Horacio Castellanos Moya: «El engranaje quiere controlar hasta el más ínfimo de nuestros actos»

Luis Martín-Estudillo

La obra de Horacio Castellanos Moya, según los autores de un estudio reciente sobre la misma, «es un referente crucial no sólo para imaginar el pasado y el presente centroamericano, sino para examinar las implicaciones políticas que derivan de la escritura literaria en español en la era neoliberal». Nacido en Honduras en 1957, aunque salvadoreño de nacionalidad, Castellanos Moya ha llevado a cabo en más de una docena de libros de ficción una concienzuda vivisección de la agitación política de la parte del mundo en la que se crio, cuya historia ha ocupado siempre un lugar central en su escritura. Emplazados frente a ese fondo de conflicto insuficientemente conocido, el mal y las debilidades humanas se encarnan en sus páginas en personajes memorables a los que vemos aparecer reiteradamente en distintas entregas de lo que constituye una obra compacta, penetrante, e irreductible a las hormas de lo fácilmente digerible. Tras pasar largos periodos en México y etapas más breves en Canadá, Alemania, España y Japón, compaginando la escritura de narrativa con el ensayo y el periodismo, su periplo vital le ha conducido hasta los Estados Unidos, donde actualmente es profesor en la Universidad de Iowa. En su seno fundó esta revista, uno de cuyos codirectores, Luis Martín-Estudillo, lo entrevistó a lo largo de octubre de 2018.

En San Salvador, en 1978, con el escritor Róger Lindo e Irma Lagos, desaparecida por los militares en julio de 1980.

Horacio, has vivido buena parte de tu vida fuera de El Salvador; desde que empezaste a publicar ficción, has pasado más tiempo lejos de ese país que en él, si no me equivoco. Pero tu narrativa sigue apegada al mismo, a su historia. ¿Consideras esa distancia beneficiosa para tu escritura? Si es así, ¿qué inconvenientes presenta?

HCM: La distancia posibilita la perspectiva, el distanciamiento, la mirada desde diferentes ángulos; permite tener otro tempo, fuera de la velocidad de lo circundante e inmediato; abre mayores márgenes para la imaginación y afila el sentido crítico desvinculado de los grupos de interés locales. Ciertamente mi narrativa sigue apegada a la historia (¿quién puede escapar de la historia?, se preguntaba Cioran), pero la distancia relativiza la historia, y también me hace inmune a las asfixiantes demandas del presente o de la llamada “actualidad nacional”. Todo eso es beneficioso para mi escritura de ficción. El poeta polaco Czeslaw Milosz decía que su principal problema como poeta en el exilio –vivió muchos años en Berkeley, bastante aislado– estaba relacionado con el lenguaje, que perdía frescura, vivacidad, por la falta de contacto con el medio en el que vibra y muta como algo viviente. Ese es un problema que se acentúa para los escritores cuya lengua es minoritaria, constreñida a su uso en un solo país. Los que escribimos en la lengua castellana tenemos más opciones. Yo viví trece años en México, por ejemplo; era forastero en los giros y el acento, pero la fuerza nutriente de la lengua era la mía.

Más allá de esas consideraciones estéticas, ¿qué ha supuesto para ti vivir en el extranjero, especialmente en países donde el español no era la lengua mayoritaria y el extrañamiento sería por tanto más acusado? Supongo que habría que retrotraerse a tu temprana experiencia canadiense. ¿Te marcó de alguna manera?

HCM: Claro, el hecho de estar en medio de otra lengua, de otra cultura, marca. Tenía quince años la primera vez que salí de Centroamérica: pasé los tres meses de vacaciones (el verano austral) en la zona de la bahía de San Francisco, en casa de unos parientes. Corría el final del año 1972, la época del hipismo estaba tocando a su fin y comenzaba a establecerse el movimiento gay. Tenía un primo de diecinueve años y una de veintiuno que me metieron de cabeza en aquella época tumultuosa: iba con ellos a conciertos de blues y rock en Winterland, el Oakland Coliseum; a eventos culturales en Berkeley. Para un adolescente que venía de un colegio privado marista en una ciudad represiva y provinciana como San Salvador esa experiencia fue como salir de la cárcel. Años más tarde, en 1979, me fui a Toronto. Conté mi llegada a esa ciudad en un texto publicado en la antología titulada Con la sangre despierta (Sexto Piso, México, 2010). En ambos casos, estaba ante la lengua inglesa y la cultura anglosajona, que no me eran completamente extrañas en Centroamérica. La más profunda distancia la sentí en mi edad adulta, cuando viví dos años en Frankfurt y seis meses en Tokio. Entre más te alejas de tu lengua y tu cultura, más aprendes a valorarlas, percibes mejor tu lugar en el mundo.

¿En qué circunstancias te abordó por primera vez el demonio de la escritura?

HCM:  Eso tuvo que haber sido cuando yo tenía diecisiete o dieciocho años. No fui un lector o un escritor precoz, de esos que garabatean sus primeras composiciones cuando están en la primaria o la secundaria. Incluso en el bachillerato (equivalente al high school) me escapaba cada vez que podía de las clases de literatura, que impartía un viejo religioso marista español llamado Hermano León, gracias a quien durante varios años tuve animadversión hacia la literatura española. Mi sueño era ser músico de rock progresivo, un guitarrista virtuoso como Jimmy Page, Steve Howe o John McLaughlin. Y por supuesto estudiaba guitarra clásica, con un discípulo del gran guitarrista y compositor paraguayo Mangoré, quien vivió sus últimos años y murió en El Salvador. Pronto hubo un amigo con las mismas inclinaciones y formamos un grupo y empezamos a componer: él hacía la música y yo las letras. De esa manera, en busca de inspiración, encontré una edición de Visor con las letras de las canciones de Bob Dylan, luego una antología de Walt Whitman y me di cuenta de que había una poesía muy alejada de la que nos enseñaba el Hermano León, una poesía con una libertad que le permitía decir cosas similares a las que nosotros queríamos decir. Y así comencé a leer compulsivamente. Pronto descubrí, además, que era sordo musicalmente, que no podía convertir mis pensamientos y emociones en sonidos. Vendí mi guitarra, una Suzuki muy querida, y me compré una máquina de escribir. Entonces me atrapó el demonio de la escritura: escribí decenas y decenas de poemas, que por suerte metí en una tina grande de metal, los rocié con gas y les prendí fuego antes de irme a Canadá. Sólo se salvó una pequeña plaquette que publiqué en 1977 y de la que no quedan huellas.

¿Te refieres a “El Hatillo”? De ese poemario has escrito —en Cuaderno de Tokio— que en él ya estaba, de una forma primitiva, lo que habría de ser tu literatura. ¿Cómo se prefiguraba ahí?

HCM: No, “El Hatillo” nunca fue publicado en forma de libro. Mi amigo, el poeta Miguel Huezo Mixco, publicó algunos poemas en la página literaria que dirigía en el vespertino Diario El Mundo de El Salvador. Eso tuvo que ser allá por 1976; yo aún no cumplía veinte años. Fue la primera vez que apareció obra literaria de mi autoría en letra de imprenta. Pero no quedó nada más que esa publicación (probablemente empolvada en alguna hemeroteca); yo no conservo copia. El Hatillo es el nombre de una zona en la cumbre de la montaña junto a Tegucigalpa, donde mis abuelos maternos tenían su casa y una propiedad que incluía un hermoso bosque de pinos con bordes rocosos y nubes rasantes desde donde se divisaba el valle de Olancho. Es el escenario de la tercera parte de Desmoronamiento (2006). Al final de mi infancia y en mi adolescencia, yo pasaba al menos tres meses al año en ese lugar, recorriendo sus veredas, fuera de mi ruidosa cotidianidad urbana clase-mediera en San Salvador. Dos familias, dos ideas políticas, dos países, dos realidades confrontadas, en pugna, y yo pasando de una a otra. De ahí procede quizá el desgarramiento que genera la obra. La plaquette era otra cosa.

¿Conservas juvenilia de ficción sin publicar? ¿De qué trataban tus primeros intentos narrativos? ¿Cómo aprendiste a lidiar con ese género, después de esa inicial aproximación a la poesía?

HCM: Hice un par de intentos novelísticos antes de escribir mi primera novela, La diáspora (1989), que acaba de publicar, en una versión corregida y por primera vez fuera de El Salvador, Literaturas Random House. Hasta donde recuerdo, el primer intento quedó abortado y no creo que haya rastros que me inculpen; del segundo intento, que sí terminé, debe quedar una copia en alguna de las cajas que son mi archivo. Era una novelita ingenua que escribí en 1981 en San José de Costa Rica, ambientada en alta mar, que sucede en 1931 y es contada por el capitán de un barco de cabotaje que llevaba abordo a un preso político (Farabundo Martí), desde el Puerto La Libertad en El Salvador hasta el Puerto San José, en California. Una idea interesante, malograda literariamente. En cuanto a cómo aprendí a lidiar con el género, cómo fue el tránsito de la poesía a la novela, te podría parafrasear lo que dice Faulkner en su entrevista con el París Review: la poesía es el género más difícil, y es lógico que quien escribe malos poemas, y tiene conciencia de ello, pase al cuento y luego a la novela. Podría agregar que a mí me fue abandonando la poesía a medida que iba escribiendo cuentos, y que no hubo una ruptura dolorosa.

¿En qué momento consideraste por vez primera dedicarte profesionalmente a la escritura? ¿Cabía esa opción en el ambiente en el que te movías de (más) joven?

HCM: Pensar eso era descabellado. La idea del escritor profesional –aquel que vive de sus regalías, de la venta de sus libros– imperante en los países ricos es improcedente en Latinoamérica, con muy pocas excepciones. El mercado es reducido y balcanizado. El escritor buscará un ingreso fijo a través de empleos como catedrático, periodista, diplomático, publicista, etcétera. Desde muy joven tuve que ganarme la vida como periodista, en un mercado de trabajo inestable. Escribí mis libros en periodos muy precisos, entre un empleo y otro, temporadas en las que lograba sobrevivir con ahorros. Nunca pude ejercer el periodismo y escribir ficción al mismo tiempo, o una cosa u otra, quizás a causa de mi temperamento obsesivo. Me pasa lo mismo con la enseñanza: me es casi imposible escribir mientras doy clases. La escritura de ficción me abduce, y cuando pongo punto final a una novela seguramente tengo en el rostro la expresión de quien acaba de ser dejado en libertad luego de una abducción.

¿Y qué ha aprendido el novelista del periodista y del profesor?

HCM: En 1978, a mis veinte años, tuve mi primer trabajo como periodista en San Salvador en una revista comercial, versión salvadoreña de la TV Guide estadounidense. En el directorio aparecía con el pomposo cargo de “jefe de redacción”, pero en realidad me dedicaba a escribir sinopsis de películas y a entrevistar deportistas y reinas de belleza. De ahí en adelante siguieron numerosos empleos en México, Guatemala y El Salvador, hasta que, veintiséis años más tarde, en 2004, un golpe del destino me sacó de ese oficio. ¿Qué aprendió el novelista?  El escritor saquea la vida que le toca vivir, entra a saco en sus experiencias y las del mundo que lo rodea para robar lo que pueda y con ello construir sus ficciones. No conozco otro modo. Y lo mismo se podría aplicar a mi etapa como profesor. La literatura es una forma de conocimiento. Y para el escritor, sin importar la profesión que ejerza para ganarse la vida, cada evento, cada experiencia, es una oportunidad de profundizar en su conocimiento del ser humano, un estímulo para su imaginación.

¿Cuál fue ese golpe del destino?

HCM: A finales de 2001, en la Ciudad de México, renuncié a mi empleo como coordinador de información de un periódico nacional. Presiones de la Presidencia de República obligaron a la dimisión del director, de quien yo era hombre de confianza. Tenía dos años de no escribir una línea de literatura, dedicado en cuerpo y alma al periodismo, a la fundación y puesta de marcha de ese diario. La liquidación fue generosa y pude dedicarme a escribir a tiempo completo mi novela hasta entonces más ambiciosa, Donde no estén ustedes (2003), que pasó sin pena ni gloria. Al terminar esa obra, con mis ahorros languideciendo, comencé a tocar puertas en el mercado laboral periodístico mexicano, pero para mí estaban cerradas. Un amigo francés, Philippe Ollé-Laprunne, me propuso que aplicara a un programa europeo de residencias para escritores con problemas políticos en sus países de origen, tal como era mi caso, luego de recibir amenazas de muerte en El Salvador por la publicación de El asco. Hice la aplicación sin mayor expectativa, pues el mismo Philippe me advirtió que el proceso de aprobación (o rechazo) podía tardar muchos meses, y lo que yo necesitaba era un empleo inmediato. Toqué otras puertas. Con los últimos cien dólares, a principio del 2003, tomé un autobús desde la Ciudad de México hasta la Ciudad de Guatemala, donde me habían ofrecido ser editor político de un periódico opositor y donde un grupo de amigos me dieron su apoyo para sobrevivir las primeras semanas. Pasé los siguiente quince meses sumido en la información de la cloaca política guatemalteca, en un periódico en el que su director había sufrido atentados mortales y era custodiado por media docena de guardaespaldas, donde en un par de ocasiones fuimos sitiados en las instalaciones por las hordas armadas progubernamentales. Entonces, cuando no lo esperaba, llegó el email en el que me informaban que había sido aceptada mi solicitud a la residencia, que podría pasar los siguientes dos años escribiendo mis novelas en Europa. Ese fue el golpe del destino o de suerte.

¿Cómo compaginas la escritura de ficción con esas otras actividades profesionales? ¿Necesitas dedicarte exclusivamente a la redacción durante una etapa (en esta época como docente, durante los periodos sin clases)?

HCM: Ahora escribo en los períodos en que no doy clases; cuando las doy, tomo notas y corrijo.

¿De qué manera afrontas la escritura, en términos prácticos? 

En mi caso no hay fórmula. Ciertamente la creación necesita ocio, silencio interior para poder escuchar lo que suena dentro de uno. Pero la escritura depende de las circunstancias y de lo que exigen los libros. Hay novelas que las he escrito de un tirón, en pocas semanas, sin hacer otra cosa, como si estuviese atragantado con la historia y tuviese que vomitarla. Las novelas largas exigen una disciplina más rutinaria, una administración de las energías, en mi caso una escritura sistemática todas las mañanas entre 7 y 11. Me gusta la comparación de la escritura con el atletismo: unas obras se escriben como se corren los 100 o 200 metros planos, un puro sprint; otras se parecen al maratón, donde la administración de las fuerzas para el largo plazo es lo importante.

Con el entonces Diputado por Partido Verde alemán, Daniel Cohn-Bendit, en la Feria Internacional del Libro de Frankfurt, 2004.

Da la impresión de que has dejado de lado el cuento. ¿Ha dejado de motivarte como forma narrativa?

HCM: Ciertamente he escrito muy pocos cuentos en los últimos años. El género me sigue pareciendo igual de fascinante, pero quizá por razones de tiempo, de energía y concentración en la novela, el cuento me visita poco.

¿Y el diario o el dietario? Cuaderno de Tokio tiene una fuerza muy particular. Son varios los lectores que me han comentado que quedaron fascinados por ese texto y están deseando que ofrezcas otras incursiones en ese género; me sumo a ellos. ¿Las habrá, o ese breve libro fue el producto puntual de una estancia en un contexto tan ajeno a ti como Japón?

HCM: He llevado cuadernos de apuntes en los últimos veinte años. No de manera regular, diaria, sino en algunos periodos. Me parece que regreso a los apuntes cuando estoy seco en la narrativa. Si estoy trabajando en una novela, por lo general el cuaderno de apuntes queda engavetado. No se trata de que lleve un diario, en el que cuente las anécdotas del día. Eso lo hago muy poco. Me gusta más el trazo sobre la auto observación, la reflexión, las percepciones fuera de lo común. Me animé a publicar Cuaderno de Tokio porque el hecho de que esos apuntes hayan sido escritos en un espacio y cultura tan radicalmente distintos me facilitó agruparlos. Posiblemente en un futuro mediato me anime a publicar otra colección de apuntes que he ido espulgando de los cuadernos.

Uno de los personajes de tu última novela, Moronga, afirma que «tanta obsesión por el pasado no era lo mío». ¿Hasta qué punto es lo tuyo?

HCM: A medida que envejezco me descubro hurgando más en mi pasado, tratando de recuperar lo olvidado, lo perdido, para tratar de explicarme a mí mismo por qué soy como soy. No tengo la misma obsesión con el tiempo como historia de la sociedad a la que pertenezco, aunque sí padezco accesos de fijación con ciertos hechos, períodos, personajes. El tiempo es la materia maleable con la que trabaja el escritor, es el tirano del hombre, como decía Shakespeare. Y por lo mismo, un permanente motivo de reflexión.

Rastrear archivos —más allá del personal, de la memoria— es algo que has hecho recientemente para contar la historia de Roque Dalton, y es una actividad que aparece en Moronga. ¿Tiene más peso ahora el proceso de documentación que en etapas anteriores? 

HCM: El proceso de documentación depende de la novela. Cuando más me he documentado ha sido antes de la escritura de Desmoronamiento y Tirana memoria. La razón es sencilla: esas novelas suceden en tiempos pretéritos de los que yo no tengo memoria o la memoria que tengo es escasa. Para las novelas que suceden en tiempos actuales no tengo necesidad de documentarme tanto, echo mano a la memoria de lo que he escuchado, de lo que he visto, de lo que he leído, experiencias mías o de gente cercana, para arrancar de ahí a crear personajes, tramas y escenarios en los que sucede la acción. Lo de Dalton en Moronga es un poco de carambola. Desde hace varios años he ido juntando información sobre su vida y su muerte para un libro de no ficción. Pero ese proyecto ha quedado por lo pronto en el limbo.

Hay dos pulsiones que atraviesan tu ficción: la violencia y –en menor medida– el deseo. Los dos tienen un tratamiento muy delicado que, en mi opinión, tú manejas con maestría. ¿Qué desafíos te plantea cada uno?

HCM: La violencia es innata al ser humano; la civilización es un proceso que busca controlarla, someterla a un orden, darle otras salidas. Procedo de una parte del planeta donde la violencia aún se le escapa de las manos al proceso civilizatorio, y el homicidio –como máxima expresión de ese fenómeno– campea a sus anchas. El desafío para mí, como escritor de ficciones, consiste en conseguir la mayor limpidez en la trama y en los personajes, en que nada sea gratuito ni responda a propósitos ajenos a la historia que estoy escribiendo. La violencia per se no es un objetivo de mis ficciones, sino calar en el corazón del ser humano donde se cuecen las pasiones que la generan y calar también en la sociedad que las propicia y tolera. En cuanto al deseo, al deseo carnal, al deseo de posesión amorosa, el desafío es el mismo: que nada sea gratuito, fácil, esperado, sino conseguir alumbrar las partes oscuras de los personajes. Me parece que el sexo es el terreno en el que el ser humano tiene las mayores fantasías sobre sí mismo, sobre su amor propio, sobre su supuesto poder. A mis personajes esta fantasía se les resquebraja.

Entonces, ¿podría decirse que lo que te interesa, en última instancia, es explorar el poder? La lucha abierta por el mismo, sus manifestaciones en ámbitos que no son abiertamente políticos… ¿Lo ves así?

HCM: ¿Explorar el poder? Claro, la escritura de ficción conlleva una reflexión –en sus dos acepciones– sobre el poder. La cuestión del poder es central al ser humano; se expresa en la pareja, la familia, la amistad, la comunidad, las instituciones, las naciones. No hay relación social sin relación de poder, y esa relación se rige por normas establecidas por los mismos hombres; a veces esas normas explotan, vuelan por los aires. La literatura puede explorar ambas situaciones.

En esa línea, ¿qué opinión te merece ese postulado de que nada escapa a lo político, incluida la vida íntima? Tu literatura podría leerse como una reafirmación de ello, pero también de lo contrario.

HCM: Terreno escabroso. Supongo que todo depende de la definición de ¨lo político”. Los personajes pueden tener muy presente una idea política del mundo o ser nada más piezas del engranaje. Un torturador como el Vikingo, en La sirvienta y el luchador, no funciona a partir de una idea política, sino a partir de su necesidad de pertenencia, sobrevivencia y placer en un mundo regido por la crueldad. Todos somos piezas del engranaje –seamos conscientes de ello o no– y el engranaje quiere controlar hasta el más ínfimo de nuestros actos. Pero los personajes se mueven más a partir de las pasiones y emociones básicas del ser humano. Por ejemplo, Zeledón, en Moronga, tiene un pasado de exguerrillero y la marca del fracasado, pero el eje de sus actos es la culpa.

En tu ficción, esa violencia se inscribe mayoritariamente en el marco de un conflicto del tipo llamado “civil” (aunque poco tenga de ello), de una guerra entre compatriotas. ¿Se oponen estos contendientes por sus diferencias, o precisamente porque en el fondo se parecen demasiado, porque desean lo mismo?

HCM: No creo que en este tema El Salvador sea muy distinto de otras naciones. Existe una especie de ley de los polos opuestos que rige el acontecer político-social y quizá nuestra vida interna como individuos. Hubo un régimen militar (una dictadura corporativa de la institución castrense) que se instaló a finales 1931 y colapsó medio siglo más tarde, en 1981. Ese colapso llevó a la guerra civil de una década en la que no hubo un vencedor militar, sino un final negociado entre el ejército guerrillero y el ejército gubernamental. A partir de 1992, esos dos polos conviven democráticamente como fuerzas políticas, en medio de un charco de violencia criminal. Esa es la explicación histórica, muy esquemática, por cierto. Pero sirve como telón de fondo a mis novelas, que por medio de diversas tramas y personajes evidencian que los dos polos o contendientes se parecen demasiado.

San Salvador, mayo de 1989. Con un grupo de escritores momentos antes recibir el Premio Nacional de Novela de la Universidad Centroamericana (UCA), por su primera novela, La diáspora.

Abundan, una vez más, los negros augurios acerca del futuro de la novela. Unos afirman que, apeada por el entretenimiento digital, va a ir quedando relegada a una forma artística tan minoritaria como la pintura de caballete. Otros sostienen que la fuerza de una moral pública cada vez menos tolerante con todo discurso transgresor permeará la conciencia de los creadores, llevándolos a la autocensura y anulando el poder de la narrativa como emplazamiento de resistencias y desafíos. ¿Cómo ves tú la situación? ¿En qué ha cambiado desde que empezaste?  

HCM: El problema que mencionas no es exclusivo de la novela. La saturación de imágenes en una vida controlada por las pantallas, por las nuevas tecnologías de lo instantáneo, lleva a una reducción de la lectura. Es un problema complejo, trascendental, quizá de cambio civilizatorio, un fenómeno que me rebasa. Muy preocupante, claro, pero yo seguiré escribiendo lo que tenga que escribir, aunque sea para guardarlo en la gaveta. En cuanto a la atmósfera actual de prohibición e intolerancia, por supuesto que atemoriza al escritor, en especial a aquellos que escriben para complacer a su público y que deben adaptar sus obras a lo que pidan sus “seguidores”. Pero los mecanismos de la autocensura son variados, el mismo “mercado” funciona como uno de ellos. La ideología de la corrección política puede afectar tanto a la literatura como lo hizo el realismo socialista en la época soviética o el catolicismo luego de la contrarreforma. Las ideologías, sobre todo en su expresión extrema, siempre han querido someter y constreñir al espíritu libertario que se expresa en el arte y la literatura. No es nuevo: cambian las formas y los protagonistas a través de los siglos, no la mentalidad de la prohibición.

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