Fragmento de la novela El mal de miedo
Capítulo 1. El miedo
Medito para librarme de la certeza de haber dejado la tetera encendida. Cinco minutos al día, a primera hora de la mañana me siento sobre una almohada, quemo palo santo, cierro los ojos y respiro. Medito para mitigar la sensación de que se me está formando un puño en el estómago. Cuando surgen pensamientos, los observo y los dejo ir. Oh, mira, pienso. Ahí va uno. Durante cinco minutos al día, no me dejo llevar por pensamientos obsesivos. Cuando termino, me recompenso con café.
Cuando Leo era bebé, me levantaba en medio de la noche, segura de haberme quedado dormida con él en brazos y de que ahora estaba asfixiándose bajo las sábanas y ahora estaba azul y ahora estaba muerto. Esa era la sensación. Como si me hubiera relajado y algo horrible hubiera sucedido, o como si hubiera dejado algo sin hacer con fatales consecuencias. Entonces me levantaba y me inclinaba sobre su cuna y le ponía el dedo a la nariz para asegurarme de que respiraba. No era solo paranoia de mi parte. No estaba, como dicen, todo en mi cabeza. Había motivo para mi comportamiento, porque la bebé de mi tía murió en su cuna sin razón aparente. Estaba durmiendo en su cuna y se murió, y esto fue antes de que yo naciera y hay una pequeña lápida con su nombre en el Cementerio Jardín de La Paz junto a la parcela donde finalmente enterraron a mi padre y por eso siempre supe que los bebés morían en sus cunas y entonces tenía esa necesidad, algunas noches, de estar alerta para evitar que el bebé muriera. Y cubría los espejos con sábanas para evitar que su alma se fuera durante el sueño, y deslicé un par de tijeras debajo de su colchón para ahuyentar a los malos espíritus, y compré ese palo santo en el Mercado de las Brujas y limpié las puertas y ventanas de energía negativa, y le llevé el dedo a la nariz mientras dormía, solo para estar segura.
Una vez dejé una vela encendida en mi habitación, una vela verde para la prosperidad, una pequeña llama que la señora en Instagram dijo que había que dejar que se apagara. Así que la dejé y salí a hacer mis cosas. Regresamos a una casa llena de humo negro. Las ventanas y la puerta de mi habitación estaban cerradas, y para ser honesta, mi habitación era pequeña, y honestamente no tenía ventanas. Alquilamos un apartamento construido en el patio trasero de una señora adinerada: la habitación del niño tenía una ventana que daba a su jardín, pero mi habitación tenía una abertura que daba a la sala de estar. Por lo tanto, técnicamente no era una ventana. El oxígeno se había agotado y el fuego se había extinguido de manera natural antes de propagarse.
Quiero decir que tuvimos suerte. Ni una sola vez durante esas horas, entre que dejé la vela por la mañana y volví a casa al mediodía, tuve la sensación de que algo estaba mal. No tuve ninguna premonición. El sentimiento no tiene sentido, es lo que estoy tratando de decir. El sentimiento no significa nada. Y estar en paz no significa nada. Sentir que estás a salvo no significa nada. Ciertamente no significa que estés a salvo. Ni una sola vez durante esas horas de la mañana cuando ese chico estaba cargando sus armas, entrando a la escuela, escondido en el baño, ni una sola vez tuve la sensación de que algo andaba mal.
Las clases comienzan de nuevo en tres semanas. El sentimiento, el puño, siempre está ahí. Se vuelve más pesado, en todo caso, cuando pienso que la escuela empieza de nuevo. El puño se suaviza solo a veces, solo fugazmente se afloja, se convierte en una mano, el aleteo de un ala que se eleva hasta mi caja torácica. Tiene volumen. Se ha convertido en un cuerpo yuxtapuesto al mío, con las piernas cruzadas en el suelo, fingiendo meditar. La sensación de que he dejado la tetera encendida, que he dejado que el bebé se deslice debajo de las sábanas, que mi hijo empezará la escuela de nuevo, y alguien vendrá a su escuela, y alguien tendrá un arma en la escuela de mi hijo, y ese alguien disparará, ese alguien que es un niño que podría haber sido mío, quiero decir de la misma edad que el mío, un chico normal, como el mío, que estaba temblando cuando finalmente lo encontré en el hospital, ileso, sin un rasguño en el cuerpo pero todavía manchado de sangre y transformado. La sensación de que algo sucederá que nadie puede hechar para atrás.
Desde el tiroteo, hace once meses, el tiempo es un bucle. Vivo en un estado constante de déjà vu, en un estado constante de Qué día es hoy, en un estado constante de Esto otra vez. Cuando recibo un mensaje de texto, el puño está ahí; cada vez que suena el teléfono, el puño está ahí; cuando, en las noticias, ha habido un tiroteo, el puño; cuando a lo lejos escucho sirenas, el puño; si no tengo a mis hijos a la vista, el puño.
Ya no es premonición. Ese es el problema. Tengo la sensación de que lo que ya ha sucedido se cumplirá como una profecía, y no hay alivio.