Fragmento de Caminar Sola

Yamila Transtenvot

 

 

I

De la memoria inesperada
De la evocación del pasado
De la poeta Marina
Tsvietáieva De la invocación
al futuro

 

 

 

«Destrucción…quería escribir: del espacio. No, del tiempo. Pero ‘el tiempo’ siempre se piensa como distancia»
Marina Tsvietáieva

 

«La historia siempre es contemporánea. Lo actual nunca deja de contarse una historia: orienta lo que ha perdido»
Pascal Quignard

 

 

 

Una oportuna circularidad
hizo del tiempo un tránsito perpetuo —

espacio por el que me escurro todos los días y me lleva siempre
a los mismos lugares.

 

 

 

Naranja sobre el verde
vi y grité.
Y a la velocidad de un relámpago
recobré la memoria.

 

 

Los recuerdos
aparecieron sin más
como impresos por primera vez en la mente.
Como si entre el momento en que fueron puro evento
y ahora
que son materia de ensueño
se hubieran sumergido en alguna profundidad

yo        durmiendo todos estos años
sin soñarlos —
usándolos de almohada

 

 

Tengo nueve años. Me aviento sobre una montaña de hojas pero soy muy pesada y me doy el mentón contra la baldosa.

Se acabó el verano — sobrevino la sequía y entonces las cosas se han ido para adentro.
Los roedores hacen acopio para el futuro, los benteveos buscan un refugio para sus nidos: algo estable que les permita pasar la temporada.

Yo, en cambio, me refugio en la intemperie. Una casa abandonada cerca del alambrado donde solía estar la vieja pileta. La única puerta está bajo llave pero es muy fácil acceder al techo.
Un asilo es, a la vez, un refugio y un lugar de retiro.
Por algún acto de magia me llega el sonido lejano de un festejo: la gente sale a celebrar lo que sea. No sé de dónde viene, no lo entiendo.

A los nueve años una niña ya se siente nacida en éxodo — algo se lo advierte con la furia de un volcán y luego se reafirma con palabras de desprecio.
A las niñas les convienen las alturas, pobladas de fantasmas y una vista privilegiada del horizonte. Las niñas del éxodo están acompañadas en las horas del insomnio: prefieren soñar de día.

 

 

Allá — un camino de tierra seca y rocas.
Acá el pasto verde — crecido hasta las rodillas.
Encima de este techo al que subí sin dificultad
huelo.

Acá — la humedad de los árboles.
Allá el humo — del plástico quemado.

En el medio
—el alambrado.

 

 

Allá un camino de tierra seca y rocas.
Acá el pasto verde crecido hasta las rodillas.
Sobre este techo al que subí sin dificultad veo.
El camino de tierra se adentra y a lo lejos — la línea del horizonte.

Acá construcciones de cemento.
Bloques de casas con balcones conectados.
Cada bloque tiene una casa arriba y otra abajo.

Allá las casas tienen paredes de ladrillo a la vista.
Techos de chapa.
Entradas sin puerta.
Botellas vacías tiradas en la calle.

 

 

Una mujer pasa caminando
carga a su hijo en brazos —
no me ve
o elige no mirarme.

Quiero que me mire
¿Qué irá pensando?

¿Vivirá en alguna de las casas
de techos plateados que palpitan b
ajo la lluvia?

 

 

Detrás del alambrado cubierto por una mata gruesa
hay una zanja y recién después
empieza la calle.

Una separación inminente.

 

 

Una naranja rueda sobre la tierra seca.

La mujer lleva una bolsa colgada del brazo
con el que sostiene a su hijo.
Mira a la extraviada —
calcula.
Sigue de largo.

Grito — ella escucha pero
no sabe adónde mirar.
Sigue caminando
y la pierdo de vista.

La naranja queda tirada
como una única mancha de color entre
el marrón opaco de todo el resto.

 

 

La poeta Marina Tsvietáieva llega a la estación de Usman, en la provincia de Tambov, a medianoche.
Lo sabe — no porque lleve cuenta del tiempo sino porque ha decidido confiar en la generosidad de un desconocido. El soldado que le señaló la hora — ¿Qué hace una moza tan linda viajando sola? (toda Rusia desespera).
La poeta Marina Tsvietáieva fuma sin pausa el tabaco que le han trocado a cambio de su joyería de plata. El humo del cigarro de la poeta Tsvietáieva asciende todo entero y recién se dispersa al tocar las axilas de los pasajeros que van parados. Viaja en busca de un pud y medio de mijo.
En Moscú la esperan una hija hambrienta de dos años que morirá de inanición a los pocos meses de su regreso y otra de cuatro — vivirá casi dos décadas en un gulag tras cumplir la mayoría de edad.
La poeta Marina Tsvietáieva se esmera por pasar inadvertida. Difícil.
Ni muy callada, ni demasiado extrovertida — ni muy presente, ni tan ausente: no estar, más bien — acompañar.
Después del vagón — isba por isba tras el rastro del mijo. Trae los bolsillos llenos de percal rosa, cajitas de fósforos y tres trozos de jabón para una potencial transacción. La nieve aún no se ha asentado, no tanto como el hambre. Las viejas campesinas de polleras coloridas y collares de ámbar — no, no tenemos comida (amor es una pollera colorida y una piedra de ámbar). Las gallinas no ponen. Llama puerta tras puerta — una a una se vuelven roca.

Las cercanas a la poeta, las campesinas — a mil verstas de distancia.

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