. Y con la ilusión ilusa, si otra hubiese, de conseguirlas a cambio de un poco de su arte. Pero el fracaso es chaperón fiel. Quién daba acá un puto cuero apolillado por sus gongorismos chanchos. Y acá en la toldería se achanchó. Y la indiada acostumbrada a ser tierra de exilio lo aquerenció en pocos días como a cochino al fondo. Una curandera vieja que hacía yuyajes y preparados lo rondó por semanas buscando y buscando pasarlo a valores. Viendo cómo hacerlo caloría que acá es lo que cuenta. Invitándole caña mala en cuenco porongo para apurar la caída. Empujando de a poco con alcohol desastroso. Y resuelta una media noche que lo halló al fin ya al borde de la nada, desparramado en la tierra sin sentido, barboteando locuras, lo arrastró despacio por el barrial hasta su toldo. Lo tendió. Acarició con regodeo su cabellera lunar. Y con una faquita sevillana que traía el propio histrión le cortó de la mollera misma una preciosa mata de su pelo. Pajizo y albo. Una y otra. Las fue guardando como a tesoro, que tesoro era, en una bolsita de cuero. Acopiando de su pelo nieve para el trueque ventajoso. Como aquel que por lana va y trasquilado termina, acabó el albino al fin convertido en vivero humano, cambalachando por caña a la bruja sus mechones, que pregonaba ahora la vieja a los gritos eran infalibles en té para curar las diarreas. Que el indio es muy de cagarse.

Como quien cría guanaco para lana lo encorraló la arpía al albino a los fondos, envuelto en quillango roto y dándole de comer en el suelo. Carne y tortilla. Y toda la caña que gustara tomar, que el negocio era próspero y bien valía tener la cosecha creciendo. Y sin más oficio ahora entonces que chuparse y dejarse las crenchas para la esquila, ebrio al fin así de jornada completa, temulento, revolcado, se fue hundiendo el comediante en el sucio cobijo. Un cuerito sobre cuatro palos, junto a un corral de espinillo donde encerraban hacienda abigeada en malón. Quemadas las tripas por el alcohol casero, espeluznantes las mechas de los tusazos de la arpía, su plantío de té de pelos.

Extravagante y sonoro se volvió pronto la atracción de los párvulos. Cada mañana en el tedio de los toldos nos juntábamos los gurises a mirarlo pasmados, a oírlo divagar siglo de oro vestido de jubón, de toga o de soldado romano, que la única pertenencia que conservaba y cuidaba más que a su vida era un pequeño arcón de cuero duro con vestuarios y atrezos de su fracasado repertorio de comediante.

Fue haciéndose así protocolo cada mañana llegarme hasta el corral a contemplar al fantasma viviente.

Cada tanto nuestras miradas se cruzaban. El aturdido que en su tranca barbotaba a lopes y tirsos solo parecía reaccionar de la curda a un misterioso impulso: ese grito de hambre con que vengaba yo sin parar mi ayuno: aquel llipún mío. El aullido con que a cada rato las delataba a las putas gordas. El que ululaba de lejos para que oyera toda la tribu. Así era: me alejaba yo famélico de mi techo y con rencor y toda esta voz, portentosa para aquel infante de siete años comenzaba mi sonora letanía: ¡Llipún…! Poniendo en el rugido todo el dolor, toda la fuerza, la emoción. Que solo así conseguía a veces conmover a mis hermanas y llevarme algo a la boca. ¡Llipún!, y se afinaba la «i»  en el agudo del clarinete lloroso y sonaba la «u» en la gravedad de la tuba. Llipún gritaba yo como quien brama. Y a mi grito salía misteriosamente de su letargo el albino. Llipún, y alzaba la vista temblona el jodido y me miraba. Cada vez. Me miraba interminable con esos sus ojos color de la sangre. Asentía y me miraba cada vez hasta que la mirada se le disolvía en mí como el que mirando sueña.

Una mañana en que el hambre inspiraba mis gritos como nunca, en que le sacaba las notas más dolientes, el español como en trance se puso de pronto de pie. Escapé unos pasos. Me miraba. Manoteó uno de los cuencos en que le dejaba la bruja algún cacho de sancocho frío. Pensé que me lo arrojaría pero lo alzó en cambio con pompa episcopal, y acercándose me lo ofreció con gesto vago junto a unos postes de caldén. Así. Como quien le pone escudilla a los perros. Me acerqué al maestro entonces por primera vez. Temblaba. Me hinqué.  Hundí la mano en la gelatina fría y sin mirar a nada más empecé a comer a bocanadas. Él estiró la mano esquelética y me tocó leve la garganta. Reía. Estaba en gracia.

Como animal que rápido aprende, cada mañana, de ese día en más, gritaba afinado yo mi hambre frente a la empalizada, esperaba ansioso, y él me servía de comer.

Gritando había encontrado profesión: el teatro.

La alborada aquella de la partida desperté en mi toldo con la luz, hambreado como siempre. Miré entre lagañas, recuerdo, a las tres chanchas jabatas. Haciendo mohín con sus labios engrasados y tirando pedos de ahítas. Y sin gastar cuerdas en conmoverlas, que para qué, reservé graves y agudos para mi mecenas. Que no era cuestión tampoco de que se conmoviesen al fin y me alimentaran, justo ahora que había aprendido a vivir mejor de la protesta que de sus logros. Mecánico y anémico caminé hasta el corral del español como a diario soñando el guiso. Pero lejos de aguardarme con escudilla lo encontré al lechoso esa mañana derrumbado y barboteando. Me inquieté. Tumbado estaba. Y calvo de todo pelo. La esquila ese amanecer –que al alba, decía la vieja, había que cosecharlo al albino–, había pasado bruta. Tremenda y definitiva. A falta de caña ese día con la que embrutecerlo para el saqueo final, le había inundado la vieja las tripas con un porongo tamaño cántaro de cocido de cebil, de semillas del curupay, la infusión de los sueños de futuro de los pampas. El guaso narcótico. Y allí estaba esa mañana mi ruinoso bienhechor sus ojos abiertos como dos soles colorados, drogado como un chino y repitiendo el gastado pasaje de la locura calderona: ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción; y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son… Ah, el cebil. Nuestro cebil… Droga pampa. Ah, el cebil que te deja ver a su través el porvenir, que atraviesa el presente como si fuera de papel arroz y se interna en el tiempo que viene. Otro hubiera sido el destino, sí, de este infame país con más cebil y menos caña, criollos.

Borracho de futuro deliraba en su jergón el fantasma y se miraba como a otro en un espejo de latón ordinario. A puro furor vocal trataba yo de conseguir de cualquier modo mi plato diario. ¡Llipún! ¡Llipún!, sonaba mi instrumento esa mañana y el pún tronaba en la llanura como un grave de timbal. No me oía el monstruo, perdido en el espejo, entonces Llipún más fuerte todavía. Y más. Y más sonoro y más consonante y más hasta que el agudo vibró en el vacío del desierto en su non plus ultra de campanilla desquiciada. Don Íñigo en un estallido se puso de pie. Llipún, canté, y se acercó hacia mí con ojos intensos que en un misterio indescifrable habían dejado por primera vez de temblar. Me miró largo. Volvió a mirarse en el espejo de lata. Tomó entonces mi mano con firmeza y sin una palabra comenzó a caminar trastrabillando hasta los morteros bajos donde se juntaba el mujerío a moler.

El puerco blanco en su droga había visto al fin el porvenir.

Mis hermanas nos vieron primero y comenzaron su cacareo grave, que mujer gorda es siempre aspaventosa. Escoltaban a mamina que entre las tres bestias parecía aun más diminuta. Se apartaron cuchicheando madre y maestro. De tantos meses de ser hacienda allí entre nosotros el español chapurreaba ya un poco el mapuche. Qué hablaron allí no lo sabré nunca. No les llevó mucho por cierto ponerse de acuerdo en el precio. Y ese mismo mediodía con un sol alto que se resistía a dar la cara partimos el actor y yo en el mismo mancarrón blanco, que blanco lo había elegido por el impacto. En mal trueque por la carreta, inservible ya sin el buey que se lo había almorzado la tribu no bien llegado. Al churrasco como el indio gusta, apoyada la carne gorda contra las brasas.

En alazán viejo fue que nos alejamos. Montando él a lo Quijote y enancado yo como china, será posible la vergüenza.

De la familia, por llamarla de algún modo, solo recuerdo la lámina postrera: mi bella madre liliputiense revolviendo anhelosa el arconcito del cristiano. Y las tres desgracias saludando a lo huinca, muy de manito, vestidas de paje de la corte las dos menoras, que vestuario de partiquino era lo que abundaba en el cofre, y la mayor en ropitas de la Doña Inés del Don Juan que le reventaban en las costuras. Cinchada como una yegua y de emplumado sombrero Tenorio la muy indígena. Las manitas así. Y así.

Había nacido en narcotizado impulso la Compañía Introductora de Fenómenos y Atracciones. Al paso marchaban hacia el futuro su excéntrico creador: Don Íñigo Ruiz y Balbín, y su figura principal, su estrella: Príncipe Curiqueo. La Cacatúa Humana de las Indias.

Una reverencia

 

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