Héctor Abad Faciolince

ARTURO CAMACHO, HORACIO CASTELLANOS MOYA, CAMILA DE URIOSTE, ANA MERINO, LUIS MUÑOZ Y SABINA URRACA

 

LM: Hector Abad Faciolince en Lo que fue presente, su diario desde 1985 a 2006, afronta uno de los temas vertebradores del libro, intermitente pero principal: las dificultades de escribir, incluyendo a veces las imposibilidades de escribir, en una suerte de intensa paradoja porque lo resuelve escribiendo. Lo hace no solo superando, sino realizando extraordinaria literatura a partir de lo que identifica en un momento; me refiero, sobre todo, a las notas del diario de los años 80, en una expresión clara de modestia, sus grandes escollos literarios: la poca memoria y la poca fantasía. Lo cierto es que en este libro encarna en sus páginas la no necesidad de mucha memoria ni mucha fantasía para escribir en directo acerca del día a día. Al leerlo, por lo cristalino y lo hondo de sus anotaciones, se me venía todo el tiempo la imagen de pozos de agua natural. Me gustaría empezar preguntándole por las sensaciones que identifica como idóneas para ponerse a escribir. En un momento de Lo que fue presente, registra una de ellas, dice: “ahora siento esa sensación que me obliga a escribir: es una especie de tristeza excitada, una oscura nostalgia de algo que nadie ha escrito nunca, este como principio de borrachera, de delirio místico que no es inspiración sino concentración”.

HAF: Hay circunstancias muy raras que a mí me favorecen ese estado de ánimo. Una, por ejemplo, es estar en un país donde no entiendo nada de lo que dicen. Aquí [en Iowa city] más o menos entiendo, aunque mi inglés es limitado. Pero estar en Alemania o en Japón o en un país donde las palabras son totalmente incomprensibles, donde la incomunicación es total, se me atragantan un montón de palabras en la cabeza y tengo que comunicarme de algún modo, sacar algo comprensible de mí mismo. Me empiezan a acosar palabras y palabras dentro del cráneo y entonces saco mi libretica y empiezo a ponerlas. Esa es una circunstancia muy favorable.

Como periodista, yo me he tenido que acostumbrar a escribir en cualquier parte: en un aeropuerto lleno de ruido, en un hotel que no conozco. El periodismo me ha enseñado cierta humildad del oficio, y es que yo sé que todos los viernes a las doce del día de Colombia, yo tengo que haber mandado cuatro mil caracteres con espacios. Todos mis artículos miden exactamente cuatro mil caracteres con espacios, como un imbécil me pongo a quitar comas, a cambiar una palabra larga por una palabra corta hasta llegar a cuatro mil caracteres con espacios. Eso digo que es humilde porque es algo que, salga bien o mal, tienes que publicar. Lo que importa, cuando uno tiene una columna de opinión, es el promedio de la calidad, pero muchas veces yo tengo que mandar algo con lo que no estoy de acuerdo, no me gusta, que sé que no he logrado dar lo mejor de mí. Con un libro es distinto, con un libro las editoriales aunque te dan una fecha, en realidad nunca se cumple. Ni ellos cumplen para publicar, ni uno cumple para entregar. A lo que tengo que llegar es a la satisfacción de que eso que estoy escribiendo, esa novela generalmente, ese libro largo, no me avergüence demasiado. En ese proceso ha habido muchos abortos, libros descartados, libros que están en el cajón, libros que no tiro a la basura pero que están ahí en un baúl.

Una de las dificultades mayores de la escritura es la incapacidad de saber si algo está bien o mal. Por eso los escritores —los que están empezando a escribir, y aunque uno tenga 63 años sigue siendo igual—, todos necesitamos que alguien nos diga cómo está eso, bien o mal. Somos inseguros, susceptibles.

¿Cuándo un poema es bueno? Si es un poema formal, al menos uno puede decir: bueno, cada endecasílabo efectivamente mide once sílabas, las rimas están bien, formalmente está bien; pero puede ser una mierda de poema.

AM: A lo mejor has descartado un poema que emocionalmente en un determinado momento te interesaba y que luego lo descartas porque emocionalmente ya no estás en ese sitio, pero el lector da otra lectura.

HAF: Sí, eso pasa, claro, y lo que más nos gusta a los escritores no es necesariamente lo mejor. El ejemplo clásico es que Cervantes pensaba que su obra maestra era el Persiles y bueno, Lope de Vega pensaba que el Quijote era una basura. No podemos confiar en nosotros ni confiar en los otros. Bueno, hay escritores que confían en ellos absolutamente, publican todo lo que se les ocurre, cualquier ocurrencia y piensan que es una obra maestra. Felices ellos, psicológicamente, pero infelices muchas veces los lectores que les toca leer a ver si eso vale la pena o no.

En ese proceso y en los diarios se ve muy claramente mi angustia que desde siempre es no saber si lo que estoy escribiendo vale la pena publicarlo o no, vale la pena ponerme a corregirlo o no. Que un libro tenga éxito de lectores, de ventas, eso le da a uno ánimos, pero no necesariamente demuestra nada, o que un libro fracase rotundamente tampoco demuestra nada. Cuando uno lleva tantos años escribiendo, cincuenta años porque empecé a escribir a los 13 años, sabe que ha fracasado muchas veces en la vida: ha mandado originales a las editoriales que no le han dicho nada que es lo peor, nunca te contestan, o te han dicho no, eso no, no hagas eso. Tuve la experiencia de que mi esposa me publicara un libro porque siete editoriales lo habían rechazado. Luego llega un momento de la vida, si a uno le va más o menos bien, en que las editoriales le reciben y le publican lo que sea; lo cual es un riesgo todavía mayor. Al final de la vida a García Márquez le publicaban los libros hasta con errores de ortografía porque nadie se atrevía a tocar las palabras del maestro y era casi triste. Hay muchos escritores que llegan a la vejez con un prestigio muy grande y no hay quien los proteja.

LM: ¿Quién sería tu primer lector?

HAF: Mis primeros lectores ya se murieron. Ese es un problema. Cuando uno pierde a sus primeros lectores, encontrar un sustituto es muy difícil. En general últimamente es mi esposa, con ella yo tengo una pequeña editorial sobre todo para nuevos autores. Tenemos una colección que se llama Opera prima y me parece que ella, sin ser una editora profesional, es una persona sencilla en la lectura, sin prejuicios, sin envidias. Que el lector sea un colega es muy arriesgado, porque puede ser muy bueno, pero cuando el lector es un escritor, alguien que se dedica a lo mismo que tú, se mezclan muchas cosas. Yo lo noto en la lectura de los libros de mis colegas. Tener un juicio tranquilo sobre un colega tuyo más o menos de tu edad, de tu generación, de tu misma lengua, es más complejo que leer a un escritor húngaro, que uno lee sin ningún prejuicio. Pero sí hay que tener a un primer lector que te diga, te oriente, te señale dónde te perdiste, dónde te fuiste por las ramas, dónde la voz cambió, dónde el ritmo es otro.

SU: Me ha gustado mucho lo que has contado de los poemas que cada vez que se re-edita ese poemario, tú lo editas: quitas algunos poemas, pones otros nuevos. A mí me interesa mucho la edición y la auto edición, no en el sentido de auto publicarse libros, sino la corrección de los propios textos y también los de otros. Siempre me parece que es un proceso que nunca termina. Yo nunca sé cómo parar y me gusta esta especie de neurosis de no terminar nunca un libro. ¿En qué momento dices: no me voy a editar más? O le dices a un editor: no me edites más. ¿Cómo llevas la corrección y la edición?

HAF: Es muy distinto en artículos de prensa, en novelas y en poesía. Por la poesía yo siento un infinito respeto, me parece que es el género literario más difícil, más delicado, que es el alcaloide de la literatura y donde más inseguro me siento. De hecho, la mayoría de mis novelas han sido antes un poema, surgen como un pequeño poema donde está encerrado lo que voy a contar. Por ejemplo, El olvido que seremos es un poema que se llama Memento. La oculta es un poema que está en los poemas que tienen que ver con el apego a la tierra. Hay un poema del cura, que no está en este libro, pero casi todo surge como poema.

Como mi inseguridad en la poesía llega a niveles extraordinarios, eso siempre lo estoy editando, debatiendo conmigo mismo, cambiando palabras, aumentando una sílaba, tratando de encontrar algo que sea más eufónico.

LM: Hay algo que cuentas en Lo que fue presente que es que cuando tenías problemas de ritmo, dividías la prosa en verso, trabajabas musicalmente los versos y luego volvías a deshacer los versos, ¿sigues haciéndolo?

HAF: Eso me pasó sobre todo con un librito que se llama Tratado culinario para mujeres tristes, que primero lo escribí en verso, en heptasílabos o en alejandrinos. Se me había metido en la cabeza ese ritmo, simplemente porque había leído una traducción del Arte de amar de Ovidio, que estaba traducido en alejandrinos. Cuando lo terminé dije: esto no lo va a leer nadie, es como un sonsonete un poco monótono.

Cioran decía que a él no le gustaba la poesía, así como no le gustaba el azúcar. O que le gustaba el azúcar, pero disuelto: a él le gustaba la poesía disuelta en prosa. Yo traté de disolver ese cubito de azúcar en prosa disimulando las artes más viejas de la poesía, del ritmo, de la acentuación, de la medida de las frases. Esa parte, que es muy bonita, sirve mucho para la memoria, pero que hoy en día tal vez suena un poco impostada.

LM: ¿Qué más puede aportar la poesía a la prosa y la prosa a la poesía?

HAF: La poesía a la prosa, muchísimo, lo que más leo es poesía. Si uno quiere escribir buena prosa en su propia lengua debe leer poetas en su propia lengua. No exactamente poetas traducidos, porque es otra cosa, a no ser que estén traducidos por otros poetas que hayan logrado cierta musicalidad. Algo tiene la poesía que está absolutamente ligado a nuestra memoria lingüística, al poder de las palabras de nuestra propia lengua.

La poesía te ayuda mucho a saber que no es lo mismo dónde colocas un adjetivo, que no es lo mismo una palabra esdrújula que una palabra aguda o una palabra grave. Que se puede decir la misma idea con dos frases distintas, pero hay una frase que se va a quedar metida en tu cabeza y hay otra frase que está mal hecha, y aunque tenga la misma idea, es una frase que no vale la pena y que no va a resonar en tu cabeza nunca. Es decir, uno puede contar lo mismo bien o mal, como alguien que cuenta un chiste bien o mal.

¿Y la narrativa qué le puede dar a la poesía? A mí me interesa la poesía narrativa, que cuenta algo. Creo que es un subgénero que puede ser agradable. Contar algo en un poema.

CU: ¿Tú ya sabes cómo termina la novela al empezar a escribir?, ¿solo estás buscando el camino para llegar ahí? O en este proceso de descubrir a los personajes se va construyendo la historia. ¿Eso cambia de una novela a otra?

HAF: Depende de la novela. Hay novelas que yo he empezado sin tener ni idea para dónde van. Sobre todo si parto de un personaje mucho más vagamente inspirado en la realidad. Por ejemplo, en Basura, que es un escritor fracasado, que publicó dos libros que no tuvieron ningún éxito pero que está vivo y sigue escribiendo. Los libros que compra y lee los tira a la basura y todo lo que escribe, lo escribe y lo tira a la basura. Yo no sabía dónde iba a dar y de hecho creo que no lo resuelvo bien en la novela.

Cuando escribí El olvido que seremos, yo sé que la novela se termina con el asesinato de mi papá y con el cura también lo tengo claro desde el principio.

LM: ¿Cuál es el momento más placentero en tu proceso?

HAF: Clarice Lispector decía que escribir sería muy fácil si no hubiera que usar palabras. Lo más difícil es encontrar esas palabras, la voz, el ritmo y el tono con que vas a escribir tu historia. Cuando yo siento que encontré ese ritmo y que lo puedo mantener en distintos capítulos, es un momento feliz. Pareciera que la escritura empieza a fluir y no es tan difícil porque ya encontraste las palabras y el tono con el que quieres contar esa historia específica. En el proceso a veces te pierdes, haces un viaje y vuelves y has perdido el tono. Estas interrupciones son muy graves. Pero como estoy muy metido, por eso hablo de mi novela, si estuviera empezando no hablaría. Ya sé bastante de mi personaje, ya lo que me dicen puede servirme pero no es tan influyente, no es tan grave.

SU: Con respecto a estos personajes que están basados en personajes reales, ¿hay algún tipo de conversación previa con estas personas, una negociación?

HAF: Eso es un lío enorme. De hecho tengo una novela de esas abortadas que se llama Antepasados futuros, que estaba basada en el padre de la madre de mis hijos, que era un escultor con cierto éxito que además empezó a decorarles las casas a los mafiosos de Medellín y en ese proceso se volvió narcotraficante. Era una historia familiar muy delicada y al hablar con mi exesposa y con la esposa del escultor narco, cuando yo ya había terminado la novela, me dijeron que no, que no podía contar esa historia, que esa era la historia de ellas, que eso era una infamia. Aunque tuviera otro nombre, otras circunstancias, y estuviera lleno de ficción, me dijeron: te tienes que atener a las consecuencias si llegas a hacerlo.

HCM: Tu hija ha hecho un documental sobre eso, ¿no?

HAF: Sí, hay mucha solidaridad familiar. Mi abuelo quería ser médico, empezó la carrera de medicina, pero se le murió el papá, mi bisabuelo, de tifo. Se tuvo que ocupar de una finca de café que tenían en Jericó. Como mi abuelo quería ser médico, aunque mi papá quería ser escritor, estudió medicina para realizar el sueño del abuelo. Como mi papá quería ser escritor, aunque yo hubiera querido ser científico, me dediqué a la escritura. Y como yo no pude escribir la novela de este señor, Daniela decidió que, por ser pariente suyo, su abuelo, ella sí podía contar la historia, por encima de lo que opinaran su mamá o su abuela. El documental de mi hija se llama The smiling Lombana. Este personaje se llamaba Tito Lombana. Ella cuenta la historia de este abuelo a quien ella no conoció, y a quien yo tampoco conocí porque cuando él se metió de mafioso y lo metieron a la cárcel en Estados Unidos, la madre de mis hijos dejó de hablarle a su padre para siempre. No nos lo presentó. Simplemente cuando él se estaba muriendo de un cáncer de próstata, yo le dije a mi esposa: yo quiero que antes de que se muera tu papá, mis hijos conozcan al abuelo.

HCM: ¿Estaba en la cárcel todavía?

HAF: No, estaba ya en casa. Yo los llevé y mi hija se acuerda que le dieron un sobre con mil dólares y que ella se compró una bicicleta. Eso es lo poco que recuerda de ese abuelo escultor narco. Era un personaje muy raro. De hecho, aunque no tenga nada que ver con el escritor de Basura, de él aprendí que compraba un libro, lo leía y lo tiraba a la basura. Era un tipo muy raro, raro hasta en eso. ¿Por qué no lo regalaba? No quería tener cosas, entonces todo lo tiraba.

CU: ¿Cómo trabajas la contradicción de los personajes?

HAF: En la teoría de los guiones se usa cierto tipo de antagonismo o antagonista, dos visiones de mundo, no sé si en la teoría literaria es útil. A mí si me parece interesante. Por ejemplo en La oculta, que son tres hermanos que reciben de herencia una casa, una finca, y no se ponen de acuerdo en qué hacer con ella. Hay una hermana totalmente apegada a esa casa y a esa finca y hay una que detesta esa finca. La que no quiere vender la casa se casó con su marido a los diecisiete años, le ha sido fiel toda la vida, llegó virgen al matrimonio; para ella la familia tradicional es lo mejor, lo único. La otra, en cambio, es una mujer muy libre que ha tenido muchísimas parejas, que tuvo un hijo fuera de matrimonio y que en el momento de la novela ya ha resuelto que su última pareja es una mujer. Son dos visiones antagónicas de casi todo. Naturalmente no hay una mejor que la otra.

El escritor no puede tomar partido por cómo es él. Si yo he vivido mi vida de un modo más liberal, más abierto, más libertario no puedo pensar que el personaje bueno es el que vive como yo. Nunca se sabe cuál es la vida correcta, cuál es la manera correcta de hacer las cosas. Acabo de leer una novela de Juan Villoro que se llama La tierra de la gran promesa donde hay un protagonista que es un documentalista, un cineasta y tiene un antagonista muy claro que se llama Ediberto. En esa novela, aunque tú vayas odiando a ese antagonista que lo persigue, que lo jode, que trata de despedazarlo, al final uno no está para nada seguro de que él sea el malo. Hay una frase en la novela que me gusta mucho y que la voy a poner en mi novela del cura también de alguna manera, pidiendo permiso, y es que él dice que en uno de los Faustos, no sé en cuál, se dice que el diablo es ese tipo de persona que siempre está intentando hacerte el mal y por algún motivo te hace el mal y te hace un gran bien: hay un gran beneficio derivado del mal que te hicieron. En la novela del cura hay un arzobispo que era un hijo de puta, el cardenal López Trujillo, el arzobispo de Medellín. Era un perfecto degenerado que le hizo mucho daño a mi cura y que a mí también me hizo mucho daño, me hizo expulsar de la universidad. Sin embargo, yo le estoy profundamente agradecido porque gracias a esa expulsión yo me fui a Italia detrás de mi mujer, estudié en Italia. Salí de ese pueblo más o menos inmundo que es a veces Medellín.

CU: No sé si has vuelto a escribir sobre política. El olvido que seremos está atravesada por la política, ¿te interesó alguna vez o te interesa escribir estos temas de política en ficción?

HAF: Yo estoy amenazado por mi esposa, editora de Angosta Editores, de que si yo me ocupo de política ella me deja, y la quiero mucho. A veces es inevitable, sobre todo en los artículos de opinión, no meterse con algún tema político. Pero yo creo que la política, sobre todo la política menuda, cotidiana, electoral, de los gobernantes que más te hacen sufrir de tu propio país, es muy perniciosa para un escritor. Cuando uno se mete a hacer política en la vida o en la literatura, eso genera unas pasiones tan irracionales, tan desbordadas, casi siempre hace que lo que escribes se vuelva un poco exagerado, hiperbólico o panfletario. Yo iría con mucha cautela. Hasta el buen Antonio Machado, que escribía cosas maravillosas, cuando se metió a escribir un poema político yo creo que no funciona.

AC: Hay un autor que marcó mi vida que es Fernando Molano, un autor de Medellín, que murió. Escribió una novela, Un beso de Dick, que ganó un premio y tú fuiste jurado. Además, hay otra historia y es que él tenía un poemario que se llama Todas mis cosas en tus bolsillos y sé que tú, de alguna manera, después de haber conocido su novela te fuiste un poco más allá de lo necesario para tratar de que se publicara. A mí me parece muy interesante pensar en ese tipo de decisiones que marcan, que tú como una figura de un autor tienes un efecto sobre la literatura de los demás y sobre otros autores. También hay una gran responsabilidad en los actos que están por fuera de la escritura pero que tienen que ver con todo esto.

HAF: Fernando Molano. Yo no era muy conocido cuando me pusieron de jurado en este Premio de la Cámara de Comercio de Medellín. Había un novelista mucho más reconocido que estaba en el jurado y un traductor amigo mío, José Restrepo. Para José y para mí era evidente que esa era la novela que debía ganar, Un beso de Dick, pero el escritor más afianzado la detestaba porque era una novela gay. Le parecía una cosa impresentable y cómo la cámara de Comercio de Medellín iba a publicar esa novela de mariquitas. Afortunadamente, logramos encontrar una manera y dividimos el premio en dos: la novela que a él le gustaba y la novela que nos gustaba a nosotros dos. Ahí conocí a Fernando Molano y era un tipo encantador, una belleza de muchacho. Él estaba enfermo de sida y una vez me mandó su libro de poesía. Me pareció precioso. Él ya estaba muy enfermo, entonces empezamos a correr en la Universidad de Antioquia para que él pudiera ver el libro publicado. Todavía no había estos cocteles para el sida ni nada y se iba a joder, se iba a morir. Corrimos y corrimos y corrimos y logramos como diez días antes de que él muriera que recibiera unos ejemplares de este libro. Mi esposa hizo la carátula, diseñó el libro a toda velocidad.

Hay un principio médico muy bonito, que mi papá repetía mucho, y que es algo así como primum non nocere, lo primero es no hacer daño. Yo creo que uno también lo puede tratar de ejercer en la literatura, tratar de no joderle la vida a nadie, sino tratar de ayudar. Esta, como todas las profesiones del mundo, está llena de antagonistas, de gente que te odia, de gente que te trata muy mal, que te critica, así hagas A o no hagas A siempre va a estar mal. Es muy difícil mantener cierta calma y ecuanimidad. Lo que yo trato de hacer es no ocuparme de esas personas.

Uno puede con una editorial, con una palabra o con un jurado, lo que sea, tratar de ser muy honesto y hacerle bien a lo que más sinceramente le guste. Tratar de que ahí no intervengan los prejuicios que todos tenemos, sino de verdad lo que uno, bien o mal, piensa que es lo mejor. Ana Merino y yo fuimos jurados del premio Alfaguara y era sorprendente cómo la novela que a mí me parecía la peor de todas, de las siete que nos dieron, a otro jurado le parecía la mejor de todas y viceversa. Eso crea mucho desconsuelo, no se sabe qué es bueno y qué es malo, pero también crea mucha tranquilidad porque, aunque te digan que algo es malo, a lo mejor no lo es. Y también mucha humildad porque, aunque te digan que algo es bueno, a lo mejor no lo es. Es un oficio duro, solitario, largo, pero bonito. Muy bonito. Hay un poema para cuando estén desconsolados, que yo me repito siempre, de Antonio Machado. Dice así:

Sabe esperar

Sabe esperar, aguarda que la marea fluya
—así en la costa un barco— sin que el partir te inquiete.
Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya;
porque la vida es larga y el arte es un juguete.

Y si la vida es corta
y no llega la mar a tu galera,
aguarda sin partir y siempre espera,
que el arte es largo y, además, no importa.

Si uno juega, si uno concibe el arte como un juego y se da cuenta de que en últimas no importa, se puede trabajar con más tranquilidad. Si uno está convencido de que el futuro más probable de cualquier escritor es el fracaso y uno aun así acepta que eso es lo que quiere hacer, ya tiene la vida bien. Claro, es mucho más fácil si uno puede vivir de lo que escribe, que si se jode y se muere de hambre como mi pobre escritor de Basura. Pero si uno está convencido de que lo que quiere es escribir, va a seguir escribiendo, así sea para tirarlo todo a la basura. Si es tan fuerte lo que uno siente, si son tantas las ganas que tenemos de dedicar la vida a jugar con las palabras, vamos a seguir escribiendo.

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