Gonzalo Rojas o la voz del silencio

Óscar Hahn

Recuerdo, como si hubiera sido ayer, el primer poema de Gonzalo Rojas que leí. Empieza con el célebre verso: «Perdí mi juventud en los burdeles». Lo encontré en la antología Poesía nueva de Chile, de Víctor Castro. Aunque el libro había aparecido en 1953, solo me enteré de su existencia por azar, mucho tiempo después. Yo tenía 17 años y recién estaba intentando esbozar algunos versos. La fuerza y el rigor del lenguaje, la tensión fúnebre y erótica, y esa especie de dramatismo expresionista que hay en el poema, son los mismos que definieron la poesía de Gonzalo Rojas desde sus inicios hasta poco antes de su muerte.

En 1964, 16 años después de La miseria del hombre, apareció Contra la muerte, su segundo libro. Contiene varios de los poemas que ahora son clásicos de nuestro idioma: “Al silencio”, “Los días van tan rápidos”, “El sol es la única semilla”, “Oscuridad hermosa”, “Qué se ama cuando se ama” y “Carbón”, una de las mejores elegías de la lengua castellana dedicadas al padre. El título del libro proviene del primer Manifiesto del surrealismo de André Breton, pero contrariamente a lo que pudiera pensarse, los poemas de Rojas no tienen nada que ver con la estética de ese movimiento. Yo diría que están más cerca de una suerte de realismo crítico expresado con pasión romántica. Las vivencias del poeta se configuran emotivamente para cuestionar diversos aspectos del mundo en el que habita. Podríamos decir que es una poesía de protesta, pero no en el sentido habitual de esta expresión, ya que no obedece a ningún programa ideológico o político. Es más bien una reacción que se gesta en esas zonas del yo donde el límite de tolerancia toca fondo.

Cierto, el libro se llama Contra la muerte, pero igual podría llamarse A favor de la vida. El poema homónimo es bastante explícito: «No quiero ver, no puedo ver morir a los hombres cada día». Y luego la protesta: «qué sacamos/ con volar más allá del infinito/ si seguimos muriendo sin esperanza alguna de vivir/ fuera del tiempo oscuro». La realidad vivida palpita de tal modo en sus páginas, que el libro podría ser calificado de autobiográfico. Va desde su nacimiento (“Los niños”) hasta la visión de la muerte en «su carroza tan espléndida» pasando por su infancia en Concepción, el recuerdo de su padre, sus días en el Norte Grande y en Valparaíso, sus amantes, la llegada de sus hijos, sus fervores y sus repudios.

El volumen está dividido en cinco partes, cada una con un rótulo propio. En el texto titulado “Gonzalo Rojas a la vuelta del mundo”, incluido al final de esta edición, el autor se pregunta qué quiso decir al distribuirlos de ese modo, y responde: «NADA, sino lo que se puede oír debajo de los cinco puntos de la estrella». Y justifica su reserva puntualizando que no le interesan ni los manifiestos, ni las artes poéticas, que para él no son más que formas de “autoerotismo”. Recordemos que, durante la Vanguardia, el período artístico que lo precedió, los manifiestos proliferaban.

Lo que hay en cambio es una serie de poemas cuyo tema es la literatura y sus exégetas. Uno de ellos es “Los letrados”, que se compone de dos estrofas complementarias. La primera es prácticamente una diatriba. Dice que los letrados «lo prostituyen todo/ con su ánimo gastado en circunloquios» y que «lo manchan todo con su baba metafísica». De la expresión “baba metafísica” y de la lectura de la segunda estrofa se deduce que la gran falla de los letrados sería su lenguaje vacío, que los conduciría a un divorcio absoluto de la realidad: «Yo los quisiera ver en los mares del sur/ una noche de viento real, con la cabeza vaciada en frío, oliendo/ la soledad del mundo», dice. La misma inquina muestra contra los académicos en las estrofas de “Victrola vieja”: «Tanto arrogante junto. Tanto congreso./ Revistas y revistas y majestades/ cuando los eruditos ponen un huevo». Y singulariza a los teóricos de la literatura, a los que acusa de dejar «el laberinto más enredado». En suma, para nuestro poeta la hermenéutica sería una manifestación de lo irreal, es decir, de lo engañoso y de lo falaz. Frente a ella se alzaría la creación poética, como expresión de lo real en su dimensión más profunda.

Una de las fuerzas motrices de los poemas de Gonzalo Rojas es el ritmo, que se materializa mediante la distribución acentual y la recurrencia de palabras. Es como si el autor hubiera escuchado el consejo de Rubén Darío: «Ama tu ritmo y ritma tus acciones/ bajo su ley». La diferencia es que Gonzalo Rojas lo hace sobre todo con el verso libre y de un modo muy suyo. Esto se observa con meridiana claridad en “Al silencio”:

Oh, voz, única voz: todo el hueco del mar,

todo el hueco del mar no bastaría,

todo el hueco del cielo,

toda la cavidad de la hermosura

no bastaría para contenerte,

y aunque el hombre callara y este mundo se hundiera,

oh majestad, tú nunca,

tú nunca cesarías de estar en todas partes,

porque te sobra el tiempo y el ser, única voz,

porque estás y no estás, y casi eres mi Dios,

y casi eres mi padre cuando estoy más oscuro.

Estamos ante una larga sentencia hecha de flujos y reflujos. Es como si el sujeto tuviera que ir conteniendo la respiración mientras habla, hasta descansar en el punto final. Las recurrencias son como una marejada que avanza, retrocede y vuelve a avanzar. Hay vocablos que regresan entre dos y cinco veces. Son bastantes para un poema de solo 11 versos. Sin embargo, hay que considerar lo siguiente: lo que un poeta inhábil podría haber convertido en una serie de reiteraciones machaconas e insulsas, Gonzalo Rojas lo transforma en un despliegue de virtuosismo.

La cuarta sección de Contra la muerte reúne los poemas eróticos. Entre ellos, “Qué se ama cuando se ama”, que en cierto modo se adelanta al conocido título de Raymond Carver “De qué hablamos cuando hablamos de amor”. En este libro el erotismo es una apuesta por la vida, una experiencia que lo hace sentirse vivo en carne y alma. La relación con la mujer sería entonces la más alta forma de resistencia contra la muerte. Lo dice por lo demás de manera expresa: «Toco esta rosa, beso estos pétalos, adoro/ la vida, no me canso de amar a las mujeres». Una visión análoga la encontramos en Temblor de cielo de Vicente Huidobro, cuando dice: «Isolda, quiero ahogarme en un océano de mujeres». Estas declaraciones, que algunos podrían considerar hasta frívolas, están en un contexto hondamente arraigado en el tema de la muerte, lo que es una invitación a leerlas de otra manera.

A principios de los años sesenta tuve la suerte de conocer a Gonzalo Rojas en persona. Después, durante cinco décadas, mantuvimos un diálogo permanente, ya sea en los encuentros literarios en los que coincidíamos o en largas conversaciones telefónicas entre Iowa y Utah. Elocuente, lúcido como pocos, y a veces hasta contradictorio, no era un incondicional de nadie ni de nada, excepto de los grandes nombres de la poesía. Y tendría que agregar un rasgo de particular importancia humana: era sumamente generoso con los escritores jóvenes. Alguna vez le oí decir esta frase: «Hay poetas que se quieren más a sí mismos que a la poesía». Sin duda Gonzalo estaba entre los que querían más a la poesía que a sí mismos, sin perjuicio de que también tuviera su ego, como todos nosotros.

Si alguien piensa que con su desaparición Gonzalo Rojas ha ingresado en el silencio, se equivoca, porque para este poeta, el silencio es una voz, la única voz. Y si alguien cree que ha entrado en la oscuridad, también se equivoca, porque para él la oscuridad es una llama, una llama centelleante. Gonzalo Rojas era uno de los grandes poetas vivos de Chile. Ahora está muerto. Pero sigue siendo uno de los grandes poetas vivos de Chile.

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