3 poemas

Antonio Gamoneda

 
1

 

Fumaba a la puerta del hotel. Se anunciaba la noche. El tungsteno ya ardía en los mástiles.

Fumaba y consideraba que este hotel es demasiado caro para mí.

En un instante cualquiera, levanté la mirada: vi la ciudad vacía y el crepúsculo depositado en las ramblas.

¿Dónde fueron las máscaras civiles, dónde fueron, dónde están los anuncios de la felicidad?

Vi la desaparición, vi números invisibles. Tuve miedo. O frío, no lo sé bien. Di la vuelta, quizá apresurado, y regresé al lobby. Reconocí la falsa vicuña y las sucias camelias.

En  este  hotel  se aloja una multitud de ejecutivos asiáticos. Sonríen indefinidamente  o se sientan a mi lado ignorándome. Lo hacen  con pulcritud y eficacia. Se diría que lo hacen incluso con amabilidad.

No hay prensa europea y apenas hay prensa americana. Sí, aquí, La República. Abro las páginas ilegibles:

“Un niño afgano, once años, se ha suicidado en Viena”.

Me he demorado en el lobby demasiado tiempo. Ya empezaba a ignorarme y a sonreír indefinidamente. Advertí también alguna piedad pero no supe de quien apiadarme.

He subido a descansar. Antes de llegar a la habitación, he recordado que en el hotel hay un jardín interior. Podía haber fumado en el jardín. Es un buen lugar. Solían venir palomas.

Tengo que informarme.

¿Quién en su infancia no ha escuchado alguna vez arrullar las palomas? Son como madres.

Efectivamente, pequeñas madres que vuelan.



Hace algunos meses, puede ser un año, que, como ahora mismo, me sorprendo con frecuencia hablando solo. No me avergüenzo, pero es mejor que nadie me oiga hablar de palomas, por ejemplo.

¡Ah varón de cursilería irreparable!

Sin embargo,

la melancolía y la dulzura eran ciertas.

Ya es otro día y no he descansado bien. Me entretuve yendo y viniendo, buscando y perdiéndome en un pensamiento insignificante; tan insignificante que no era un pensamiento.

Tampoco era un recuerdo ni una noticia; no era más que una nota de recepción. Efectivamente, no vienen ya las palomas al jardín. En realidad, el jardín

está clausurado.

 

2

 

¿Qué eran los mercados, la salud, la pobreza? ¿Quién éramos? ¿Dónde estamos?

¿Hay mujeres en los lavaderos y sus brazos son blancos entre la noche y el  agua?

Y las ancianas,

¿esconden brasas, y migas, y pequeñas tazas de aceite

en las alacenas olvidadas?

¿Qué ha sido de la vida?

Nosotros,

aquellas venas gruesas en la exudación, y la fiesta; la música al borde del abismo, y la dulzura girando, posándose en los cuchillos

(cenábamos bajo los manzanos inmóviles; las mujeres sonreían y nosotros deseábamos que no cesaran de sonreír),

¿qué eran la piel fresca y el espesor de los mantos, qué eran el alcohol

y la desnudez, qué eran?

Nosotros

apenas conocimos documentos y aceites policiales, apenas. Únicamente comprendíamos la serenidad en los ojos de los suicidas. Aquella lucidez, aquella insurgencia, ¿qué eran?

No puedo saberlo. Yo he venido de donde no estaba. No tengo

memoria ni olvido.

 

3

 

Bebamos un vino especiado. Uno habrá que procure la verdadera embriaguez. Vagábamos extraviados en ebriedades falsas.

Nos adormeceremos indecisos y cansados. Aún con la copa en nuestras manos, podremos advertir el instante en que se desvanecen los deseos.

Luego dormiremos; yo en tu ebriedad y tú en la mía.

 

Está amaneciendo. He dormido despojado de sueños y la copa está vacía. He bebido inútilmente. Qué abundancia de vértigo. Y tú, ¿quién eres?

No sé.

Una vez más, he despertado para desconocer y desear en vano. Qué abundancia de vértigo y vaciedad una vez más,

qué desahucio.

 
 
 
 

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