La búsqueda del mythos en la posguerra centroamericana: una aproximación a la narrativa de Rodrigo Rey Rosa

Nanci Buiza

En los últimos años, la narrativa latinoamericana se ha distinguido en el mercado global de literatura. Entre las figuras que han adquirido renombre internacional, como Roberto Bolaño, César Aira y Juan Gabriel Vásquez, destaca el escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, cuya obra ha puesto de relieve a Centroamérica, una región que desde siempre ha estado al margen del mundo literario pero cuyas realidades dan bastante para la imaginación, tanto novelística como lectora. Producto de feroces guerras civiles y de una paz que parece ser «peor que la guerra», Centroamérica abunda con historias espeluznantes de crimen y violencia: de exsoldados convertidos en sicarios, de “abogángsters” y detectives justicieros, de pandilleros y narcotraficantes, y de corrupción política y terrorismo de estado.[1] Tanta es la abundancia, que se ha vuelto común decir que en Centroamérica la realidad muchas veces sobrepasa la imaginación. «No sé por qué sigo en Guatemala», comenta Rey Rosa. «A veces pienso que es porque hay tanto material… Casos que oyes y que parecen ficción. En estos países de anarquía y de contraste entre gran riqueza y pobreza extrema cabe cualquier relación humana. No hay que armar mucho el relato, sirve con recordar, vale casi con aplicar la escritura automática» (Rodríguez Marcos).

Estos comentarios se sitúan en un momento en el que la ideología del mercado libre ha transformado casi por completo la vida social en Centroamérica. Las ideologías políticas que en los años ochenta habían desgarrado a la región han sido suplantadas por la cultura de consumo y entretenimiento. Conglomerados internacionales han absorbido la industria editorial en casi toda América Latina y la han sometido a intereses puramente comerciales. Todo esto ha sido problemático para el quehacer artístico, porque en vez de formar lectores, este nuevo orden ha producido consumidores, y en vez de impulsar la experimentación artística, ha promovido la literatura de género. Como explica el novelista Sergio Ramírez, «la dificultad con los libros estriba hoy día en que, gracias al reinado absoluto del mercado, el concepto de literatura de calidad, que no siempre se vende bien, ha venido siendo arrinconado por el concepto de literatura de éxito inmediato» (202).

Las novelas de Rey Rosa se encuentran dentro de esta problemática. Son obras de género —del género negro, de autoficción, de ciencia ficción— que abordan temas sensacionales y de actualidad, como por ejemplo el descubrimiento del archivo de la policía nacional en el 2005 (El material humano), o las protestas generadas por la industria extractiva en tierras indígenas (El país de Toó), o el fenómeno de los linchamientos y la justicia popular (Los sordos). Por un lado, se pudiera decir que las novelas de Rey Rosa buscan exotizar a Centroamérica para darle al lector-consumidor una especie de frisson tropical.[2] Pero, por otro lado, estos son temas que forman parte del entorno natural de todo escritor centroamericano. Por más comercializables o sensacionales que sean, son temas ineludibles. «Lo que a veces resulta molesto» dice Rey Rosa, «es que parezca que hemos escogido deliberadamente ese tema, el de la violencia, cuando para nosotros mismos podría ser al revés» (Tapia).

Más allá de una estrategia de mercado, este enfoque en la violencia se puede atribuir a una sensibilidad de desencanto. La historia reciente de Centroamérica ha sido una de revoluciones frustradas, y de una paz malograda por la corrupción y la desigualdad económica. Aunque ha habido cambios positivos innegables —mayor libertad de expresión, reconocimiento de derechos humanos, reformas judiciales, etc.— todavía se vive un ambiente de inseguridad y violencia, particularmente en Guatemala, Honduras y El Salvador, que cuentan con índices alarmantes de criminalidad y pobreza. La calidad de vida en época de paz ha quedado muy por debajo de lo que se esperaba. Las ilusiones y esperanzas que habían impulsado los movimientos revolucionarios ya parecen ser cosa del pasado, y en su lugar ahora prevalece un sentido profundo de decepción, fracaso y cinismo.[3]

Pero el “desencanto” en la posguerra también se refiere a algo mucho más recóndito y sutil. Se refiere a la experiencia de vivir en un mundo sin resonancia histórica y sin marco coherente con el que se puedan entender las crudas realidades de la experiencia humana, como el sufrimiento, la carencia y la muerte, y las luchas cotidianas contra ello. En este sentido, el término “desencanto” describe algo parecido a lo que le preocupaba a Friedrich von Schiller y Max Weber, quienes veían la edad moderna como una época sin presencia divina ni sentido de misterio, una época en la que mythos y polis se han desvinculado. La famosa frase de Weber, «el desencanto del mundo», describe el proceso en el que los sueños y mitos que antes le daban al vivir cotidiano un sentido de coherencia y seguridad han sido desplazados.

En Centroamérica, el hecho de que los sueños utópicos de revolución ya no tienen lugar en el presente, que la violencia ya no responde a ningún fin político o ideológico sino que parece ser arbitraria y gratuita, y que los ideales de paz y democracia parecen anularse por condiciones de inseguridad y precariedad que empeoran cada vez más: todo esto ha hecho que la posguerra se sienta como algo incoherente, fragmentario y sin sentido. Pareciera como si con la llegada de la paz, la marcha de la historia llegara a su fin, y la vida cotidiana quedara huérfana de lo que parecía ser un proceso histórico-épico. En una serie pictórica del año 2000, el artista guatemalteco Moisés Barrios señaló que «Nuestro tiempo es el de la descomposición orgánica». Con esta metáfora, y con un humor devastador, Barrios expresó muy bien el hecho de que la posguerra se ha vivido como si fuera un proceso bruto y sin aura.

La experiencia centroamericana de desencanto, entonces, implica algo más profundo que la desilusión o el dolor de haber perdido un futuro esperado. Se trata de una modalidad de experiencia que solo puede concebirse en términos de supervivencia y cuya visión no va más allá de la realidad empírica inmediata. Implica un rebajamiento de la visión, una incapacidad de ver que puede haber “algo más” o que todo lo que se ha vivido, por más terrible que sea, puede tener algún significado. Hostigada por la violencia y las depredaciones del neoliberalismo, la vida social ha tenido que seguir adelante sin ningún mythos o sentido de orientación o propósito. Esto ha hecho que la textura y el tejido de la experiencia se sienta como algo frío, demacrado e inhóspito.

Este es el fenómeno de desencanto que conforma el mundo narrativo de Rey Rosa. Su novela Piedras encantadas (2001) nos pinta un cuadro de lo que esto significa. Ahí, Guatemala se nos presenta como una “ciudad dura”, como un lugar balcanizado y violento «donde el linchamiento ha sido la única manifestación perdurable de organización social». Descrita como «doscientos kilómetros cuadrados de asfalto y hormigón» y poblada por gente con “corazón de piedra”, esta es una ciudad desprovista de calor humano. En ella, todo se reduce a un materialismo crudo: los ricos viven para ostentar sus “fortalezas”, mientras que los pobres buscan cómo sobrevivir de la “basura” que rellena sus arrabales (9–10).

Regida por valores capitalistas que no obedecen a ninguna memoria social o tradición cultural, Guatemala parece haber sido abandonada por el tiempo y por la historia. El narrador nos describe «la plaza de Berlín, al final de la Avenida las Américas», donde hay un mural dedicado a la Alemania dividida y dos estelas mayas de fantasía que están sin labrar y que presentan símbolos del conflicto armado. Si alguna vez Guatemala formó parte de la historia latinoamericana de revoluciones y movimientos populares, esa historia, como la Avenida las Américas, llegó a su final en Berlín, con la caída del Muro. Que las estelas de la plaza estén sin labrar —una obra truncada— y que sean de fantasía —y por lo tanto sin valor sagrado— nos da a entender que en esta sociedad no hay ni memoria cultural ni un sentido de futuro. En las afueras de la ciudad hay una fila de montañas y volcanes, y más allá, fuera de vista, el mar. Contemplar este panorama desde la plaza de Berlín, con sus «telarañas de iluminación» colgando por encima, no ofrece ningún sentido de trascendencia, sino más bien una sensación de desorden y «una falsa intuición del infinito» (11).

Pero las novelas de Rey Rosa no solo representan la experiencia de desencanto. En el fondo, lo que intentan es combatirla. Su ambición es enriquecer la percepción del lector y transfigurar lo que pudiera parecer banal y sin sentido —la violencia, la corrupción, el desafecto social— en algo que apunte más allá de sí y que inspire asombro y terror. Esto significa extraer de lo sociopolítico lo misterioso, dramático y extraño, así como las verdades perennes de la experiencia humana, es decir, el sufrimiento y la maldad, pero también la bondad y la compasión. La obra de Rey Rosa busca anclar en algo más estable y duradero la forma en que se vive y percibe la posguerra, y de esta forma hacer posible una visión más expansiva que reimagine el presente como algo significante e incluso épico. «Lo real hecho más agudo por lo irreal». Este verso del poeta Wallace Stevens resume muy bien lo que la literatura de Rey Rosa plantea: un reencantar de la experiencia, pero un reencantar que, fiel a las realidades de la posguerra, no puede más que teñirse de negro.[4]

La dimensión mitológica de la historia

El material humano (2009) enriquece nuestra visión de la historia al poner de relieve la dimensión mítica del descubrimiento del archivo de la policía nacional de Guatemala. El archivo, encontrado casi por accidente en el 2005 en un complejo policiaco conocido como “La Isla”, contiene cerca de 80 millones de folios en estado de desorden que guardan los secretos de la historia del terror estatal en Guatemala. La novela trata de un escritor que indaga en el archivo y que encuentra, gracias a una archivista llamada Ariadna, el hilo conductor para su nueva novela. Sus investigaciones, de interés puramente literario, levantan las sospechas de excombatientes y otras figuras cuyos secretos han estado enterrados en el archivo y que pudieran resultar comprometedores si salen a la luz. Entre más se profundiza el protagonista en los secretos del pasado, más se siente amenazado por conspiraciones y políticas de revanchismo.

La novela insiste en que «aunque no lo parezca, aunque no quiera parecerlo, ésta es una obra de ficción» (9). Pero tal advertencia no sirve de mucho cuando se trata de un archivo cuyas circunstancias —su carácter laberíntico, su ubicación en “La Isla”, su ser un espacio de peligro— hacen eco del mito de Teseo, quien según la tradición griega entra en el laberinto del minotauro de la isla de Creta y solo logra salir gracias al hilo conductor de la princesa Ariadna. En la novela ese hilo es la historia de Benedicto Tun, una figura oscura que de 1922 a 1970 trabajó como investigador forense de la policía nacional y que fue uno de los principales arquitectos del archivo. El narrador descubre que frente a la corrupción y las monstruosidades que lo rodeaban, Tun mantuvo siempre una rectitud profesional y un sentido fuerte de humanidad. Este vislumbre de decencia humana le sorprende al protagonista y es lo que le ayuda a navegar las encrucijadas oscuras de la historia de Guatemala.

La novela plantea el archivo/laberinto como símbolo de la complejidad de la posguerra. Muestra cómo las verdades documentales del archivo forman solo una parte de una verdad social más amplia y compleja, una donde la búsqueda de la memoria histórica se roza con la venganza burocratizada, donde el perdón y el remordimiento entran en conflicto con la necesidad de la justicia, y donde la libertad imaginativa del escritor colisiona con las exigencias de la historia.[5] Pero hay otro sentido en el que el archivo es mucho más que «un montón de papeles viejos» (como declaró un ministro de gobierno): las circunstancias de su descubrimiento parecen ser obra de fortuna y destino; las historias de sufrimiento que guarda desatan un drama en el que la hubris del escritor-protagonista, de querer transformar ese sufrimiento en ficción, se encuentra con su némesis, aquellas fuerzas oscuras que lo hostigan por «alborotar el hormiguero» (148); y la figura de Tun, más que un simple funcionario, resulta ser una figura heroica frente a la monstruosidad del terror estatal, una figura que hizo posible conservar para la posteridad la memoria del pasado.[6]

Más que un artificio literario, esta búsqueda del esplendor mítico en la historia de Guatemala responde al carácter secularizador de los procesos de paz y justicia. El material humano se publica en un momento en el que las organizaciones de derechos humanos definen cada vez más sus demandas en términos del archivo, con la idea de que acceder a los documentos significa acceder a la verdad histórica, y acceder a la verdad histórica significa poder conseguir justicia (Weld 14). En este sentido, el descubrimiento del archivo representa un triunfo para la lucha por “valorar” el pasado y “saldar cuentas” a través de reparaciones y sanciones basadas en datos forenses y estipulaciones legales para así poder finalmente «cerrar los libros» y seguir adelante como sociedad (Nelson 290–321). Pero esto también significa seguir adelante como una sociedad que no ha dejado atrás la violencia y la corrupción. Significa “seguir adelante”, pero dentro de una modernidad sin sentido. El filósofo polaco Leszek Kolakowski una vez comentó que «cuando una cultura pierde su sentido sagrado, pierde todo sentido» (72, mi traducción). El material humano responde precisamente a esta lógica. En su búsqueda del esplendor mítico, se plantea no como una obra de denuncia o protesta, sino como una obra de retaguardia contra la banalización y el desencanto.

Heroísmo en un mundo caído

El cojo bueno (1996) sigue una línea similar a El material humano al buscar en la experiencia de la posguerra un cierto esplendor. La novela describe el secuestro de Juan Luis Luna y las fuerzas del destino que lo llevan, años después, a investigar y reencontrarse con uno de sus secuestradores. El haber sufrido la amputación de su pie a manos de sus raptores, y el estar condenado a un dolor perpetuo por su cojera, convierte a Juan Luis en un ser frío y vengativo que solo puede ver su vida como un ejercicio de supervivencia. Juan Luis se casa, huye de Guatemala, y vive en el extranjero, pero nunca logra encontrar ningún sentido de refugio o plenitud. En Marruecos se topa con un hombre que sospecha ser uno de sus secuestradores, pero se acobarda y no hace nada al respecto. Terminado su tiempo en el extranjero, Juan Luis regresa a Guatemala y se topa con otro hombre que también podría ser uno de sus secuestradores. Pero esta vez, deseoso de venganza, investiga quién es y lo visita en su casa. El secuestrador, apodado “la Coneja”, ahora es un hombre de familia. Parece ser una persona decente, aunque derrotada por la precariedad en la que ha vivido. Le explica a Juan Luis que lo del secuestro fue “una locura”, que al final sus compinches lo traicionaron y trataron de matar, y que esa experiencia lo cambió (99). Juan Luis, al ver que tiene ante sí a otro ser vulnerable y herido, de repente siente desvanecer su deseo de venganza y sale del encuentro con una sensación de melancolía, pero también de redención, de que ya «todo estaba bien» (122). Pero en realidad todo fue una farsa, ya que en el fondo la Coneja seguía albergando tendencias violentas y malévolas.

El cojo bueno se inscribe dentro de la tradición del género negro. Pero lo que le interesa, más allá de la maquinaria de impunidad y violencia, es el misterio del bien y del mal, de lo que significan en un mundo caído, en el que una víctima de secuestro puede convertirse en el asesino de su victimario, y en el que su secuestrador está sujeto a un sistema económico que lo victimiza y que solo beneficia a unos pocos, como es el caso de Juan Luis, hijo de un empresario rico. La novela presenta el bien y el mal no como categorías fijas sino como fuerzas agonales, en movimiento constante. Entre Juan Luis y la Coneja se desarrolla un conflicto más primitivo y arcaico que la división víctima/victimario, o justicia/injusticia. Son antagonistas, pero tienen en común el sufrimiento —tanto físico como existencial— y el hecho de que están envueltos en una red de culpabilidad. Lo de ellos no es una cuestión de quién representa el bien o el mal, sino de cómo sobrellevan, vil o noblemente, las circunstancias en las que se encuentran. Es algo que antecede y a la vez sobrepasa los parámetros de la legalidad y la moralidad.

El cojo bueno guarda y esboza lo que Rey Rosa ha descrito como una «extraña tesis del perdón» (Imitación 9). Desde su título, la novela sugiere que la bondad, o por lo menos una versión mutilada de la bondad, sigue siendo posible en circunstancias que conducen a lo contrario. Al reconocer la humanidad de su secuestrador y superar el deseo de venganza, Juan Luis no solo resiste las fuerzas del mal que quieren corromperlo, sino que también logra mitigar, por lo menos por un momento, el sufrimiento y antagonismo que prevalece en su sociedad.[7] A través de su gesto de «perdón», Juan Luis rompe el ciclo de violencia que lo tenía aprisionado y se entrega voluntariamente a un propósito que no es suyo o de un interés egoísta de autoconservación. Lo que para la Coneja parecía ser una cobardía de Juan Luis resulta ser, en este sentido, un acto heroico. Y, sin embargo, hay que reconocer que ese gesto de perdón, en el fondo, no es más que una pequeña victoria dentro de un contexto de derrota, ya que el sistema de impunidad sigue intacto, y las fuerzas del mal siguen vigentes. Lo que la novela plantea, entonces —o más bien, lo que intenta rescatar de una sociedad sin mythos— es un tipo de heroísmo que se define no por el triunfo o la asertividad sino por la melancolía y la vulnerabilidad, un heroísmo que en vez de elevarse soberanamente sobre las fuerzas agonales que definen la vida, se deja marcar por ellas.

Profecía y revolución

Rey Rosa comenta que en sus novelas centradas en Guatemala —Caballeriza, El cojo bueno, Que me maten si… y Piedras encantadas— «puede verse el carácter cíclico y cerrado que tiene todavía la historia social de una ex colonia española ya en plena era cibernética» (Imitación 10). Esta visión se vuelve aún más palpable en El país de Toó (2018), una novela que se inspira en el reciente renacer de luchas sociales que algunos han bautizado como «la primavera chapina». En los últimos años, movimientos activistas y populares han logrado éxitos notables frente a las fuerzas de corrupción y colonización que por siglos han definido la historia de Guatemala: ha habido reformas judiciales en contra de la impunidad y la violencia, se han logrado persecuciones de militares genocidas y empresarios criminales, se han hecho algunas reparaciones para víctimas y sobrevivientes del conflicto armado, y se han desmantelado varias estructuras políticas corruptas, como el famoso caso de «La Línea», el sindicato de defraudación aduanera encabezado por altos funcionarios (entre ellos el expresidente Otto Pérez Molina) cuyo descubrimiento en el 2015 desató olas de protestas masivas. Este despertar de las fuerzas populares —de lo que algunos han descrito como la Guatemala «profunda»— se ha dado también en comunidades indígenas que han sufrido las depredaciones de la industria extractiva y que se han movilizado para proteger sus tierras.

La lucha ha sido cuesta arriba y se ha llevado a cabo no solo en tribunales y plazas públicas sino también en condiciones que siguen siendo de colonialismo y de guerra: la explotación minera que ha penetrado en tierras indígenas, por ejemplo, ha sido controlada por compañías extranjeras; las protestas que esto ha suscitado se han vuelto violentas y han sido suprimidas por fuerzas militares (como sucedió en el 2013, cuando se declararon varios «estados de sitio» en las provincias de Jalapa y Santa Rosa); y en plena época de «paz» y «democracia», decenas de activistas, periodistas y sindicalistas han sido asesinados y torturados por motivos políticos. No cabe duda: la posguerra, como explica el periodista Jon Lee Anderson, «no estableció la paz, sino más bien una especie de guerra nueva» (10).

El país de Toó se inspira en todo esto. La novela describe el conflicto entre una comunidad maya que sigue rigiéndose por un sistema ancestral de organización social en el territorio montañoso y apartado de Toó, y las empresas mineras extranjeras que con el apoyo del gobierno pretenden explotar ese territorio. En este conflicto se entrelazan los destinos de tres personajes: un empresario implicado en un caso de corrupción masiva dirigida por altos funcionarios, un activista cuyas labores han contribuido al triunfo de las marchas masivas de protesta y lo han convertido en blanco de conspiraciones asesinas, y un guardaespaldas y matón conocido como «el Cobra» que se mueve entre el mundo del empresario y el del activista y que termina integrándose a la lucha de los mayas contra la explotación de su tierra.

El mundo narrativo de El país de Toó es de conspiraciones, intrigas y acontecimientos políticos. Pero detrás de todo ello rige un cosmos maya. Este trasfondo se revela con la condena a prisión de un expresidente corrupto y asesino. Para la cultura ladina, el acontecimiento genera un cierto escepticismo, de que a fin de cuentas «nada cambiaba». Pero para los mayas esa condena marca la inauguración del Oxlajuj Baktún (21 de diciembre del 2012), fecha que según la concepción maya del tiempo da inicio a una nueva época en la historia de la humanidad, y particularmente de los pueblos mayas (183, 298). En Toó, las protestas contra las empresas mineras representan un resurgir de fuerzas indígenas milenarias: son la continuación de luchas ancestrales que aún no han terminado y que siguen siendo violentas. «Ante la matanza, las comunidades respondemos con solidaridad», declara una mujer maya en un velorio para víctimas de la represión militar. «Respondemos con el Kastajinem, con el despertar, porque aún en medio de la muerte y el dolor no perdemos el poder para organizar lo bello» (255). En ese mismo velorio, un líder maya enfatiza el hecho de que se vive dentro de una continuidad histórica: «Hace dos siglos nuestros abuelos lucharon… y por eso los mataron. Por motivos parecidos mataron hoy a nuestros compañeros, nuestros hermanos» (253).

Para la comunidad de Toó, los sueños ancestrales de justicia social ejercen un poder sobre el presente que se extiende más allá del ámbito maya. El hecho de que el Cobra, un ladino, experimenta un renacer espiritual y regresa a Toó, ya no como empleado de un empresario rico y corrupto sino como aliado de la comunidad maya, es parte de un destino mucho más totalizador: es una realización de la profecía del Chilam Balam, de que «el katún de las traiciones» —la época del expolio y la corrupción— llegará a su final, y los «caciques zorros» —«maleficio de los pueblos»— caerán del poder. El hecho de que la novela se encuadra dentro del Chilam Balam le confiere un carácter metafísico a los acontecimientos que describe, especialmente cuando el texto maya anuncia que «si se ahorcara al gobernador de esta tierra, sería el fin de la miseria de los hombres mayas. Y se aligeraría la venida de los Paymiles [poderosos señores míticos], para que todo tomara su recto camino» (227).[8] Esta profecía convierte los acontecimientos políticos de la novela en algo mucho más majestuoso que un simple devenir de sucesos: los convierte en un proceso de consumación. Aquí, el tiempo «homogéneo y vacío» de la modernidad, para usar el lenguaje de Walter Benjamin, cede a una concepción mesiánica y redentora del tiempo.[9]

Conclusión

Las novelas de Rey Rosa se construyen a partir de lo existente y sus potencialidades. Buscan en la experiencia centroamericana una dimensión que la modernidad neoliberal ha sido incapaz de reconocer o valorar. El filósofo alemán Peter Sloterdijk ha observado que «nuestra modernidad, carente de impulso, sabe, efectivamente, “pensar de manera histórica”, pero hace tiempo que duda de vivir en una historia coherente» (15). Indudablemente, las ciencias sociales y la investigación forense han esclarecido con mayor precisión la historia social de Centroamérica. Pero ese esclarecimiento, ese conocimiento especializado, no ha logrado cuajarse como patrimonio colectivo, como algo que conmueva o inspire un sentido de orientación y propósito. La sociedad de posguerra se ha absuelto de su propia historia al definirse como una época «post». Se ha desvinculado de los sueños utópicos de revolución que aún quedan por realizarse, así como de los sufrimientos y sacrificios que aún quedan por redimirse.

Frente a una cultura que se ha reconciliado con la idea de que la guerra y sus atrocidades son cosa del pasado y que la obligación del presente es simplemente prevenir que se repitan, frente esta cultura del Nunca Más, El país de Toó nos hace ver que en Guatemala se vive dentro de un Todavía. Y frente a los dictámenes y las teorías asépticas de las ciencias sociales que han excluido de nuestra visión los misterios de la experiencia humana, El cojo bueno y El material humano reviven la posibilidad del heroísmo y del destino. Un periodista, viendo cómo en Guatemala se ha ido apagando la llama de la esperanza, ha llegado a la conclusión de que la primavera chapina «dejó pocas flores» (Calderón). Evidentemente, Guatemala, como el resto de Centroamérica, sigue atrapada en un ciclo de ilusión y desilusión, de optimismo y pesimismo. La obra de Rey Rosa plantea una visión que rompe con esto. Lo que busca es despertar una disposición afectiva dialéctica, que podríamos describir como una forma de esperanza que no se ciega ante lo trágico y oscuro, un sentido de pertenencia —a un destino, a un propósito— que no se deshace ante la adversidad o la derrota, y un tipo de asombro que nace de una visión enriquecida de la realidad. Es cierto que en nuestra época agnóstica la literatura se ha convertido en mercancía de consumo, pero a veces, como en el caso de Rey Rosa, nos puede ofrecer un «algo más».

[1] La percepción de que la época de paz ha sido «peor que la guerra» ha sido estudiada en el contexto de El Salvador por Ellen Moodie, El Salvador in the Aftermath of Peace.

[2] Arturo Arias explica que en la posguerra: «Unos pocos autores consiguieron convertir sus productos en mercancía exótica validada en el espacio transnacional o post-nacional, ideal para ser consumido en los centros metropolitanos como una picante representación de frisson tropical» (17).

[3] Para un estudio de la «estética del cinismo» en la literatura centroamericana de posguerra, véase Cortez.

[4] «The real made more acute by an unreal» (Stevens 477). Traducción mía.

[5] Para un análisis de la metáfora del laberinto en relación a El material humano y la sociedad de posguerra, véase mi artículo «Rodrigo Rey Rosa’s El material humano and the Labyrinth of Postwar Guatemala».

[6] Cuando el archivo fue descubierto en el 2005, el ministro de gobernación en ese momento comentó: «¿Para qué perder el tiempo en ese montón de papeles viejos?» (citado en Doyle 19).

[7] Para un análisis de la cuestión ética en El cojo bueno en relación a la cultura de paz en Centroamérica, véase mi artículo «The Ethical Question in Postwar Central America and the Mutilated Good in Rodrigo Rey Rosa’s El cojo bueno».

[8] Los Paymiles (en otras traducciones: los Uaymiles, hombres de Uaymil) eran poderosos señores mítico-históricos de la península de Yucatán. La profecía proviene del «Libro del vaticinio de los trece Katunes» del Chilam Balam de Chumayel.

[9] Para un estudio sobre cómo en la cultura maya, y particularmente en su literatura contemporánea, se entretejen el cosmos y la historia, la espiritualidad y la escritura, véase el libro de Gloria Chacón, Indigenous Cosmolectics: Kab’awil and the Making of Maya and Zapotec Literatures.

Referencias

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Benjamin, Walter. «On the Concept of History». Selected Writings, Volume 4, 1938–1940, editado por Howard Eiland y Michael W. Jennings, traducido por Harry Zohn, Belknap Press of Harvard UP, 2006, pp. 389–400.

Buiza, Nanci. «The Ethical Question in Postwar Central America and the Mutilated Good in Rodrigo Rey Rosa’s El cojo bueno». Journal of Latin American Cultural Studies, vol. 27, núm. 1, 2018, pp. 97–114.

—. «Rodrigo Rey Rosa’s El material humano and the Labyrinth of Postwar Guatemala: On Ethics, Truth, and Justice». A Contracorriente, vol. 14, núm. 1, 2016, pp. 58–79.

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Chacón, Gloria Elizabeth. Indigenous Cosmolectics: Kab’awil and the Making of Maya and Zapotec Literatures. U of North Carolina P, 2018.

Cortez, Beatriz. Estética del cinismo: pasión y desencanto en la literatura centroamericana de posguerra. F&G Editores, 2009.

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Kolakowski, Leszek. Modernity on Endless Trial. U of Chicago P, 1990.

Moodie, Ellen. El Salvador in the Aftermath of Peace: Crime, Uncertainty, and the Transition to Democracy. U of Pennsylvania P, 2010.

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—. El material humano. Editorial Anagrama, 2009.

—. El país de Toó. Alfaguara, 2018.

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